Por J. Valeriano Colque |
Mientras los precandidatos a presidente hacen una campaña de buenos modales, ocasionalmente interrumpida por algún chiste burlón como el de Florencio Randazzo, en la que los opositores no le ponen nombre al fondo de las cosas para no espantar votantes, la discusión por el “relato” y el “modelo” tiene lugar sólo entre economistas.
Allí, el nivel se eleva a la exquisitez. El ministro de Economía, Axel Kicillof, apeló por ejemplo a metáforas derivadas del complejo de castración de Sigmund Freud para decir que los economistas que no van a su misma iglesia “son eunucos de la teoría económica” y que por el hecho de haber sido castrados erran sus pronósticos catastróficos y son incapaces de entender el éxito de la actual política económica.
Varios se dieron por aludidos. Y no fueron mucho más amables. José Luis Espert dijo que el ministro es “salvajemente ignorante”; Aldo Abram ironizó que los pronósticos privados “jamás van a poder coincidir con los números dibujados del Indec”; Agustín Monteverde se limitó a calificar los dichos de “disparate”.
Es verdad que a lo largo de estos años hubo algunos economistas que incurrieron en catastrofismos. Son esos los casos que enfatiza Kicillof. Es mejor eso que responder a la mayoría de los economistas que han señalado y señalan los síntomas de una máquina con fallas de fondo.
Eso sería más difícil de replicar. Por ejemplo, ¿por qué el Gobierno nacional tuvo que llevar al récord la presión tributaria, después tragarse el ahorro previsional, después consumir las reservas del Banco Central, después emitir, después restringir importaciones, después devaluar, después endeudar al Banco Central con los depositantes de los bancos (280 mil millones de pesos) y, finalmente, comenzar a tomar deuda en pesos y en dólares a tasas elevadísimas? ¿Por qué nunca alcanzó? ¿No fue un modo de ir quemando naves para posponer la hora de la verdad? ¿Cuántas naves quedan por quemar?
Las teorías de Kicillof (o las del cristinismo que él representa), por otra parte, distan de ser unívocas: ¿por qué los superávits gemelos que eran geniales con Néstor Kirchner ya no lo son? ¿Por qué los salarios–cuyo aumento sin correlación con la productividad no era inflacionario–hoy son ancla de la inflación? ¿Por qué el desendeudamiento era épico y ahora no es virtuoso endeudarse? ¿Por qué la deuda pública medida en dólares es récord, pese a la quita del canje y al consumo de reservas? Cuando dicen que eso no importa porque “total está en pesos”, ¿es que asumen que un día se licuará con inflación o alguna forma de ahorro forzoso?
Un teórico bien dotado debería poder responder estas y otras preguntas.
La inercia inflacionaria está en todos los órdenes
El atraso del tipo de cambio real y, en menor medida, el tope a las subas salariales de las paritarias son dos medidas que van detrás del mismo objetivo: frenar el avance de los precios.
Ambas actúan como anclas inflacionarias y tienen en común la intención de impactar en las consecuencias, sin modificar las causas.
La ciencia económica divide en tres tipos los porqués: inflación de demanda (cuando excede al crecimiento de la oferta), de costos (una devaluación de golpe es un caso típico) e inercial (cuando los contratos se van actualizando para cubrirse de subas de precios futuras o pasadas).
Lo que hoy se ve es una combinación de varios factores. En un principio, se originó en un exceso de demanda incentivado por medidas oficiales que estimularon el consumo a un ritmo que no pudo ser seguido por la oferta. Pero hoy, tras siete años de subas de dos dígitos, la cuestión no es tan simple. La inercia inflacionaria está en todos los órdenes. Las paritarias son un claro ejemplo, ya que ningún trabajador quiere aceptar un incremento salarial que termine “comido” por el avance de los precios (es lo que algunos llaman “puja distributiva”).
Pero también lo son las remarcaciones en los negocios “por las dudas”. El único límite en la suba de precios es el freno en el consumo ante la falta de dinero en los bolsillos de los consumidores. Pero una vez que las paritarias estén resueltas, este freno se reducirá.
Las acciones oficiales de estos años han sido de diversa índole, algunas más y otras menos efectivas: control de precios (precios cuidados, aumentos consensuados, valores máximos y otros que nunca tuvieron resultado más que en lo inmediato), cierre de exportaciones de productos clave (carne, leche, trigo), atraso cambiario y de las tarifas (la distorsión de estos precios relativos impactó de manera negativa en la actividad y en la balanza comercial), moderación de la emisión (variable según el período y las necesidades del gasto público), acotar las demandas salariales.
En 2015, más allá de la intervención velada en las paritarias, el ancla inflacionaria más fuerte sigue siendo el atraso del tipo de cambio (con ayuda de las tarifas de energía). Desde la devaluación de enero de 2014, el dólar subió 12,5 % (de 8 a 9 pesos), mientras el índice de precios al consumidor del Indec avanzó 25 %. El componente inercial no es menor en el proceso actual y es algo difícil de frenar (en 1991, se hizo prohibiendo la indexación con una ley, la de convertibilidad).
La moderación de subas salariales podría ser una salida, junto con un paquete de medidas y un compromiso empresario para no retocar precios. Pero ¿cómo se le pide a un asalariado que acepte un menor aumento de sueldo con la promesa de menor inflación futura, si no hay nada que indique que el Gobierno está preocupado por atacarla?
Este tipo de medidas requiere que se explique claramente qué se va a hacer para reducir el ritmo inflacionario, qué objetivos (creíbles) se ponen y una conducción económica que genere confianza en que estos anuncios se cumplirán.
Argentina parece haber alcanzado un piso, no podría
estar a futuro mucho peor de lo que está ahora
Un estudio del Foro Económico Mundial indica que, entre 141 países analizados, el “clima de negocios” en la Argentina es uno de los dos peores del mundo. Estamos penúltimos, sólo mejor que Venezuela. La nación latinoamericana mejor ubicada, para que nos demos una idea, es Chile, que ocupa el lugar 29.
La pregunta que debieron responder empresarios de todo el mundo fue “en qué medida las reglas y regulaciones alientan o desalientan la inversión extranjera” en cada país.
En otros aspectos que igualmente interesan a los inversores a la hora de decidir dónde colocarán sus dineros, Argentina no está tan mal vista, pero eso no significa que sea bien evaluada.
En términos de seguridad y protección económica, ha quedado en el puesto 88; si se evalúan sus recursos humanos, le corresponde el puesto 99; en “competitividad de los precios”, desciende al puesto 112; y si se trata de calificar su infraestructura, baja al puesto 114.
Los países que lideran el estudio–como se ve, elaborado sobre la base de distintos indicadores–son Singapur, Finlandia, Suiza, Hong Kong e Inglaterra. En el otro extremo, figuran Italia (127), Nicaragua (130), Bolivia (132), Angola (136), Haití (137), Argentina (140) y Venezuela (141).
Esto explica las expectativas positivas que sobre el inminente recambio presidencial argentino emiten operadores y consultores de los mercados: nuestro país parece haber alcanzado un piso, no podría estar a futuro mucho peor de lo que está. En consecuencia, cualquier cambio institucional, por mínimo que fuere, sería positivo y nos lanzaría hacia arriba.
El punto clave es estimar cuánto podríamos subir en escalafones como este por ese simple impulso, en el que, por cierto, los principales precandidatos presidenciales parecen depositar sus máximas esperanzas. En sus declaraciones, cada uno a su manera insiste en que fomentando la confianza y asegurando cierta estabilidad jurídica, de inmediato la Argentina saldrá a flote y se solucionarán graves problemas macroeconómicos, porque las inversiones llegarán en grandes cantidades y crearán innumerables puestos de trabajo.
Pero no son sólo el Estado y su marco jurídico lo que es mal evaluado. Es el país todo, incluidos sus recursos humanos y su infraestructura de transporte y circulación.
Aun si se admitiera que estudios como el comentado no discriminan datos objetivos de la infaltable cuota de subjetividad, vale advertir que un inversor–sin importar su tamaño–hace su primera selección de posibilidades en función de cuestiones objetivas, pero termina resolviendo, en una segunda etapa, entre las diferentes opciones que siguen en pie, por razones subjetivas.
Los equipos de campaña tienen aquí una excelente oportunidad para poner a prueba la seriedad de sus propuestas.
(*) Economista
© Agensur.info
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