Por Arturo Pérez-Reverte |
Hace unos días hubo una noticia que pasó tristemente
inadvertida, o casi, para la prensa española.
Y eso es malo, pues se trataba de
una noticia importante; de las que tienen que ver con nuestro presente y, sobre
todo, con nuestro futuro.
La cosa era que un cartel con la imagen de una modelo
publicitaria ligera de ropa, denunciado por miembros de la comunidad musulmana
de Brick Lane, en Londres, seguirá en su sitio después de que el organismo regulador
de la publicidad británica desestimara las protestas de un sector del
vecindario, que consideraba el anuncio ofensivo para quienes frecuentan las
mezquitas de esa zona, donde vive una amplia comunidad que profesa la religión
islámica. Aunque la imagen de la modelo es «sensual y sexualmente sugestiva»,
admite la resolución, tampoco va más allá de eso, ni tiene por qué ofender a
nadie, pues «encarna la clásica belleza y femineidad» que ha venido siendo
representada por el arte occidental hace siglos. Así que, quien no quiera, que
no mire. Y punto.
Me pregunto, con una sonrisa esquinada y veterana, fruto de
los años y la mucha mili, qué habría ocurrido en España, en caso parecido. O
qué es lo que va a ocurrir en cuanto se dé la ocasión. Me lo pregunto y me lo
respondo, claro; y más en un país donde incluso hay oportunistas y tontos del
ciruelo -sin que una cosa excluya la otra- capaces de ponerse a considerar muy
serios, con debates y tal, las protestas de ciertos colectivos musulmanes
porque las procesiones de Semana Santa, puestos a citar un ejemplo fácil,
recorran las calles españolas ofendiendo la sensibilidad religiosa islámica.
Etcétera. Aquí, no les quepa duda, siempre habrá un organismo regulador de la
publicidad, o una televisión, o una asociación de derechos y deberes, o un juez
sensible a la delicadeza de sentimientos mahometana, que llegado el caso decida
que, en efecto, la libertad en lo que llamamos Europa -aunque a algunos nos dé
la risa llamarla así todavía- acaba allí donde empiezan los derechos, el
fanatismo o la gilipollez de cuatro gatos a los que, de este modo, nuestra
propia cobardía e imbecilidad acaban multiplicando de cuatro en cuatro, hasta
irnos todos al carajo.
Y claro. Resulta inevitable preguntarse, también con
respuesta incluida, dónde se meten en esta clase de debates las ultrafeminatas
radicales que tanto las pían con otras chorradas de género y génera: las de las
asociaciones de padres y madres de alumnos y alumnas, por ejemplo y por
ejempla. Qué opinan ellas, o sea, de escotes en anuncios o no escotes, y hasta
qué punto coinciden con la censura islámica, o no. Con lo de usar hiyabs,
niqabs, antifaces y trapitos así. Sería útil saberlo más pronto que deprisa,
como dicen las chonis. Y los humos del tren, que los suelten en Despeñaperros.
Porque tiene su guasa esto del anuncio que ofende porque muestra las tetas o
las nalgas de una señora, mientras que, por lo visto, no ofende a nadie que
otra señora pueda meterse en España en un autobús, en una comisaría de policía
o en un hospital enmascarada de pies a cabeza, como un guerrero ninja, mientras
el marido va a su lado con bermudas, chanclas y gorra de béisbol. El hijoputa.
Y es que en Europa olvidamos, a menudo, que más importante
que respetar tradiciones absurdas o infames es defender a quienes acudieron a
nosotros huyendo, precisamente, de la miseria y el horror que esas tradiciones
imponen en sus lugares de origen. Y que eso se logra con educación escolar y
con firmeza institucional frente a quienes pretenden esclavizarlos, incluso
aquí, usando el manoseado y dañino nombre de Dios. Quien se ofende por un
anuncio en un cartel publicitario se ofenderá también cuando por su calle, por
su barrio, se cruce con un escote, una falda corta, un cabello sin velo o un
rostro sin tapar. Y actuará en peligrosa consecuencia. Quien pretende aplicar
maneras medievales de entender la vida, mientras se beneficia de un sistema de
derechos y libertades que a otros costó siglos de dura lucha conseguir, no
tiene derecho a imponer su voz ni a reclamar respeto. La Europa moderna tragó
dolor y sangre para librarse de púlpitos, velos, gentes de un solo y sagrado
libro, pasos de la oca y fanatismos de todas clases. Somos demasiado mayores,
ya, para que vengan otra vez a taparnos el escote o las ideas. Así que la
solución es muy simple, Manolo, Mohamed o como te llames. Si no estás dispuesto
a asumir nuestras reglas, chaval, si esto te ofende, coges un avión y te vas al
desierto de Arabia, o del Sáhara, donde las tetas de las camellas no ofenden a
nadie. Y allí te pones ciego de dátiles.
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