Por Jorge Fernández Díaz |
Debatir y comer no es muy recomendable para una buena
digestión, pero aquel mediodía primaveral no había posiciones tensas e
irreductibles en la quinta de Olivos.
Y la dieta frugal, siempre idéntica a sí
misma, no se le atragantó a nadie: pollo con arroz para Néstor, bife con puré
para Alberto y una ensalada verde para Cristina.
Los Kirchner habían invitado a
solas a su jefe de Gabinete para sorprenderlo con el proyecto de reducir el
número de los miembros de la Corte Suprema de Justicia, y la discusión pasaba
entonces por entender si siete era mejor que cinco. Alberto Fernández preguntó
si la versión más reducida no agobiaría a los jueces supremos por el tremendo
caudal de trabajo, y Cristina Fernández argumentó con ahínco institucionalista
las ventajas prácticas y además la importancia simbólica de regresar al número
original previsto por la reforma constitucional de 1860. Parecía Thomas
Jefferson. Todavía a finales de 2006 Néstor Kirchner intentaba dejar atrás el
sesgo feudal de su gestión santacruceña, esencialmente por ser piantavotos, y
Cristina hacía gala de un republicanismo legislativo y cosmopolita. "Bueno
-acordó Alberto-, ¿cómo presentamos este tema? ¿Con una conferencia de
prensa?" La primera dama negó con la cabeza, y respondió: "No, no. Yo
lo voy a dar a conocer en el recinto, pero me gustaría explicárselo antes a
algunos pocos periodistas".
Veinticuatro horas después fueron citados de urgencia al
Senado de la Nación Joaquín Morales Solá, Eduardo van der Kooy y Mario
Wainfeld, los tres principales columnistas de los diarios nacionales. A pedido
de Cristina, también fue convocado Marcelo Longobardi, que ya lideraba la
mañana de la radio. Los cuatro colegas aguardaron en la sala de espera
preguntándose qué primicia colosal les deparaba el día. Finalmente, Cristina
los recibió con enorme cordialidad y los convidó con café. A Joaquín le pidió
perdón por un sablazo público que injustamente le había asestado su marido
desde el atril: "Vos sabés cómo es Néstor; a veces va al micrófono sin
escuchar a nadie", le soltó la senadora. Luego abrió el juego: "Los
invité a ustedes porque los respeto, aunque no siempre esté de acuerdo con lo
que dicen". Hizo un pequeño silencio mientras abría su botellita de agua
mineral, y agregó: "Pero se puede disentir y se puede convivir al mismo
tiempo". Durante ochenta minutos, explicó las razones históricas y
políticas de la reducción de los miembros del máximo tribunal. "Elegimos
la fórmula que rigió la Corte Suprema durante casi cien años. No hay por qué
despreciar las buenas cosas del pasado", fundamentó. Parecía más una
intelectual que una política, y juraba que su objetivo consistía en oxigenar y
fortalecer las instituciones. Las crónicas de la época no dudan ni la
contradicen. No tenían por qué.
Ocho años más tarde, esa misma dirigente encabeza una
escalada salvaje para ampliar los miembros de la Corte después de haber
intentado en vano sitiarla con conjueces militantes. La feroz campaña incluye
la necesidad de demostrar que Fayt está senil y debe ser derribado de su cargo,
y también el hostigamiento día y noche a Ricardo Lorenzetti: el Gobierno le
pidió a Hebe de Bonafini que los escrachara a ambos con un carpetazo público.
Hebe no se privó de comparar a Fayt con una "momia" y a Lorenzetti
con un "mono", luego de reclamarle al presidente la renuncia y
adjudicarle presuntos delitos en el ejercicio de su función. La estrategia de
mínima consiste en paralizar a la Corte durante este año de elecciones
cruciales y causas calientes para el oficialismo. Y, de máxima, lograr su copamiento
y, eventualmente, colar alguna vez entre sus filas al monje negro de Balcarce
50: Carlos Zannini. Aquel republicanismo de 2006 es tachado hoy de simple
conservadurismo por los cristinistas, que en algún momento de todos estos años
bajaron de Sierra Maestra. Los periodistas, que antes eran considerados
interlocutores incómodos pero amables, se transformaron en enemigos a difamar y
a vencer, y la idea de disentir y convivir a un mismo tiempo fue arrojada al
cesto de la historia: no se debe transar con los "voceros de las
corporaciones"; a ellos sólo hay que derrotarlos sin piedad. ¿Qué opinaría
aquella senadora racional y educada de este horrible zafarrancho? Cristina no
resiste ya no una comparación con otros estadistas de la región, sino consigo
misma. ¿Se traicionaba antes o se traiciona ahora? ¿Qué pensaría aquella
legisladora democrática de una jefa del Estado que cuelga el retrato de su
propio marido en el Salón de los Patriotas de la Casa de Gobierno?
Sobre esta mutación asombrosa existen varias conjeturas
posibles. Cristina Kirchner operaba en su pago chico como la socia perfecta de
un señor feudal, que en realidad era su jefe. Pero practicaba en Buenos Aires
una política abierta, pluralista y antagónica, y se codeaba con republicanistas
notorios como Elisa Carrió. Aunque participaba de las medidas ejecutivas de su
esposo en Santa Cruz, nunca cargaba con el peso de la decisión final. Como
cualquiera sabe, no es lo mismo ser el número uno que el número dos en la
pirámide de una organización; tampoco es equiparable un gestor diario de la
cosa pública y una parlamentarista: se trata de dos oficios muy diferentes. Los
Kirchner llegaron a la Casa Rosada como pollos mojados, comprendiendo que tras
las crisis de 2001 esta sociedad exigía una agenda de normalización
republicana, y a ella se abocaron en los primeros años. Después ocurrió el
primer episodio de la metamorfosis: Cristina tomó el timón y debió conducir por
primera vez el barco. Cierto complejo la llevó a pensar entonces que cualquier
crítica a sus resoluciones como funcionaria constituía una afrenta personal, y
que cualquier protesta podía ser un intento destituyente. La mínima resistencia
a convalidar sus políticas de Estado fue para ella un desafío inaceptable, y,
por lo tanto, merecía cada vez un castigo ejemplar y otro y otro más, en una
progresión de fortalezas y malentendidos que la fue rápidamente radicalizando.
Amanuenses intelectuales fueron creando coartadas teóricas para este cambio
pedestre, y llegaron a su paroxismo con la muerte de Néstor, cuando tal vez
liberada de la prudencia pragmática y escasamente ideológica de su compañero,
quiso Cristina ser la que había sido en un pasado mítico e improbable. Como
sea, a esta sucesión de desdichas debemos su giro copernicano, desde aquel almuerzo
en Olivos hasta este fin de ciclo cochambroso. Thomas Jefferson se transformó
en Hugo Chávez, o por lo menos en el chavismo light que la Argentina le
permite. Con todas las críticas que se le podían hacer al kirchnerismo de
entonces, aquel país luce hoy mejor si se lo compara con esta República
remendada que nos dejan. A la oxigenación de las instituciones, la plena
división de poderes, la tolerancia al cuestionador y el pudor republicano, tal
vez, habría que añadir los superávits gemelos, la bajísima inflación, la
negociación de la deuda, y el fortalecimiento y la competitividad de la moneda.
La Presidenta entregará su banda con un pavoroso déficit fiscal, altísima
inflación, default técnico, cepo al dólar, atraso cambiario y recesión. No hay
gobernante, sostenía Jefferson, que teniendo fuerza suficiente no esté siempre
dispuesto a convertirse en absoluto. Y advertía: "Una sola cosa nos
explica bien la historia y es en qué consisten los malos gobiernos".
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