Por Gabriela Pousa |
La Resistencia
como deber moral
Cuando se
trata de analizar el escenario político nacional, todas las sorpresas son
posibles. Es más, de un tiempo a esta parte, lo irracional y
estrafalario suelen darse con mayor asiduidad que lo lógico y razonable.
Los límites
se han traspasado como nunca antes, y aunque la sociedad siga dando prevalencia
a lo económico, aquello que nos hunde como país y como sociedad
es la crisis moral que lejos de zanjarse, tiende a ser cada vez más
profunda por el simple hecho de que demasiado, no parece molestarnos.
Aprendimos a
convivir con el maltrato, el desprecio, la ausencia del “por favor”, del
“gracias” y el “hasta luego“. Si acaso encontramos
quien escape a ello, más que tomarlo con naturalidad lo tildamos como alguien
fuera de tiempo, “chapado a la antigua”. Y es que no hay conciencia de
que para que las cosas cambien, evolucionen, hay parámetros que deben
mantenerse inalterables e inmunes a las modas y coyunturas.
Pero al
referirnos a crisis moral, no aludimos meramente al trastocamiento de valores y
principios básicos que rigen, y han regido durante siglos a la humanidad. El
concepto es mucho más sencillo y visceral: se trata de un estado de confusión
generalizado que impide discernir qué está bien y qué está mal. En ese
desorden de cosas, la consecuencia es una sola: a todo se lo deja
pasar. Da lo mismo un acto heroico o un delito promiscuo, ambos pasarán sin
premio ni castigo, sin pena ni gloria.
Lo cierto es
que la ausencia de criterio y de juicio crítico hacen mella, y socavan los
calendarios de manera que todo es acá y ahora, ya. La premura que
impone el vivir en el descaro y la inmoralidad no admite detenerse a separar la
buena cosecha de la maleza. Todo es aceptado desde una especie de ceguera
colectiva que en el fondo tranquiliza. Tranquiliza porque impide ver y
mirar, pero también porque deniega responsabilidad.
En la
Argentina actual se vive “así nomás”, “como venga la mano“,
no hay juicio personal elaborado sino aceptación llana de lo que hay. ¿A quién
exigir calidad? La orfandad que los ciudadanos sienten en lo político es
simétrica con la orfandad manifiesta en lo social. Y quien sabe ambas
tengan correlato en la insondable soledad experimentada cuando, uno mismo, no
puede entablar un soliloquio que oriente y contenga sin necesidad del afuera.
Paradójicamente, hasta
lo más férreos defensores de la libertad están ajenos a sí mismos, sometidos a
lo colectivo. Las masas ganaron la batalla. No es el capitalismo,
como algunos piensan, el responsable de esta debacle, es la pereza que nos
encuentra sumidos en la cultura del ocio, del divertimento. No se
acepta nada que no haga reír. Una misa, el colegio, un concierto debe ser
divertido como si lo solemne ya no tuviese sentido.
Vivimos en
una época donde nos maravillamos con los paisajes que vemos mientras
navegamos por la web, y no abrimos las ventanas para ver que hay afuera. Todo
pasa por una pantalla: desde las relaciones humanas hasta la queja. Viralizamos
sentimientos, frustraciones e impotencias pero no nos hacemos cargo de ellas.
Por eso, “ser ciudadano” pesa como si se tratara de un arduo
trabajo.
Ser
ciudadano implica ir más allá del monitor y el celular, y hacer sentir nuestra
aprobación así como nuestra disidencia. Resguardarse en la masa no
aporta nada. Conformarse es aceptar que no se es capaz de salir de la cáscara
del falso confort, y convertirse en artífice del propio destino.
Los medios
de comunicación, la tecnología, pese a la apariencia de amplificar nuestra voz,
la silencia, la restringe a una determinada esfera: ya sea del ciberespacio, o
de la habitación donde se mira TV o se oye radio. No es igual la política vivida en un comité o en
una unidad básica, que en una red social donde el aislamiento físico conlleva
apenas una “protesta simbólica”.
Quizás sea
menester volver a las viejas prácticas de participación para
lograr verdaderas cadenas de reclamos que lleguen a buen destinatario, en lugar
de quedarse con aquello que se propaga en un microclima de pares.
Mientras
tanto, la política seguirá ajena al ciudadano. En tal sentido, se anula el concepto
de representatividad y de “pueblo soberano” de manera que lo democrático
termina siendo un slogan vacío como otros tantos. De persistir la actitud pasiva, otros construirán
el futuro, y guste o no, habrá que aceptarlo como venga.
A esta
altura, muchos se preguntarán que tiene que ver este sermón principista
con un análisis político. La respuesta es esta: los políticos no
nacen de un repollo ni son importados de otro planeta. Emergen de esta sociedad
que es la nuestra. Eso explica por qué no es factible separar una cosa de otra.
Es nulo el interés de estas líneas por hacer un juzgamiento moral, pero es
amplia la intención porque se comprenda dónde se originan los hechos que nos
sorprenden hoy día.
Veamos: si
acaso mañana, el ministro de Economía, Axel Kicillof, decreta un corralito que
nos impida hacernos de nuestros ahorros, a la hora, la Plaza de Mayo estaría
repleta de argentinos indignados, presentes, activos, haciendo valer sus
derechos, no dejándolos al libre arbitrio.
Qué nos confisquen los principios no moviliza siquiera, y es que, aunque suene duro, los ahorros pesan más que la moral y la ética. Se defiende el billete con mayor ahínco que la decencia. Los modelos a seguir son apenas héroes de barro, destinados a caerse de los pedestales cuando se decida volver a poner en orden las prioridades.
Qué nos confisquen los principios no moviliza siquiera, y es que, aunque suene duro, los ahorros pesan más que la moral y la ética. Se defiende el billete con mayor ahínco que la decencia. Los modelos a seguir son apenas héroes de barro, destinados a caerse de los pedestales cuando se decida volver a poner en orden las prioridades.
Entendiendo
o asumiendo esta realidad, quizás pueda entenderse por qué es más grave
la afrenta oficial al Dr. Carlos Fayt que el déficit fiscal. Este último se
revierte con profesionales capaces reemplazando a los mediocres que hay. En
contrapartida, la falta de respeto implica un cambio cultural que no se da de
un día para otro, ni lo ha de establecer por decreto un nuevo gobierno.
La grotesca
avanzada oficialista contra la Corte Suprema de Justicia no es nueva, aunque la
batalla ahora resulte definitiva: es a todo o nada. El silogismo es de una
simpleza magnánima: Esta Corte no garantiza impunidad a Cristina, en
consecuencia algo debe hacerse con ella, y ese “algo” no es precisamente
dejarla funcionar con independencia.
La sumisión
del Poder Judicial es perseguida ávidamente por los Kirchner desde el primer
día que asumieron la Presidencia. Sucede que en ese entonces, el veranito económico no permitía ver
más allá del electrodoméstico que iba a comprarse en cómodas cuotas…
Además, si
la jurisprudencia mostrara una “obediencia debida” hacia la
mandataria, la Corte no sería siquiera tema, aún cuando sus integrantes
renunciasen o la vejez los afectara.
La edad del
Dr. Carlos Fayt es la excusa más a mano que hallaron, pero también la de mayor
bajeza. No hay adjetivo que deje en claro lo que el gobierno está haciendo con
un Juez del máximo tribunal, pero sobre todo con un ser humano. Si quien hubiera cumplido 97 años fuera
Eugenio Zaffaroni – y no se hubiese jubilado -, nadie prestaría atención a ese
dato.
El problema
real no es la edad sino el voto independiente de Fayt. Su “resistencia” debe ser la nuestra. Ya
lo escribió Ernesto Sábato en su última obra, pidiendo dejar de lado los
egoísmos para comprometernos porque la libertad está en peligro. Tan grave
como lo que dijo Jünger: “Si los lobos contagian a
la masa, un mal día, el rebaño se convierte en horda”.
Y las gestas
heroicas todavía tienen cabida en este ahora. Una de ellas es la del juez Fayt
resistiendo, no a la muerte a los 97 años de edad, sino a la ignominia de un
gobierno absolutamente inmoral.
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