Por Octavio Paz |
Escribo
estas líneas con entusiasmo y temor. Entusiasmo porque admiré siempre a José
Ortega y Gasset; temor, porque -aparte de mis personales insuficiencias- no
creo que se pueda resumir ni juzgar, en un artículo, una obra filosófica y
literaria tan vasta y variada como la suya. Una filosofía que se resume en una
frase que no es filosofía, sino religión. O su contrahechura: ideología.
El budismo es la más intelectual y discursiva de las religiones; sin embargo, un sutra condensa toda la doctrina en el monosílabo a, la partícula de la negación universal. También el cristianismo puede enunciarse en una o dos frases, como «Amaos los unos a los otros», o «Mi reino no es de este mundo». Lo mismo ocurre, en un nivel inferior, con las ideologías. Por ejemplo: «La historia universal es la historia de la lucha de clases», o, en el campo liberal, «el progreso es la ley de las sociedades». La diferencia consiste en que las ideologías pretenden hablar en nombre de la ciencia. Como dice Alain Besançon: el hombre religioso sabe que cree, mientras que el ideólogo cree que sabe (Tertuliano y Lenin). Las máximas, las sentencias, los dichos y los artículos de fe no empobrecen a la religión: son semillas que crecen y fructifican en el. corazón de los fieles. En cambio, la filosofía no es nada si no es el desarrollo, la demostración y la justificación de una idea o una intuición. Sin explicación no hay filosofía. Tampoco, naturalmente, crítica de la obra filosófica. A la dificultad de reducir a unas cuantas páginas un pensamiento tan rico y complejo como el de Ortega y Gasset hay que añadir el carácter de escritos. Fue un verdadero ensayista, tal vez el más grande de nuestra lengua; es decir, fue maestro de un género que no tolera las simplificaciones de la sinopsis. El ensayista tiene que ser diverso, penetrante, agudo, novedoso y dominar el arte difícil de los puntos suspensivos. No agota su tema, no compila ni sistematiza: explora. Si cede a la tentación de ser categórico, como tantas veces le ocurrió a Ortega y Gasset, debe entonces introducir en lo que dice unas gotas de duda, una reserva. La prosa del ensayo fluye viva, nunca en línea recta, equidistante siempre de los dos extremos que, sin cesar, le acechan: el tratado y el aforismo. Dos formas de la congelación.
Como
buen ensayista, Ortega y Gasset regresaba de cada una de sus expediciones por
tierras desconocidas con hallazgos y trofeos insólitos, pero sin haber
levantado un mapa del nuevo territorio. No colonizaba: descubría. Por eso no he
comprendido nunca la queja de los que dicen que no nos dejó libros completos (o
sea: tratados, sistemas). ¿No se puede decir lo mismo de Montaigne y de Thomas
Browne, de Renan y de Carlyle? Los ensayos de Schopenhahuer no son inferiores a
su gran obra filosófica (quizá lo contrario). Lo mismo sucede, en nuestro
siglo, con Bertrand Rusell. El mismo Wingenstein, autor del libro de filosofía
más riguroso y geométrico de la edad moderna, el Tractatus
Logico-Philosophicus, sintió después la necesidad de escribir libros
más afines al ensayo, hechos de reflexiones y meditaciones no sistemáticas. Fue
una fortuna que Ortega y Gasset no haya sucumbido a la tentación del tratado y
la suma. Su genio no lo predisponía a definir o construir. No fue geómetra ni
arquitecto. Veo sus obras no como un conjunto de edificios, sino como una red
de caminos y de ríos navegables.
Obra
transitable más que habitable: no nos invita a estar, sino a caminar.
Es
asombrosa la diversidad de temas que tocó. Más asombroso es que, con
frecuencia, esa variedad de asuntos se resolviese en auténticos hallazgos.
Mucho de lo que dijo todavía es digno de ser retenido y discutido. Hablé antes
de la extraordinaria movilidad de su pensamiento: leerlo es caminar a buen paso
por senderos difíciles hacia metas apenas entrevistas; a veces. se llega al
punto de destino, y otras, nos quedamos en los alrededores. No importa: lo que
cuenta es romper caminos. Pero leerlo también es detenerse ante esta o aquella
idea, dejar el libro y arriesgarse a pensar por cuenta propia. Su prosa convoca
verbos como incitar, instigar, provocar, aguijonear. Algunos le han reprochado
ciertas asperezas y arrogancias. Aunque yo también lamento esas acrimonias,
comprendo que nuestros países -siempre adormilados, sobre todo cuando están
poseídos, como ahora, por frenéticas agitaciones -necesitan esos acicates y
pinchazos-. Otros lo censuran porque no supo hablar en voz baja. También es
cierto. Me pregunto, sin embargo, ¿cómo no alzar la voz en países de
energúmenos y de aletargados? Añado que sus mejores textos, más que
estimularnos, nos iluminan. Son algo inusitado en español: ejercicios de
claridad que son también tentativas de nitidez. Ese fue uno de sus grandes
regalos a la prosa de nuestra lengua: mostró que ser claro es una forma del
aseo intelectual.
Sus
ensayos sobre lo que no sé si llamar psicología social o historia del alma
colectiva -la distinción entre ideas y creencias o entre el espíritu
revolucionario y el tradicional, sus reflexiones sobre la evolución del amor en
Occidente o sobre la moda, lo femenino y lo masculino, los viejos y los
jóvenes, los ritmos vitales y los históricos- hacen pensar más en Montaigne que
en Kant y más en Stendhal que en Freud. Quiero decir: era un filósofo que tenía
el don de penetrar en las interioridades humanas. Pero este don no era el del
psicólogo profesional, sino el del novelista y el historiador, que ven a los
hombres no como entidades solitarias o casos aislados, sino como partes de un
mundo. Para el novelista y el historiador cada hombre es ya una sociedad.
Aunque le debemos memorables ensayos sobre temas históricos, es lástima que
nunca se le haya ocurrido, como a Hume, escribir una historia de su patria. España
invertebrada había sido un admirable y memorable comienzo. ¿Por qué no
siguió? También es revelador que no haya usado sus poderes de adivinación
psicológica para verse a sí mismo. No fue un introverso y no me lo imagino
escribiendo un diario. Hay algo que echo de menos en su obra: la confesión.
Sobre todo la indirecta, a la manera de Sterne. Tal vez la pasión por su
circunstancia -su gran descubrimiento y el eje de su pensamiento- le impidió
verse a sí mismo.
Su
idea del yo fue histórica. No el yo del contemplativo, que ha cerrado la puerta
al mundo, sino el del hombre en relación -más justo sería decir: en combate-
con las cosas y los otros hombres. El mundo, según lo explicó muchas veces, es
inseparable del yo. La unidad o núcleo del ser humano es una relación
indisoluble: el yo es tiempo y espacio; o sea: sociedad, historia-acción. No es
extraño así que entre sus mejores ensayos se encuentren algunos que tratan
temas históricos y políticos, como La rebelión de las masas, El tema de
nuestro tiempo, El ocaso de las revoluciones lleno de extraordinarias
adivinaciones sobre lo que pasa hoy, aunque nubladas por una idea cíclica de la
historia que no le dejó ver enteramente el carácter único del
mito revolucionario), Meditaciones de la técnica, y tantos otros.
Ortega y Gasset tuvo, como Tocqueville, la facultad eminentemente racional de
ver lo que va a venir. Su lucidez contrasta con la ceguera de tantos de
nuestros profetas. Si se comparan sus ensayos sobre temas de historia y
política contemporáneas con los de Sartre, se descubre inmediatamente que tuvo
mayor lucidez y penetración que el filósofo francés. Se equivocó menos, fue más
consistente y así se ahorró (y nos ahorró) todas esas rectificaciones que afean
la obra de Sartre y que terminaron con el tardío mea culpa de
sus últimos días. La comparación con Bertrand Russell tampoco es desfavorable
para Ortega y Gasset: la historia de sus opiniones políticas, sin ser del todo
coherente, no abunda en las contradicciones y piruetas de Russell, que iba de
un extremo a otro. Se pueden aprobar o reprobar sus ideas políticas, pero no se
le puede acusar de incongruencia como a los otros.
Me
parece que he sido un poco infiel a la índole de su obra al hablar del pensamiento de
Ortega y Gasset. Habría que decir, más bien, los pensamientos. El
plural se justifica no porque su pensar carezca de unidad, sino porque se trata
de una coherencia rebelde al sistema y que no se puede reducir a un
encadenamiento de razones y proposiciones. A pesar de la variedad de asuntos
que trató, no nos dejó una obra dispersa. Al contrario. Pero a su genio no le
conviene la forma de la teoría, en el sentido recto de la palabra, ni la de la
demostración. El usó a veces el término meditación. Es exacto,
pero ensayo es más general. Mejor dicho: los ensayos, pues el
género no admite el singular. Aunque la unidad admite el singular. Aunque la
unidad de estos ensayos es, claro, de orden intelectual, su raíz es vital e
incluso, me atreverá a decirlo, estética. Hay una manera de pensar, un estilo, que
sólo es de Ortega y Gasset. En ese modo operatorio, que
combina el rigor intelectual con una necesidad estética de expresión personal,
está el secreto de su unidad. Ortega y Gasset no sólo pensó con brillo y
lucidez sobre esto y aquello, sino que, desde sus primeros escritos, decidió
que esos pensamientos, incluso los heredados de sus maestros y de la tradición,
llevarían su sello. Pensar fue, para él, sinónimo de expresar. Lo contrario de
Spinoza, que deseaba ver su discurso, purgado de las impurezas y accidentes del
yo, como la cristalización verbal de las matemáticas, es decir, del orden
universal. En esto Ortega y Gasset no fue muy distinto del padre del ensaño,
Montaigne. Muchas de las ideas de Montaigne vienen de la antigüedad y de alguno
de sus contemporáneos, pero su indiscutible originalidad no está en su lectura
de Sextus Empiricus, sino en la manera en que vivió y revivió esas
ideas y cómo, al repensarlas, las cambió, las hizo suyas y, así, las hizo
nuestras.
El
número de ideas -lo que se llama ideas- no es infinito. La
especulación filosófica, desde hace 2.500 años, ha consistido en variaciones y
combinaciones de conceptos como el movimiento y la identidad, la sustancia y el
cambio, el ser y los entes, lo uno y lo múltiple, los primeros principios y la
nada, etcétera. Naturalmente, esas variaciones han sido lógica, vital e
históricamente necesarias. En el caso de Ortega y Gasset este repensar la
tradición filosófica y el pensamiento de su época culminó en una pregunta sobre
el para qué y el cómo de las ideas. Las
insertó en la vida humana: cambiaron así de naturaleza, no fueron ya esencias
que contemplamos en un cielo inmóvil, sino instrumentos, armas, objetos
mentales que usamos y vivimos. Las ideas son las formas de la convivencia
universal. La pregunta sobre las ideas lo llevó también a investigar lo que
está abajo de ellas y que quizá las determina: no el principio de razón
suficiente, sino el dominio de las creencias informes. Es una hipótesis que,
bajo otra forma, ha reaparecido en nuestros días: las creencias de
Ortega y Gasset son, para Georges Dumezil, las estructuras psíquicas
elementales de una sociedad, presente lo mismo en su lenguaje que en sus
concepciones del otro mundo y de ella misma. La razón de la enorme influencia
que ejerció Ortega y Gasset sobre la vida intelectual de nuestros países está,
sin duda, en esta concepción suya de las ideas y los conceptos como para
qués y cómos. Dejaron de ser entidades fuera de nosotros y
se convirtieron en dimensiones vitales. Su enseñanza consistió en mostrarnos para
qué servían las ideas y cómo podíamos usarlas: no para conocernos a nosotros
mismos ni para contemplar las esencias, sino para abrirnos paso en nuestras
circunstancias, dialogar con nuestro mundo, con nuestro pasado y con nuestros
semejantes.
© El País (España) – Octubre de 1980
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