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lunes, 25 de mayo de 2015

¡Hartos de corrupción!

“Sin virtudes personales no es posible ir 
por el mundo más que causando estragos”

Por Jaime Fernández-Blanco Inclán

La corrupción se ha presentado ante nuestros ojos como algo “humano, demasiado humano”, tan integrado en nuestras sociedades que a nadie sorprende a estas alturas de la película. Sin embargo, ¿la abordamos de un modo completo o nos hemos quedado solo en la carcasa? Tiene tanto que ver con la estructura del poder social como con nuestra ambigüedad antropológica y es un fenómeno que dista mucho de ser una simple manifestación ‘pública’. Quizá, en nuestro desprecio furibundo hacia ella y sus agentes, hayamos olvidado fijar la vista en otra posible causa del problema: nosotros mismos.

La corrupción se ha convertido a día de hoy en algo común en la vida española, y, por qué no decirlo, prácticamente en todo el mundo. Cada día nos sorprenden nuevas noticias, nuevos escándalos, nuevos fraudes, nuevas cotas de desvergüenza alcanzadas por figuras de la vida pública. La corrupción se asemeja a un cáncer que se infiltra en la política y la sociedad hasta convertirse en algo cercano, único, indistinguible de nosotros mismos. Quizá lo peor de lo que somos. El problema es que tradicionalmente afrontamos la cuestión desde un punto de vista tal vez solo incorrecto, pero seguramente incompleto. Esta va mucho más allá del simple dinero público robado o escamoteado, aunque en una situación de crisis como la que se ha vivido en los últimos años quizá sea más difícil afrontar el problema desde una perspectiva totalmente racional –a fin de cuentas, resulta aún más repugnante y corrosivo el fraude cuando más se supone que el sistema debe velar por su honorabilidad–, pero no debemos olvidar que hay más que unas simples variables institucionales; hemos de añadir otras, estructurales y culturales. Se trata de un fenómeno que requiere una investigación más profunda de la que está siendo habitual.

Un mal de siempre

¿Tenemos claro qué es la corrupción? Según Victoria Camps en su capítulo en Hartos de corrupción (editorial Herder), la corrupción podría definirse como “la prioridad del interés privado frente al público”. Y es una gran definición. Esa sería la visión más cercana al problema y la que sostienen la mayoría de los filósofos y no filósofos que se asoman al tema. Cuando en los asuntos públicos se introducen intereses privados, el mal ya está hecho. El edificio ya se tambalea. Se han puesto –irónicamente en nuestra analogía– los cimientos para que comience el desastre, pues la corrupción, su mayor peligro, es que debilita excepcionalmente las bases del sistema y más aún en el caso del democrático. Con el germen de la corrupción en sus venas, esta pierde su capacidad. El poder corrupto no puede ser creído, ejercido o respetado. Es un poder que no goza de confianza y legitimidad, y así se resquebraja. Peor aún, corre el riesgo de acabar convirtiéndose en algo normal, aceptado, común. Un vicio tan admitido y usual que termina transformando al paciente en enfermo crónico de una enfermedad la que ya jamás podrá librarse.

¿Es así? Es cierto que la corrupción ha existido desde siempre, como decía Ortega y Gasset: “La vida pública española de hoy es el trasunto fiel de la vida pública española de siempre (...). Hemos ido acostumbrándonos a la idea de que la corrupción, el desorden, la anarquía y la falta de solidaridad social y aptitud para el colectivo son tan solo transitorias y anormales, algo así como una enfermedad que curar”. Pero no es así, no es algo nuevo ni un problema únicamente actual. Diversos estudios dicen que la corrupción se da más en países donde la desigualdad es mayor (y no seremos nosotros los que los desestimemos), siendo el estado de bienestar una garantía frente a ella. No obstante, lo cierto es que esa regla no es aplicable al 100%, pues existen y han existido muchos países ‘igualitarios’ en los que la corrupción era moneda más que corriente (los países comunistas fueron, y muchos lo son hoy, un buen ejemplo de ello).

Entonces, ¿qué genera la corrupción? Probablemente, un compendio de varios factores, entre los que destaca la falta de confianza en los demás miembros de la sociedad. Ese parece el caldo de cultivo perfecto: “Hagámoslo antes de que otro nos lo haga”. No se trata tanto de sobresalir y engañar a los demás como de no dejar que estos se aprovechen de nosotros.

No solo en política

Erramos al pensar que la corrupción es únicamente parte de nuestra clase política. No es así. Obviamente, los actores en el espacio público son los que tienen las mayores oportunidades a la hora de corromperse (no puedes atacar la actividad pública si no eres partícipe de la misma, y cuanto más dentro de ella, más peligro), pero el mal no se encuentra solo ahí. Existen políticos corruptos porque la sociedad está corrupta. Como indica con gran acierto Miguel García-Baró en otro capítulo de Hartos, “sin virtudes personales no es posible ir por el mundo más que causando estragos”.

El problema de fondo es ético y común, un problema educativo de base al que el Papa Francisco, Jorge Mario Bergoglio, trataba de dar explicación así: los cristianos hablan del “sí al pecador” y el “no al corrupto”. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que el pecador se arrepiente, suplica el perdón de Dios que alivie su carga. El corrupto, por el contrario, se enorgullece. Solo hemos de ver las caras sonrientes y ufanas camino de las prisiones de los corruptos, sus expresiones simples y de compadreo que rayan en la desvergüenza. El corrupto, aunque le pillen, no parece arrepentirse. Su satisfacción y autoestima personal vienen precisamente de ahí, de ser capaz de salirse con la suya, engañar a otros y escabullirse. Y la connotación social que dicha actitud tiene, nos guste o no, muchas veces debería ponernos en guardia. Y es que se trata de un problema que no ocurre solo en la política, sino que está presente en campos tan distintos como los negocios, la seducción o en las relaciones familiares o de amistad. Mark Rowland, en El filósofo y el lobo, remarcaba esta faceta como una de las más claramente diferenciadoras de los primates (incluyendo a los humanos) frente al resto de los animales: la capacidad de engañar. La motivación instintiva que tenemos de hacerlo. Gran parte de nuestra inteligencia y el desarrollo de esta viene de ahí, por y para ello: engañar y no ser engañados. En ese caso, ¿estamos destinados a ser corruptos?, ¿es inevitable que la corrupción exista?

Pese a que nuestra inclinación natural puede tender hacia el egoísmo y mirar nuestro ombligo antes que a los demás (la historia da buenos ejemplos, como el hecho de que existen problemas de corrupción mayores en sociedades históricamente comerciales que en aquellas eminentemente militares; el sacar más por menos, el usar la triquiñuela y la picaresca parece ser una constante enraizada), no puede suponerse que no haya soluciones. Como dicen muchos filósofos y pensadores que han dedicado horas y páginas al tema, este no puede ser justificado. Menos aún aceptado. La existencia de comportamientos naturales nocivos y perjudiciales para la convivencia social no debería ser una justificación para no mejorar.

¿Tiene solución?

No obstante existen, o debieran existir, medidas para atajarla. La mayoría de los filósofos y estudiosos del tema manifiestan que la coerción es un elemento indispensable y algo, por otra parte, completamente lógico. Sin castigo –o con castigos leves– no solo el corrupto ve el crimen como algo cuyo riesgo es más que asumible, sino que esa visión se traslada al conjunto de la sociedad, aumentando el riesgo de corrupción. Kant decía en Estudios públicos que el ataque o lesión al sistema público es el mayor crimen que se puede cometer, porque destruye los fundamentos y la armonía de la comunidad, por tanto, deben ser castigados con dureza. Situaciones como las actuales serían cómicas si no fueran lamentables, y a largo plazo, peligrosas en grado sumo. En los casos de crímenes económicos, además del propio castigo de la pena, la restitución del dinero robado debería ser una exigencia completamente normalizada, aceptada y exigida. El mayor crimen que se puede cometer contra la honradez es el premio o la misericordia excesiva contra la corrupción. Esta, en sí misma, tiene una importante carga, o es un importante ejemplo, de debilidad. Como en otros aspectos de nuestra vida, lo que no sale caro se convierte en habitual.

¿Debería entonces el estado ser más fuerte? Tal vez sí, tal vez no. Indudablemente, si tenemos en cuenta las palabras de Aristóteles (Política), “la única función verdadera del gobierno que evita la corrupción, es el pensar en el bien común y no en el particular”, por lo que una afianzación de estos valores, un código moral en el que la virtud esté instalada a fuego en la sociedad y que lleve a que ser identificado como corrupto sea vergonzoso e indeseable, parece necesario. Pero, por otro lado, tal y como decía Rousseau en De la democracia, el sistema democrático, pese a ser el mejor, es también el más dependiente de la virtud de sus líderes, pues su esencia es cambiante, en extrema competición y constante crítica, lo que lo hace más arriesgado que estos caigan en actos corruptos. Quizá el principal problema sea, precisamente, que hay demasiado poder político. Quizá, si ciertos aspectos de la vida privada quedaran fuera de la esfera pública, la corrupción sería un elemento meramente accidental... Y es que uno no puede meter la mano en la bolsa que no está a su alcance.

Ahora bien, esa es una de tantas teorías, lo que no deberían faltar son preguntas al respecto.

¡Hartos! El libro

Hartos de corrupción, publicado por Herder, es una compilación de entrevistas y textos clásicos editado por Miquel Seguró, doctor en Filosofía por la Universitat Ramon Llull y licenciado en Humanidades por la Universitat Pompeu Fabra, en la actualidad investigador y profesor de la Cátedra Ethos de la Universitat Ramon Llull.

En él se dan cita las opiniones de una gran variedad de pensadores tanto contemporáneos como antiguos, todos unidos por un nexo común: la corrupción, su origen y naturaleza, y las posibilidades de eliminarla de nuestra sociedad. Así, con un amplio espectro de puntos de vista sobre el tema en cuestión, Hartos trata de encontrar cuáles son los pilares que sostienen la corrupción tanto en nuestra época como en el pasado, así como los efectos de la misma en los diversos sistemas políticos en los que ha conseguido desarrollarse.

¿Qué es la corrupción? ¿Qué sentimos ante ella? ¿Qué daño hace? ¿Es justificable? Son algunas de las preguntas a las que responde este libro, en el que podremos evidenciar que, pese a ser un tema de rabiosa actualidad que ocupa la atención de millones, se trata de un fenómeno atemporal, tan unido al ser humano como sus instintos más ancestrales.

© Filosofía Hoy

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