“Sin virtudes
personales no es posible ir
por el mundo más que causando estragos”
Por Jaime Fernández-Blanco
Inclán
La corrupción se ha
presentado ante nuestros ojos como algo “humano, demasiado humano”, tan
integrado en nuestras sociedades que a nadie sorprende a estas alturas de la
película. Sin embargo, ¿la abordamos de un modo completo o nos hemos quedado
solo en la carcasa? Tiene tanto que ver con la estructura del poder social como
con nuestra ambigüedad antropológica y es un fenómeno que dista mucho de ser
una simple manifestación ‘pública’. Quizá, en nuestro desprecio furibundo hacia
ella y sus agentes, hayamos olvidado fijar la vista en otra posible causa del
problema: nosotros mismos.
La corrupción se ha convertido a día de hoy en algo común en
la vida española, y, por qué no decirlo, prácticamente en todo el mundo. Cada
día nos sorprenden nuevas noticias, nuevos escándalos, nuevos fraudes, nuevas
cotas de desvergüenza alcanzadas por figuras de la vida pública. La corrupción
se asemeja a un cáncer que se infiltra en la política y la sociedad hasta
convertirse en algo cercano, único, indistinguible de nosotros mismos. Quizá lo
peor de lo que somos. El problema es que tradicionalmente afrontamos la
cuestión desde un punto de vista tal vez solo incorrecto, pero seguramente
incompleto. Esta va mucho más allá del simple dinero público robado o
escamoteado, aunque en una situación de crisis como la que se ha vivido en los
últimos años quizá sea más difícil afrontar el problema desde una perspectiva
totalmente racional –a fin de cuentas, resulta aún más repugnante y corrosivo
el fraude cuando más se supone que el sistema debe velar por su honorabilidad–,
pero no debemos olvidar que hay más que unas simples variables institucionales;
hemos de añadir otras, estructurales y culturales. Se trata de un fenómeno que
requiere una investigación más profunda de la que está siendo habitual.
Un mal de siempre
¿Tenemos claro qué es la corrupción? Según Victoria Camps en
su capítulo en Hartos de corrupción (editorial Herder), la corrupción podría
definirse como “la prioridad del interés privado frente al público”. Y es una
gran definición. Esa sería la visión más cercana al problema y la que sostienen
la mayoría de los filósofos y no filósofos que se asoman al tema. Cuando en los
asuntos públicos se introducen intereses privados, el mal ya está hecho. El
edificio ya se tambalea. Se han puesto –irónicamente en nuestra analogía– los
cimientos para que comience el desastre, pues la corrupción, su mayor peligro,
es que debilita excepcionalmente las bases del sistema y más aún en el caso del
democrático. Con el germen de la corrupción en sus venas, esta pierde su
capacidad. El poder corrupto no puede ser creído, ejercido o respetado. Es un
poder que no goza de confianza y legitimidad, y así se resquebraja. Peor aún,
corre el riesgo de acabar convirtiéndose en algo normal, aceptado, común. Un
vicio tan admitido y usual que termina transformando al paciente en enfermo
crónico de una enfermedad la que ya jamás podrá librarse.
¿Es así? Es cierto que la corrupción ha existido desde
siempre, como decía Ortega y Gasset: “La vida pública española de hoy es el
trasunto fiel de la vida pública española de siempre (...). Hemos ido
acostumbrándonos a la idea de que la corrupción, el desorden, la anarquía y la
falta de solidaridad social y aptitud para el colectivo son tan solo
transitorias y anormales, algo así como una enfermedad que curar”. Pero no es
así, no es algo nuevo ni un problema únicamente actual. Diversos estudios dicen
que la corrupción se da más en países donde la desigualdad es mayor (y no
seremos nosotros los que los desestimemos), siendo el estado de bienestar una
garantía frente a ella. No obstante, lo cierto es que esa regla no es aplicable
al 100%, pues existen y han existido muchos países ‘igualitarios’ en los que la
corrupción era moneda más que corriente (los países comunistas fueron, y muchos
lo son hoy, un buen ejemplo de ello).
Entonces, ¿qué genera la corrupción? Probablemente, un
compendio de varios factores, entre los que destaca la falta de confianza en
los demás miembros de la sociedad. Ese parece el caldo de cultivo perfecto:
“Hagámoslo antes de que otro nos lo haga”. No se trata tanto de sobresalir y
engañar a los demás como de no dejar que estos se aprovechen de nosotros.
No solo en política
Erramos al pensar que la corrupción es únicamente parte de
nuestra clase política. No es así. Obviamente, los actores en el espacio
público son los que tienen las mayores oportunidades a la hora de corromperse
(no puedes atacar la actividad pública si no eres partícipe de la misma, y
cuanto más dentro de ella, más peligro), pero el mal no se encuentra solo ahí.
Existen políticos corruptos porque la sociedad está corrupta. Como indica con
gran acierto Miguel García-Baró en otro capítulo de Hartos, “sin virtudes
personales no es posible ir por el mundo más que causando estragos”.
El problema de fondo es ético y común, un problema educativo
de base al que el Papa Francisco, Jorge Mario Bergoglio, trataba de dar
explicación así: los cristianos hablan del “sí al pecador” y el “no al
corrupto”. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que el pecador se arrepiente,
suplica el perdón de Dios que alivie su carga. El corrupto, por el contrario,
se enorgullece. Solo hemos de ver las caras sonrientes y ufanas camino de las
prisiones de los corruptos, sus expresiones simples y de compadreo que rayan en
la desvergüenza. El corrupto, aunque le pillen, no parece arrepentirse. Su
satisfacción y autoestima personal vienen precisamente de ahí, de ser capaz de
salirse con la suya, engañar a otros y escabullirse. Y la connotación social
que dicha actitud tiene, nos guste o no, muchas veces debería ponernos en
guardia. Y es que se trata de un problema que no ocurre solo en la política,
sino que está presente en campos tan distintos como los negocios, la seducción
o en las relaciones familiares o de amistad. Mark Rowland, en El filósofo y el
lobo, remarcaba esta faceta como una de las más claramente diferenciadoras de
los primates (incluyendo a los humanos) frente al resto de los animales: la
capacidad de engañar. La motivación instintiva que tenemos de hacerlo. Gran
parte de nuestra inteligencia y el desarrollo de esta viene de ahí, por y para
ello: engañar y no ser engañados. En ese caso, ¿estamos destinados a ser
corruptos?, ¿es inevitable que la corrupción exista?
Pese a que nuestra inclinación natural puede tender hacia el
egoísmo y mirar nuestro ombligo antes que a los demás (la historia da buenos
ejemplos, como el hecho de que existen problemas de corrupción mayores en
sociedades históricamente comerciales que en aquellas eminentemente militares;
el sacar más por menos, el usar la triquiñuela y la picaresca parece ser una
constante enraizada), no puede suponerse que no haya soluciones. Como dicen
muchos filósofos y pensadores que han dedicado horas y páginas al tema, este no
puede ser justificado. Menos aún aceptado. La existencia de comportamientos
naturales nocivos y perjudiciales para la convivencia social no debería ser una
justificación para no mejorar.
¿Tiene solución?
No obstante existen, o debieran existir, medidas para
atajarla. La mayoría de los filósofos y estudiosos del tema manifiestan que la
coerción es un elemento indispensable y algo, por otra parte, completamente
lógico. Sin castigo –o con castigos leves– no solo el corrupto ve el crimen
como algo cuyo riesgo es más que asumible, sino que esa visión se traslada al
conjunto de la sociedad, aumentando el riesgo de corrupción. Kant decía en
Estudios públicos que el ataque o lesión al sistema público es el mayor crimen
que se puede cometer, porque destruye los fundamentos y la armonía de la comunidad,
por tanto, deben ser castigados con dureza. Situaciones como las actuales
serían cómicas si no fueran lamentables, y a largo plazo, peligrosas en grado
sumo. En los casos de crímenes económicos, además del propio castigo de la
pena, la restitución del dinero robado debería ser una exigencia completamente
normalizada, aceptada y exigida. El mayor crimen que se puede cometer contra la
honradez es el premio o la misericordia excesiva contra la corrupción. Esta, en
sí misma, tiene una importante carga, o es un importante ejemplo, de debilidad.
Como en otros aspectos de nuestra vida, lo que no sale caro se convierte en
habitual.
¿Debería entonces el estado ser más fuerte? Tal vez sí, tal
vez no. Indudablemente, si tenemos en cuenta las palabras de Aristóteles
(Política), “la única función verdadera del gobierno que evita la corrupción,
es el pensar en el bien común y no en el particular”, por lo que una
afianzación de estos valores, un código moral en el que la virtud esté
instalada a fuego en la sociedad y que lleve a que ser identificado como
corrupto sea vergonzoso e indeseable, parece necesario. Pero, por otro lado,
tal y como decía Rousseau en De la democracia, el sistema democrático, pese a
ser el mejor, es también el más dependiente de la virtud de sus líderes, pues
su esencia es cambiante, en extrema competición y constante crítica, lo que lo
hace más arriesgado que estos caigan en actos corruptos. Quizá el principal
problema sea, precisamente, que hay demasiado poder político. Quizá, si ciertos
aspectos de la vida privada quedaran fuera de la esfera pública, la corrupción
sería un elemento meramente accidental... Y es que uno no puede meter la mano
en la bolsa que no está a su alcance.
Ahora bien, esa es una de tantas teorías, lo que no deberían
faltar son preguntas al respecto.
¡Hartos! El libro
Hartos de corrupción, publicado por Herder, es una
compilación de entrevistas y textos clásicos editado por Miquel Seguró, doctor
en Filosofía por la Universitat Ramon Llull y licenciado en Humanidades por la Universitat
Pompeu Fabra, en la actualidad investigador y profesor de la Cátedra Ethos de
la Universitat Ramon Llull.
En él se dan cita las opiniones de una gran variedad de
pensadores tanto contemporáneos como antiguos, todos unidos por un nexo común:
la corrupción, su origen y naturaleza, y las posibilidades de eliminarla de
nuestra sociedad. Así, con un amplio espectro de puntos de vista sobre el tema
en cuestión, Hartos trata de encontrar cuáles son los pilares que sostienen la
corrupción tanto en nuestra época como en el pasado, así como los efectos de la
misma en los diversos sistemas políticos en los que ha conseguido
desarrollarse.
¿Qué es la corrupción? ¿Qué sentimos ante ella? ¿Qué daño
hace? ¿Es justificable? Son algunas de las preguntas a las que responde este
libro, en el que podremos evidenciar que, pese a ser un tema de rabiosa
actualidad que ocupa la atención de millones, se trata de un fenómeno
atemporal, tan unido al ser humano como sus instintos más ancestrales.
© Filosofía Hoy
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