Por Jorge Fernández Díaz |
A la derecha de Raúl Alfredo Othacehé sólo hay una pared, y
es bastante oscura. A su lado, los macristas más conservadores lucen como
socialdemócratas europeos, y Carlos Menem es un hippie del Mayo Francés. Alguna
vez Adolfo Pérez Esquivel le endilgó a Othacehé utilizar patotas violentas para
producir temor y acallar a los disidentes.
Y su deserción del Frente para la
Victoria fue celebrada amargamente por Hebe de Bonafini, que lo vinculó
entonces con Ramón Camps y el Batallón 601, y denunció al sempiterno intendente
por "reclutar en sus filas a represores de la dictadura militar". El
poderoso patrón de Merlo no respondió casi ninguno de esos ataques; vivió los
fulgores de la breve primavera massista hasta que llegó este frío y escuálido
invierno, y entonces regresó al kirchnerismo a tambor batiente. Lo despidió con
bronca Hebe y lo recibió con alegría Wado de Pedro, que tiene a sus dos padres
desaparecidos, fue militante de la agrupación Hijos, y ahora es secretario
general de la Presidencia, con la encantadora misión de reclutar a los barones
más reaccionarios del conurbano bonaerense.
La cosecha de Wado resultó exitosa y encierra una cruel
broma del destino. Pero hay otra lectura posible: el cristinismo, hijo de la
progresía local pero también de la oligarquía peronista, demuestra de un modo
cada vez más desembozado que su única y genuina ideología es el poder. A
cualquier precio. Incluso, si es necesario, abriéndole los brazos al abominable
hombre de las nieves. Sólo desde este pragmatismo brutal, desprovisto de
cualquier épica y virtud, se entienden las grandilocuentes operaciones
culturales e históricas que luego necesita desplegar el Gobierno para otorgarle
un maquillaje honorable a su táctica depredadora. Hacen falta muchos sables
corvos para tragarse el sable de Othacehé. Y se precisa mucha retórica
patriótica para que la militancia luche y luche, hasta conseguir su nuevo
objetivo emancipador: sentar a Scioli en el sillón de Rivadavia. Admitamos, con
todo, que el titán naranja es Felipe González al lado del duque de Merlo. Las
cosas como son.
Para explicar esta flojedad de escrúpulos que instrumentan
las almas bellas del kirchnerismo a la hora de la verdad, cuando las papas
queman y hay que pactar con cualquiera para no perder las elecciones, nada
mejor que la doctrina Aníbal Fernández: los intendentes se dan vuelta porque
"el tobogán termina en el arenero". Pero visto de cerca resulta que
no es arena lo que ofrecen, sino oro en polvo, que proviene del presupuesto
nacional. Todos los ríos van al mar, y todas las convicciones terminan en la
caja. Doce años después continúa la "emergencia económica" y, por lo
tanto, los superpoderes; el sistema federal está tan vigente como la Glostora y
la levita: todos deben arrodillarse en Balcarce 50. Y hacer política consiste
ahora en capturar el Estado y salir de compras. Este procedimiento no empieza y
termina, por supuesto, en los conversos automáticos de la casta, sino que se
extiende a la sociedad consumidora, que no pide cuentas ni se interesa por el
precio de la fiesta. El Gobierno gasta a nuestro nombre, y para beneficio
propio, con la tarjeta sin límites que el pueblo le extendió alguna vez. Está
haciendo abuso de confianza con esa tarjeta. Nos está fundiendo, sin
escucharnos, mitificando a la dinastía Kirchner, imprimiendo sus huellas
familiares en edificios y símbolos que son de todos los argentinos, organizando
celebraciones multimillonarias con fines proselitistas, y sobre todo inyectando
plata para recalentar el consumo, generar falsa prosperidad y ganar en primera
vuelta. El déficit subió casi 800% y el rojo fiscal superó los 55.000 millones de
pesos entre enero y abril. La factura de la propaganda oficial mete miedo. Y el
kirchnerismo desanda el desendeudamiento colocando letras y emitiendo títulos,
e imprimiendo día y noche billetes sin respaldo. Huye hacia adelante. Es como
un tío simpático, derrochador y demagógico que inventa manganetas con los
bancos, y que cada tanto reúne a sus parientes y amigos para hacerle regalos y
recibir sus lisonjas. Un día la empresa familiar quiebra, y nos preguntamos
dónde está el tío. Es posible que no lo encontremos. Si tiene suficiente timing
ya se hallará lejos y a salvo, y entonces algún infeliz deberá ponerle el pecho
al tendal. Pero mientras tanto, ¿quién nos quita lo bailado, tío?
No se puede subestimar la astucia de Cristina Kirchner, que
cayó en errores temperamentales y se disparó algunos tiros en los pies, pero
que, a la vez, supo remontar su hora más difícil. Hoy se sabe que hace cuatro
meses, en pleno escándalo Nisman, un grupo de expertos en encuestas y marketing
político le trazó al Gobierno una evaluación precisa y lapidaria:
electoralmente, el kirchnerismo estaba acabado. Ella no se dio por vencida y
lanzó una campaña despiadada para matar al muerto. Su expertise les vendría muy
bien ahora mismo a los caciques de la FIFA, que podrían aprender de sus socios
de la Casa Rosada el infalible arte de zafar.
El manual del perfecto kirchnerista les aconsejaría rechazar
de manera terminante la mera posibilidad de que los dirigentes del fútbol hayan
caído en la tentación de la coima, presentarlos a continuación como honestos
militantes de lo popular y calificar a la pesquisa norteamericana como una
burda operación política de los fondos buitre y del imperialismo. Aníbal diría,
por ejemplo, que la acusación del Departamento de Justicia de los Estados Unidos
es un mamarracho. Y los especialistas locales en demolición conseguirían
juristas amigos, algunos de ellos muy bien recompensados, para que minaran el
expediente. Buscarían fotos en Facebook de Loretta Lynch y presentarían a la
fiscal general como una persona frívola y poco confiable. Más tarde, sacarían a
relucir las pifiadas históricas del FBI desde la gestión de Edgar Hoover. Y al
final, pasarían la gorra entre tanto periodista garronero y tanto jugador venal
para firmar una larga y lacrimógena solicitada en la que repudiarían la pérfida
maniobra de Obama. Aunque pensándolo bien: las jugarretas kirchneristas, que le
dieron excelente resultado durante este año alucinante, tal vez no fueran tan
sencillas de practicar con poderes judiciales menos porosos a la influencia
política, y en sociedades menos tolerantes a la corrupción. El espectacular
operativo que mandó a la cárcel a varios directivos y alcanzó post mórtem a
Julio Grondona tuvo la cualidad de recordarnos, como contraposición, nuestra
indolencia frente a las prácticas mafiosas. Fue muy gracioso ver cómo los
kirchneristas intentaron alejarse de esa putrefacción que los salpica, y cómo
progres mediáticos se declaraban personalmente reivindicados por la caída en
desgracia del grondonismo. Cuando fueron ellos mismos quienes aplaudieron de
pie que don Julio y doña Cristina firmaran un pacto de promiscuidad. Los
valientes guerreros anticorporativos celebraron hasta el éxtasis la confluencia
de las dos corporaciones más rancias de la Argentina: el pejotismo y la AFA. Y
ahora piden que se investigue todo hasta las últimas consecuencias, sin
entender quizá que el Gobierno no puede cavar en su propio huerto sin el riesgo
de encontrar los cadáveres que él mismo escondió. Othacehé y Grondona
necesitan, por el bien del proyecto, ser parte de la patria socialista. Y la
historia la escriben los que ganan, tío.
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