El espectacular giro
diplomático protagonizado por Cristina Fernández
en el final de su mandato.
Por James Neilson |
Érase una vez, en los gloriosos años sesenta y setenta del
siglo pasado, cuando muchos adolescentes soñaban con un futuro teñido de rojo.
La revolución estaba en marcha. Para angustia de los reaccionarios, héroes como
Fidel, el Che, Mao, Ho Chi Minh, Gadafi y, pensándolo bien, nuestro general
Juan Domingo Perón, llevaban el mundo hacia un nuevo amanecer.
Moría el
capitalismo: pronto sería sepultado por la gran topadora soviética. El
imperialismo yanqui, derrotado en el campo de batalla por guerrilleros
tercermundistas y socavado desde dentro por jóvenes rebeldes, se batía en
retirada.
Puede que en su juventud ya lejana Cristina no haya
fantaseado con un mundo socialista, pero en la actualidad le gusta dar a
entender que siempre compartió el “idealismo” de sus coetáneos izquierdistas.
Será por suponer que su relato personal lo necesitaba, que últimamente se ha
esforzado por brindar la impresión de sentir tanta nostalgia por aquellos
tiempos que se resiste a creer que se han ido para siempre. Así, pues, para
extrañeza de sus anfitriones, en Pekín habla de “la construcción de un modelo
propio de crecimiento y desarrollo” por Mao, dando por descontado que el
llamativamente antimaoísta cóctel autoritario-neoliberal que a partir de 1979
rige en China y que hizo posible el mayor cambio socioeconómico de la historia
fue obra del gran timonel; en Moscú rinde homenaje a Vladimir Lenin; y en
Vietnam, otro país que está avanzando con rapidez por el camino capitalista,
compara Ho Chi Minh con José de San Martín.
Pero no solo se trata de la propensión de Cristina a venerar
íconos ya muertos de la ultraizquierda combativa de medio siglo atrás. Para que
nadie cuestione su fervor revolucionario tardío, maneja la política exterior
del país como si aún existiera el mundo de ayer.
Es una empresa quijotesca. Como el caballero de la triste
figura, Cristina se imagina en otra época, una mucho más emocionante que la que
le ha tocado. Quisiera aliarse “estratégicamente” con gobiernos progresistas
que, le gustaría creer, comparten su nostalgia por la lucha contra el
imperialismo capitalista, o sea, el mal absoluto, pero en su búsqueda solo
encuentra fantasmas. La Unión Soviética se fue. En su lugar está Rusia, un país
pobre y terriblemente inequitativo dominado por una casta de “oligarcas”
corruptos. La economía rusa, que es más chica que la de España, está en
recesión. Conforme a las pautas tradicionales, el gobierno de Vladimir Putin es
de derecha. Así y todo, para Cristina las fantasías mortíferas que estaban en
boga en La Plata en sus años como estudiante importan más que la decepcionante
realidad actual y, de todos modos, el que los yanquis se opongan a lo que están
haciendo Putin y sus amigos le parece motivo suficiente como para solidarizarse
con ellos.
También es pobre el otro “aliado estratégico” de Cristina,
China, a pesar de que, luego de reemplazar la variante maoísta del marxismo que
la depauperaba aún más por una forma sui géneris del capitalismo liberal en el
que el partido monopoliza el poder político dejando los negocios en manos de
multimillonarios recién enriquecidos, se haya puesto a crecer a un ritmo
endiablado. Con todo, si bien el producto per cápita chino sigue siendo
inferior al argentino, para no hablar del estadounidense, tiene tantos
habitantes que, según algunos especialistas, su economía ya es la más grande
del planeta en términos de poder adquisitivo. China también se las ha arreglado
para acumular una cantidad fabulosa de dólares y otras divisas.
Al igual que todos los demás países, la Argentina tendrá que
enfrentar los muchos desafíos que está planteando el resurgimiento del gran
imperio del medio que, a juicio de su elite, se ubica en el centro del mundo
civilizado desde hace milenios, pero le convendría proceder con cautela. A
diferencia de los occidentales posmodernos, los chinos no creen en la igualdad
de naciones. Tampoco toman en serio el “multiculturalismo”. Si logran desplazar
a Estados Unidos de su lugar en el podio mundial, el orden resultante sería
todavía más jerárquico que aquel al que nos hemos acostumbrado.
Los líderes nominalmente comunistas de China se han
propuesto avanzar poco a poco. No quieren alarmar a nadie antes de estar en
condiciones de hacerse obedecer pero, como es natural, los norteamericanos son
reacios a permitir que China se erija en una superpotencia rival no solo
económica sino también geopolítica. Miran con inquietud la instalación en
Neuquén de una “estación espacial de exploración lunar” que, sospechan, podría
resultar ser una base militar en que, según parece, imperará la ley china, de
tal modo haciendo de ella una especie de enclave extraterritorial parecido a
los creados por los europeos en China misma cuando era débil. Comparten la
preocupación de los norteamericanos muchos políticos opositores; no quieren que
la Argentina ate su destino a un país de cultura radicalmente distinta de la
occidental, uno que, para más señas, podría aprovechar su inusitada fortaleza
financiera para conseguir concesiones que, entre otras cosas, le permitirían
arrasar con la crónicamente precaria industria local.
Acercarse a China, que de progresista tiene muy poco, por
motivos pragmáticos puede justificarse, ya que siempre es bueno multiplicar las
opciones financieras y comerciales, pero sería mejor no comprometerse
demasiado, ya que el expansionismo que es congénito de un país que encarna una
civilización ajena a la occidental podría provocar conflictos militares no solo
en la zonas adyacentes –los filipinos, vietnamitas y japoneses se sienten cada
vez más nerviosos–, sino también en otras partes del mundo.
En cambio, procurar seducir a Putin justo cuando, después de
anexar Crimea con el beneplácito de Cristina, está tratando de apropiarse de
pedazos de Ucrania oriental y amenazando a los países bálticos y otros vecinos,
no puede considerarse una buena idea: los beneficios concretos para la
Argentina de la provocación presidencial serán escasos, mientras que los costos
de una eventual reacción negativa europea y norteamericana podrían ser
abultados.
Aún menos comprensible para el mundo exterior es el
entusiasmo desbordante que siente Cristina por lo que aún queda de la
revolución cubana y por el cada vez más esperpéntico simulacro bolivariano. Por
razones biológicas y económicas, ya que la isla está en la vía, la brutal
dictadura gerontocrática de Fidel y Raúl tiene los días contados. Tal y como
están las cosas, Cuba no tardará en reintegrarse a la esfera de influencia
yanqui, alternativa esta que, desde luego, indigna muchísimo a Cristina.
En cuanto al amigo venezolano Nicolás Maduro, el heredero
del endiosado Hugo Chávez que, nos asegura, se transformó post mórtem en un
pajarito parlanchín, sería difícil concebir un líder nacional más bufonesco.
Bajo su conducción extravagante, Venezuela está hundiéndose. No es que los
antecesores de Maduro fueran prodigios de eficiencia. Gracias a sus reservas
gigantescas de petróleo, a través de los años Venezuela ha recibido el
equivalente de varias docenas de Planes Marshall, pero despilfarró todos. La
caída estrepitosa del precio del crudo ha dejado exánime a la República Bolivariana
al privarla del dinero que necesita para importar bienes tan rudimentarios como
papel higiénico, el producto cuya ausencia mejor simboliza el fracaso
ignominioso del socialismo del siglo XXI.
El giro diplomático espectacular protagonizado por Cristina,
con la aquiescencia de la servidumbre, se debe no solo a su deseo patente de
desempeñar un papel revolucionario en el escenario internacional, de tal manera
complaciendo a los militantes de su proyecto particular, sino también al
fastidio que le ha motivado la falta de interés de Barack Obama en congraciarse
con ella. Ni siquiera la ha invitado a cenar en la Casa Blanca para que le baje
línea, mientras que en reuniones internacionales en las que participan los dos,
como la Cumbre de las Américas que hace poco se celebró en Panamá, la trata con
un grado creciente de desdén burlón, lo que la enfurece aún más.
El ex presidente uruguayo Pepe Mujica dista de ser el único
mandatario que la ha visto metamorfosearse en una “araña mala”.
En la política exterior argentina también han incidido la
refriega con los buitres, la denuncia, en vísperas de su muerte en
circunstancias que tal vez nunca sean aclaradas, del fiscal Alberto Nisman de
lo que creyó estaba detrás de la aproximación a la teocracia iraní y las críticas
del modelo económico formuladas por funcionarios norteamericanos. Amiga desde
siempre de las teorías conspirativas, Cristina se dice convencida de que “todo
hace juego con todo”, con ella la víctima de una inmensa conjura planetaria.
Puesto que, por razones comprensibles, los más preocupados por el pacto
presuntamente informal con Irán son los israelíes y entre los personajes que,
según Cristina y sus simpatizantes, están confabulando en su contra se
encuentran muchos judíos, no sorprendería demasiado que terminara afirmándose
blanco de una ofensiva del “ente sionista”, brindando así a los muchachos de
Quebracho y otros “luchadores sociales” un pretexto inmejorable para lanzar una
ofensiva antisemita similar a las emprendidas por los compañeros chavistas en
Venezuela.
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