Mientras la campaña
presidencial va a electrificarse en los programas de Tinelli,
los candidatos
evitan pronunciarse sobre las grandes ideas, como el caso
de la inclusión
social real.
Por Beatriz Sarlo |
La campaña electoral se prolongará varios meses, como una
especie de campeonato con diferentes sedes. Sergio Massa nos propone leer un
e-book, que se distribuye gratis. Sanz dijo que quiere construir un espacio
socialdemócrata, sin más precisiones y sin aclarar por qué, con tan alto
objetivo, no se quedó en UNEN. Macri lanzó el aventurero desafío de que iba a
terminar con el cepo al dólar en un día (teléfono a sus expertos).
Pero la campaña va a electrificarse en los programas de
Tinelli, donde los candidatos participarán como estrellas de la desfachatez
post política. Me parece del todo lógico que el encuentro de Macri y Scioli con
sus imitadores genere expectativas. Hasta ahora, las idas y vueltas de las
alianzas son confusas hasta para los expertos. Todos los días se rifa el botín
de una foto con fulano o mengano en algún distrito. Macri mata el punto
viajando a Europa para una foto con Messi y Mascherano (eso es plata y
convicción).
Intelectuales profundamente comprometidos con la alianza
PRO-UCR se preguntan por qué no hay ciudadanos entusiasmados. Sería un milagro
que la gente se interesara con pasión en un abigarrado abanico de fórmulas
construidas sólo para ver si se gana una elección local.
Al contrario de lo que creen los políticos que recalculan y
vuelan bajo, el entusiasmo no se despierta arrojando al voleo cifras sobre
viviendas a construir o planes para equipar escuelas con las nuevas
tecnologías. Alfonsín generó una oleada con el preámbulo de la Constitución, un
texto que cualquier asesor de imagen habría juzgado demasiado complejo para
recitar en la tribuna.
El entusiasmo que se echa de menos proviene de la renuncia a
grandes ideas, especialmente a una reflexión sobre lo que las grandes ideas
significan en la Argentina actual. Ninguno de los candidatos abandonaría una
bandera barata de llevar y dificilísima de honrar: la de la igualdad de
oportunidades. Pero ningún candidato reflexiona en público sobre sus
dificultades y sus límites. Veamos.
La igualdad de oportunidades es una fórmula de compromiso,
por la cual ciudadanos y políticos acuerdan que puede alcanzarse si a todos se
les garantiza el acceso a bienes públicos. Sin embargo, incluso en el caso de
que la escuela de una villa y la de un barrio de capas medias sea idéntica
(cosa que no sucede en la realidad, pero dese por hecha), no hay igualdad de
oportunidades para los chicos de la villa y los de capas medias. Todo depende
de cómo transcurrieron sus primeros años de vida, cuál fue la alimentación que
recibieron, cuál es el medio donde crecieron.
Dificultades. Una lista infinita de diferencias impide
hablar con franqueza sobre igualdad de oportunidades. Lo que puede conseguirse
es lo que todavía no se ha conseguido en la Argentina: que los bienes públicos
destinados a ricos y a pobres sean iguales. Estamos lejos de tal cosa y basta
escuchar media hora a un médico de un hospital público para ver que existe una
trinchera infranqueable entre la salud de los pobres y la de las capas medias.
La guardia de un hospital no es lo mismo que la de un servicio médico: esto es
tan evidente que no vale la pena detenerse.
No hay igualdad de bienes públicos y por eso, donde se puede
elegir, se elige comprar salud o educación en el mercado. En la ciudad de
Buenos Aires, por ejemplo, sólo va a escuelas de gestión estatal el 50% de la
matrícula. El otro 50% va a la privada (que, por otra parte, está crudamente
estratificada). El gobierno nacional, que dice defender la educación, tributa a
la industria del turismo haciendo que proliferen los feriados: el mercado vence
al Estado.
De esto no se habla, aunque la palabra educación se repita
como un mantra. ¿Qué quiere decir educación como bien público? Significa, en
primer lugar, que ese bien exista de modo asequible y geográficamente próximo
(que no sea necesario migrar para obtenerlo, como migran hacia dos o tres
grandes centros urbanos y suburbanos argentinos de todas las provincias).
Significa, luego, que quienes son los usuarios de un bien público estén en
condiciones relativamente iguales para aprovecharlo. Por lo tanto, desde esta
perspectiva, la verdadera igualdad de oportunidades obliga a hacerse cargo de
un tema mayor: la igualdad a secas. Sin abrir la discusión sobre igualdad, es
imposible referirse de buena fe a la igualdad de oportunidades.
Esto no sucedía del mismo modo en la primera mitad del siglo
XX, donde el país necesitaba mano de obra bien entrenada y la escuela actuaba
sabiéndolo e interviniendo como fuerte elemento nivelador en una sociedad que
no hubiera sido viable sin ese intervencionismo público que operó sin prisa y
sin pausa. La escuela era más eficaz porque había condiciones sociales y
económicas para su eficacia, comenzando en las mismas familias, muchas veces
analfabetas, de origen inmigratorio, que llegaban no con un proyecto de
supervivencia sino de ascenso.
Hoy la escuela ha perdido esa eficacia y, por lo tanto, no
es distribuidora de igualdad de oportunidades sino de un simulacro de acceso
universal, que ni siquiera está
garantizado a los pueblos originarios y a otras minorías muy pobres. Se
declara formalmente la igualdad de oportunidades, que no conduce jamás a la
construcción de un horizonte social igualitario, que está muy lejos pero que
nunca debería olvidarse si la igualdad de oportunidades no es solamente una
forma de administrar las diferencias sino un camino hacia su abolición.
Estupideces. No basta decir que es necesario ingresar al
capítulo global de la sociedad del conocimiento. ¿Quién sería tan estúpido como
para afirmar en una tribuna que la sociedad del conocimiento le interesa poco y
nada? Pero tal “nueva” sociedad (las sociedades, desde la modernidad, son
sociedades del conocimiento, basta hojear un poco la bibliografía) presupone,
de modo creciente, que todos puedan integrarse en ella, no sólo la elite de
académicos. Todos quiere decir los que hoy están subalfabetizados, a quienes la
mirada populista tecnológica considera que se salvan porque los más jóvenes son
nativos digitales, que es como haber afirmado en 1930 que todos eran nativos
conductores por el hecho irrefutable de que nacían en una cultura cuya
comunicación ya había sido modelada por el transporte automóvil. Lo que existe,
sin duda, es nativos en la pobreza, nativos en un bienestar pasable o en la
riqueza obscena.
No es necesario haber leído las obras completas de Pierre
Bourdieu para entender que las sociedades se diferencian culturalmente de
manera cruel y que ese proceso de diferenciación es implacable con los que
reciben la oportunidad de la igualdad pero no los medios para ejercerla
realmente. Tampoco es necesario ser marxista para observar que no hay igualdad
de oportunidades para quienes enfrentan, en todos los demás aspectos de su
vida, en el cotidiano donde se forma el cuerpo y la mente, la dura cara de las
desigualdades materiales.
Al contrario de lo que piensan muchos, falta entusiasmo
porque no se dibuja un horizonte en el cual identificar el futuro y verse
incorporado. Sin horizonte ideal, ganan Tinelli y el mercadeo político.
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