Por Fernando González |
-Papi, acá los
visitantes también van a la cancha?
La pregunta fue directa y al corazón. Imanol, mi hijo de
siete años, miraba asombrado como los hinchas del Hull City subían al tren con
sus camisetas a rayas negras y naranjas. Dos mujeres le sonreían a él, que
tenía puesta una camiseta blanca del Tottenham.
Los dos equipos se iban a
enfrentar en Londres, en una hora y media. Y en el vagón detenido todavía en la
estación Liverpool Street había unos 40 hinchas, repartidos entre unos 30 del
viejo Tottenham londinense y otros 10 del humilde Hull City que esa tarde iba a
ser condenado al descenso tras ser derrotado por dos a cero.
Nosotros seguimos al
Tottenham por esas afinidades incomprensibles que los hinchas del futbol
tenemos con equipos de otros países y disfrutábamos el privilegio de un fin de
semana futbolero en Europa. Le acababa de contar quiénes eran Ossie Ardiles
y Julio Ricardo Villa, los argentinos que habían brillado en el Tottenham. Pero
la novedad para Imanol es que no había tensión arriba de aquel tren urbano. No
había miedo ni desesperación por el encuentro de las dos parcialidades camino a
la cancha. Tampoco había policías por allí, ni nadie parecia necesitarlos. Recién
los vimos más cerca del estadio y se ocupaban de ordenar la llegada de los
hinchas.
Mi hijo me miraba y
me interrogaba con los ojos. ¿Entonces los visitantes podían ir a la cancha y
nadie tenía que salir herido? ¿Sucedía que el fútbol podía ser un deporte para
disfrutar, apasionarse, morir de alegría o de tristeza pero no morir
literalmente bajo el peso insoportable de la violencia? Entonces tomé
conciencia del límite que habíamos traspasado en la Argentina. Hacía 48 horas,
una decena de energúmenos con la camiseta de Boca respaldado por otros cientos
de energúmenos que los alentaban en vez de intentar detenerlos, habían rociado
con gas pimienta a varios jugadores de River en una muestra más de esa
decadencia cultural conocida como viveza criolla. El chiste, la estupidez, la
salvajada o como quiera llamárselo, le costó a Boca la eliminación del torneo
de campeones de América y una suspensión de su estadio.
El escándalo no había pasado desapercibido en Londres ni en ningún
otro lugar del planeta. La noche anterior, mientras viajábamos en el
subterráneo y leíamos el diario gratuito The Evening Standard, Imanol lo
descubrió en una de las páginas. Allí
estaban las tres fotos inmensas con los jugadores de River heridos y un anuncio
elocuente. En el sitio web del diario, informaba el Standard, podrían verse las
imágenes más "escalofriantes" del ataque en la cancha de Boca. Imanol
no habla el inglés suficiente como para captar la magnitud pero entendió todo.
Algo terrible había pasado en la Argentina y sus siete años lo comprendían
perfectamente.
Entre aquellas fotos y lo del tren al día siguiente supe que
había llegado el momento de explicarle a Imanol las primeras nociones sobre las
carencias del país adolescente. Sobre sus derrumbes innecesarios y su predilección
por volver a chocarse contra los mismos escombros. No era fácil hablarle de los
fracasos de la Argentina dejando a resguardo el amor por el país lejano y
preservando el latido existencial de la argentinidad. No era fácil, claro. Y
mucho más difícil se hizo un día después, cuando fuimos al estadio Vicente
Calderón de Madrid para ver como Messi se coronaba campeón. Allí volvió a ver
como las camisetas del Atlético de Madrid y las del Barcelona tomaban cerveza
unas al lado de las otras en los bares. Y como los hinchas locales aplaudieron
la celebración de los campeones en su cancha dejando por unos minutos su
fanatismo histórico. Era difícil explicarle a Imanol el país barrabrava ante la
contundencia de todo lo que acababa de ver pero ensayé un par de frases para
que tratara de entender porque no podíamos resolver un dilema tan pequeño como
el de mantener la concordia entre los argentinos fanáticos de dos equipos de
fútbol diferentes.
Porque la tolerancia
no necesita de los presupuestos abultados ni del PBI de una sociedad
desarrollada. La tolerancia tiene que ver con la prioridad por la educación y
con el mensaje que las dirigencias les transmiten a sus ciudadanos. La
tolerancia es una opción de vida. Se puede tardar mucho tiempo en dejar de ser
un país pobre pero el camino es más corto si se elige ser tolerante. Le conté a
Imanol que ellos, los ingleses, también habían sufrido el escarnio de la
violencia en el fútbol. Que sus barrabravas se llamaban hooligans y que sólo la
decision del Estado, el Gobierno, la policia, los clubes y los hinchas habían
podido terminar con el flagelo. Que los hooligans ahora eran sólo un mal
recuerdo y que el fútbol se podía disfrutar como él lo estaba disfrutando
ahora.
- ¿Y vos crees que
los visitantes van a volver a la cancha y no nos vamos a pelear más?
La pregunta, otra vez, era simple y lógica. Pero la
respuesta no. Le dije a Imanol lo que todo padre responde cuando lo invade el
pesimismo.
- Ojalá…
Ojalá Imanol pueda decirte pronto que sí, que somos capaces
de resolver un tema tan menor como la violencia en el fútbol. Ojalá que sí
podamos hacerlo porque eso significará que también podremos resolver cuestiones
más complejas como la inflación, la inseguridad y la pobreza. Ojalá que la
Argentina cambie pronto sus prioridades para poder salir de este ensueño de
atraso y de ideales perdidos. Ojalá que ningún presidente vuelva, como
Cristina, a elogiar a los barrabravas por cadena nacional o a financiar su profesión
mafiosa y sus viajes al Mundial con plata del Estado. Ojalá Macri no vuelva a
pasar diez años por la presidencia de Boca sin resolver la relación oscura del
club con los violentos. Ojalá Massa pueda evitar alguna vez que la barra
explote los quioscos de la cancha de Tigre. Ojalá no vuelvan a manejar el
fútbol tipos como Julio Grondona. Y que podamos ver los partidos sin ser
ametrallados con propaganda política de la peor estofa. Ojalá que los hinchas
pacíficos no volvamos a ser cómplices regalándoles el aplauso, el silencio o la
pasividad a la impunidad barrabrava. Ojalá que el fútbol vuelva a ser una
fiesta para todos los sectores sociales. Un pasatiempo formidable para
compartir en familia y seguir transmitiéndolo como parte del adn a hijos y nietos.
Todo eso es lo que te digo Imanol cuando te digo ojalá. Pero te confieso que
estamos muy lejos de conseguirlo. El ojalá de hoy es apenas una expresión de
deseos. Pero no creas que pienso rendirme. El ojalá de hoy es también un
compromiso para que el futuro no sea siempre ese viaje triste y decepcionante a
la Argentina de los sueños imposibles.
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