Por Luis Gregorich |
Los regímenes autoritarios o populistas tienen una
incansable propensión a distribuir sus señas de identidad -sus nombres, sus
rostros, sus imágenes- en los espacios públicos que administran. Cada
designación de una calle, de una escuela, de un hospital o de un centro
cultural constituye un mecanismo de apropiación simbólica que pretende ligar el
poder con una imposible inmortalidad.
Por el contrario, las democracias asumidas como tales,
aunque a veces sucumben ante la misma tentación, resignifican esos espacios con
etiquetas menos politizadas, que terminan conquistando una legalidad más
duradera. De todos modos, nada es seguro, nada garantiza que convivan la
perdurabilidad y el mérito.
Entre nosotros el peronismo, fuerza política hegemónica de
los últimos 70 años (con algunas lagunas que no han hecho más que confirmar esa
hegemonía), ha sido implacable en dejar sus huellas. Las avenidas, caminos o
bulevares que llevan los nombres del ex presidente Perón y de su esposa Eva son
frecuentes. En realidad, en el caso de Eva Perón parece existir una
especialización: la mayoría de los bautizos se han producido, a lo largo del
país, en pequeños y grandes hospitales. La novedad más reciente consistió en
desviarse de esta opción clásica y en ilustrar el nuevo billete de 100 pesos.
Los billetes de banco han sido, en muchos países, los depositarios de la manía
ilustradora, que usó los retratos de reyes, reinas, primeros magistrados y
dictadores duros o blandos. Hay que destacar la voluntad integradora de algunos
Bancos Centrales del mundo (no de la Argentina) que, con buen criterio,
mandaron imprimir sus billetes con las imágenes de poetas famosos, reconocidos
científicos o luchadores por los derechos humanos.
El kirchnerismo, que se considera la etapa superior del
peronismo, se ha complacido en heredar los rebautizos e imposiciones de nombres
-de un solo nombre, en realidad-, y una multitud de lugares e inmuebles de la
Argentina han pasado a llamarse "Néstor Kirchner". Si bien el impacto
es mayor, incluso con una estética monumentalista, en la provincia de Santa
Cruz, de la que era nativo el ex presidente, también en otras partes la
costumbre se ha extendido.
Un buen ejemplo lo proporciona una de las obras de
intervención arquitectónica más espectaculares y costosas, llevada a cabo en la
ciudad de Buenos Aires y cuya inauguración parcial acaba de tener lugar. Se
trata de la restauración y puesta en valor del notable edificio del viejo
Palacio de Correos, o Correo Central, situado en el bajo, frente a Puerto
Madero. La obra, en la que se han gastado ya casi 2500 millones de pesos,
apunta a ser un gran centro cultural, con un imponente auditorio de conciertos,
varias salas más chicas (no podía faltar una que se llamase Eva Perón), salones
para exposiciones y muestras de arte, y para cine, además de otras
instalaciones de interés cultural. Será la sede de la Orquesta Sinfónica
Nacional y de otras agrupaciones menores.
Aplaudimos este proyecto, si bien no podemos hacernos cargo
de diversos aspectos técnicos ni de su gestión presupuestaria. Nuestra ciudad,
que posee dos magníficos teatros -el Colón, de ópera, en la jurisdicción de la
ciudad, y el Cervantes, de prosa, en jurisdicción nacional-, necesitaba un
moderno auditorio para conciertos sinfónicos y corales, que consolidara el
sello de Buenos Aires como ciudad musical de excelencia. ¿Cuál es, entonces, el
motivo de queja, la impresión (para emplear una expresión popular) de que nada
nos viene bien?
La disconformidad, si se nos permite, es esta vez de orden
ético, quizá poco importante en medio del desbarajuste institucional en que
vivimos, pero que de todos modos debe ser planteada. La obra que comentamos fue
conocida, en un primer anuncio al país que se formuló en 2010, como el
"Centro Cultural del Bicentenario". No quedamos conformes porque el
nombre era muy convencional, pero las fechas y las dimensiones de la obra lo
justificaban.
Ocurre que tampoco quedó conforme la Presidenta, porque el
21 de noviembre de 2012 hizo promulgar la ley Nº 26.794, obtenida en un trámite
exprés, sin presencia de la oposición ni consulta a la comisión de Cultura. Esa
ley, como puede suponerse, cambiaba el nombre del nuevo emprendimiento, que
pasaba a llamarse "Centro Cultural Kirchner", tal como se sigue
denominando hoy. ¡Otra vez la pulsión rebautizadora se había manifestado, y
después de sólo dos años de vigencia del nombre original! ¡Y de nuevo, ahora,
caracterizó un acto que podía haber reunido, en un ejemplo de diversidad, a
oficialistas y opositores, y que cedió ante el partidismo y la propaganda
electoral!
Como simple ciudadano que desde hace mucho tiempo está
interesado en los temas culturales, me pregunté qué nombre habría elegido yo
para que figurara en el frente del viejo edificio de Correos restaurado. Pensé,
primero, en quienes son, quizá, y por diferentes motivos, los dos músicos
argentinos más importantes: Alberto Ginastera y Ástor Piazzolla. En cualquier
caso, habría sido un acto de justicia, pero el hecho es que buscaba algo menos
obvio.
Por fin me detuve en un nombre que admiro desde siempre y
que me parece una de las más netas expresiones del genio argentino: la actriz y
escritora Niní Marshall, que más allá de sus impagables películas y programas
radiales fue una intérprete única de nuestra diversidad étnica y cultural y, sobre
todo, de los matices de nuestra lengua, el español rioplatense. No, no era una
simple actriz cómica, y su creatividad no ha recibido aún el homenaje que
merece.
Y ahora, señora Presidenta, y hablando muy en serio: ya que
el nombre del nuevo Centro no está disponible, ¿por qué no ilustrar con el
rostro de Niní Marshall, lúcido y sonriente, alguno de esos billetes que tanto
nos acosan y desvelan?
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