Por Natalio Botana |
En un libro con una
dedicatoria entrañable, que consulto con frecuencia, se puede leer en la página
90: "Con el advenimiento del pueblo al poder político, aún lleno de
deficiencias y frustraciones, la política ha salido a plena luz, abandonando la
zona de misterio. Sobrevive como residuo en la llamada política realista, la
que tiene por fin el poder por el poder mismo, traducida en el sórdido imperio
de la seducción y el sometimiento, la corrupción, la venalidad y la fuerza.
A
ella se opone la política idealista, que se opone a la deshonestidad, la mala
fe, la inmoralidad". El libro se titula Teoría de la política en el siglo
XXI y su autor es Carlos S. Fayt.
Aludo a Carlos Fayt por dos motivos. El primero no requiere
mayores explicaciones ante la durísima arremetida del Poder Ejecutivo,
sustentada en la sumisión del oficialismo en el Congreso, contra el ministro de
la Corte Suprema de Justicia. Arremetida injusta y desesperada. Mi cita quiere
ser, en este sentido, un testimonio de honda solidaridad.
El segundo motivo es más amplio porque, de la mano de esta
referencia, nos permite abordar nuestra compleja situación cuando nos
aproximamos a las fechas clave del proceso electoral. Es que la política, como
apunto junto Fayt, tiene al mismo tiempo una función de crítica,
desenmascaramiento y reconstrucción.
Esta triple orientación supone un resorte ético que pretende
revelar lo que el poder esconde o recubre, si puede hacerlo, mediante la
impunidad. Pero hay algo más. Desde hace más de veinte años venimos diciendo
-con escasos resultados, debo confesar- que la Argentina no termina de
encontrar su rumbo en medio de la confrontación entre hegemonía y república. A
la primera se la llama democracia populista; a la segunda, democracia
republicana.
Lo que más nos complica es la larga duración de esta
querella que, aun en vísperas de una alternancia impuesta por la Constitución,
no baja sus brazos a despecho de oposiciones y resistencias. La insistencia en
la batalla tiene por objeto prolongar el poder más allá del período
constitucional que fenece; la resistencia denota, en cambio, la voluntad de la
oposición para trazar líneas de defensa, haciendo valer el contrapoder del
tercio de sus senadores en temas álgidos como la composición de la Corte o los
proyectos de juicio político (contrapoderes necesarios aunque condicionados por
oportunismos inesperados).
Habría que preguntarse a qué punto conduce esta obsesión por
someter a la prensa y a la Justicia. A diferencia de Venezuela, donde con la
condescendencia de las cancillerías latinoamericanas se agrede sin
contemplaciones a las libertades, en la Argentina sobrevive un empate. Si bien
no se llega a tanto, la dinámica hegemónica no cesa y se reabastece mediante un
juego de pinzas: de un lado, colonizando el Estado para instalar a su séquito
en la planta permanente del mismo; de otro, implantando en la Justicia las
palancas necesarias para asegurar la impunidad de los gobernantes.
Es curioso cómo en este siglo XXI reaparecen antiguas
instituciones: el gran temor de los que mandan no son tanto los juicios a
sustanciar en estos meses. Son los "juicios de residencia" que
podrían llegar más tarde en el contexto de un posible cambio de gobierno. Esta
perspectiva no tranquiliza al Gobierno ni infunde serenidad a las oposiciones. La
razón es obvia: si tuviésemos una democracia en forma, este cambio no
suscitaría una atmósfera tan pesada.
No nos movemos en suelo estable, por lo cual las
expectativas circulan exclusivamente por la democracia electoral que
practicamos con gran intensidad (el caso extremo es la posible indigestión de
los porteños luego de la asistencia obligatoria a seis comicios entre abril y
noviembre). Las oportunidades para salir del pantano institucional en que
venimos chapoteando están pues ligadas a los resultados en este primer nivel de
la democracia
De estas elecciones podría desprenderse por tanto un cambio
constructivo: la calidad de la vida, cívica y privada sin excluidos ni
marginales; el respeto a la división de poderes, un desarrollo sustentable, la
aptitud para mirar el largo plazo y la puesta en marcha de un conjunto de
políticas de Estado. En resumen: construir la democracia institucional y abrir
cauce a una democracia de ciudadanos con más igualdad.
No es poco, sobre todo cuando advertimos que, en esta
materia, se imponen desde 1983 dos tendencias: la tendencia al dominio
hegemónico de una mayoría (por ejemplo, elecciones de 2007 y 2011) y la
tendencia a una polarización entre partidos y, ahora, candidaturas articuladas
en un frente.
¿Estaremos caminando hacia la polarización, es decir, la
captura del 70% de los sufragios por dos candidatos? Es lo que parecen indicar
las encuestas siempre que tengamos presente el encabezamiento de una nota del
Financial Times a propósito de la victoria conservadora en las últimas
elecciones británicas: "Ni los laboristas, ni los liberales: los
encuestadores fueron los que sufrieron la peor paliza".
El interrogante acerca de la polarización debe además
atender al hecho de que, hasta nuevo aviso, la Argentina electoral es una rara
avis en América latina, pues la primera vuelta consagra la victoria de un
candidato sin llegar a disputar un ballottage. Esta experiencia se verifica a
partir de la reelección de Carlos Menem en 1995 cuando, de la mano de la
reforma constitucional de 1994, rigió la mayoría necesaria del 45% para elegir
directamente al presidente (o del 40% con diez puntos porcentuales de diferencia
con el segundo). Son, por consiguiente, cinco elecciones presidenciales de un
total de siete desde 1983.
Como quiera que sea, más allá de las hipótesis de la
polarización Scioli-Macri, o de una competencia entre tres: Scioli-Macri-Massa,
hay un sustrato de carencias e ineptitudes para resolver problemas de fondo que
permanece inalterable mientras estalla un festival de encuestas, espectáculos
conducidos por animadores, imitadores y tiros al aire para conquistar imagen a
cualquier precio. Vista desde el ángulo de este grotesco desfile de candidatos,
la política baila en la Argentina. Y a los que no bailan o no son invitados, la
gente no parece prestarles mayor atención.
Señal de una reversión de estilos y actitudes. En el párrafo
citado al comienzo, Carlos Fayt no habla de gente, ni de consumidores, ni de
televidentes; nos habla de pueblo y ciudadanía -el fundamento clásico de la
soberanía democrática- al que puede desfigurar la búsqueda del poder por el
poder mismo y el engaño fraguado para satisfacer dichos propósitos. Esta
fractura del telos, de la finalidad ínsita en la democracia, nos puede encerrar
en la penumbra que oculta corrupciones y malversaciones. Que todo cambie para
que nada cambie, como decía algún espectador desencantado de lo que pasaba a su
alrededor.
Tal vez sea éste un componente de nuestra circunstancia
ahogada por ídolos de diversa factura. Afortunadamente no es éste el único
ingrediente de nuestra circunstancia, porque una lógica democrática más
profunda tiene la virtud de abrir caminos alternativos en procura de consensos,
decencia y racionalidad pública: la política inspirada en una sobria visión de
la realidad que no abdica de los ideales. Más allá de los cálculos numéricos de
los candidatos, de la desesperación y el miedo por aferrarse a posiciones
establecidas, estos destellos alumbran a ratos a nuestro país. No los de la
farándula, sino los de la buena política a plena luz.
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