lunes, 18 de mayo de 2015

En la Argentina, la política baila

Por Natalio Botana
En un libro con una dedicatoria entrañable, que consulto con frecuencia, se puede leer en la página 90: "Con el advenimiento del pueblo al poder político, aún lleno de deficiencias y frustraciones, la política ha salido a plena luz, abandonando la zona de misterio. Sobrevive como residuo en la llamada política realista, la que tiene por fin el poder por el poder mismo, traducida en el sórdido imperio de la seducción y el sometimiento, la corrupción, la venalidad y la fuerza.

A ella se opone la política idealista, que se opone a la deshonestidad, la mala fe, la inmoralidad". El libro se titula Teoría de la política en el siglo XXI y su autor es Carlos S. Fayt.

Aludo a Carlos Fayt por dos motivos. El primero no requiere mayores explicaciones ante la durísima arremetida del Poder Ejecutivo, sustentada en la sumisión del oficialismo en el Congreso, contra el ministro de la Corte Suprema de Justicia. Arremetida injusta y desesperada. Mi cita quiere ser, en este sentido, un testimonio de honda solidaridad.

El segundo motivo es más amplio porque, de la mano de esta referencia, nos permite abordar nuestra compleja situación cuando nos aproximamos a las fechas clave del proceso electoral. Es que la política, como apunto junto Fayt, tiene al mismo tiempo una función de crítica, desenmascaramiento y reconstrucción.

Esta triple orientación supone un resorte ético que pretende revelar lo que el poder esconde o recubre, si puede hacerlo, mediante la impunidad. Pero hay algo más. Desde hace más de veinte años venimos diciendo -con escasos resultados, debo confesar- que la Argentina no termina de encontrar su rumbo en medio de la confrontación entre hegemonía y república. A la primera se la llama democracia populista; a la segunda, democracia republicana.

Lo que más nos complica es la larga duración de esta querella que, aun en vísperas de una alternancia impuesta por la Constitución, no baja sus brazos a despecho de oposiciones y resistencias. La insistencia en la batalla tiene por objeto prolongar el poder más allá del período constitucional que fenece; la resistencia denota, en cambio, la voluntad de la oposición para trazar líneas de defensa, haciendo valer el contrapoder del tercio de sus senadores en temas álgidos como la composición de la Corte o los proyectos de juicio político (contrapoderes necesarios aunque condicionados por oportunismos inesperados).

Habría que preguntarse a qué punto conduce esta obsesión por someter a la prensa y a la Justicia. A diferencia de Venezuela, donde con la condescendencia de las cancillerías latinoamericanas se agrede sin contemplaciones a las libertades, en la Argentina sobrevive un empate. Si bien no se llega a tanto, la dinámica hegemónica no cesa y se reabastece mediante un juego de pinzas: de un lado, colonizando el Estado para instalar a su séquito en la planta permanente del mismo; de otro, implantando en la Justicia las palancas necesarias para asegurar la impunidad de los gobernantes.

Es curioso cómo en este siglo XXI reaparecen antiguas instituciones: el gran temor de los que mandan no son tanto los juicios a sustanciar en estos meses. Son los "juicios de residencia" que podrían llegar más tarde en el contexto de un posible cambio de gobierno. Esta perspectiva no tranquiliza al Gobierno ni infunde serenidad a las oposiciones. La razón es obvia: si tuviésemos una democracia en forma, este cambio no suscitaría una atmósfera tan pesada.

No nos movemos en suelo estable, por lo cual las expectativas circulan exclusivamente por la democracia electoral que practicamos con gran intensidad (el caso extremo es la posible indigestión de los porteños luego de la asistencia obligatoria a seis comicios entre abril y noviembre). Las oportunidades para salir del pantano institucional en que venimos chapoteando están pues ligadas a los resultados en este primer nivel de la democracia

De estas elecciones podría desprenderse por tanto un cambio constructivo: la calidad de la vida, cívica y privada sin excluidos ni marginales; el respeto a la división de poderes, un desarrollo sustentable, la aptitud para mirar el largo plazo y la puesta en marcha de un conjunto de políticas de Estado. En resumen: construir la democracia institucional y abrir cauce a una democracia de ciudadanos con más igualdad.

No es poco, sobre todo cuando advertimos que, en esta materia, se imponen desde 1983 dos tendencias: la tendencia al dominio hegemónico de una mayoría (por ejemplo, elecciones de 2007 y 2011) y la tendencia a una polarización entre partidos y, ahora, candidaturas articuladas en un frente.

¿Estaremos caminando hacia la polarización, es decir, la captura del 70% de los sufragios por dos candidatos? Es lo que parecen indicar las encuestas siempre que tengamos presente el encabezamiento de una nota del Financial Times a propósito de la victoria conservadora en las últimas elecciones británicas: "Ni los laboristas, ni los liberales: los encuestadores fueron los que sufrieron la peor paliza".

El interrogante acerca de la polarización debe además atender al hecho de que, hasta nuevo aviso, la Argentina electoral es una rara avis en América latina, pues la primera vuelta consagra la victoria de un candidato sin llegar a disputar un ballottage. Esta experiencia se verifica a partir de la reelección de Carlos Menem en 1995 cuando, de la mano de la reforma constitucional de 1994, rigió la mayoría necesaria del 45% para elegir directamente al presidente (o del 40% con diez puntos porcentuales de diferencia con el segundo). Son, por consiguiente, cinco elecciones presidenciales de un total de siete desde 1983.

Como quiera que sea, más allá de las hipótesis de la polarización Scioli-Macri, o de una competencia entre tres: Scioli-Macri-Massa, hay un sustrato de carencias e ineptitudes para resolver problemas de fondo que permanece inalterable mientras estalla un festival de encuestas, espectáculos conducidos por animadores, imitadores y tiros al aire para conquistar imagen a cualquier precio. Vista desde el ángulo de este grotesco desfile de candidatos, la política baila en la Argentina. Y a los que no bailan o no son invitados, la gente no parece prestarles mayor atención.

Señal de una reversión de estilos y actitudes. En el párrafo citado al comienzo, Carlos Fayt no habla de gente, ni de consumidores, ni de televidentes; nos habla de pueblo y ciudadanía -el fundamento clásico de la soberanía democrática- al que puede desfigurar la búsqueda del poder por el poder mismo y el engaño fraguado para satisfacer dichos propósitos. Esta fractura del telos, de la finalidad ínsita en la democracia, nos puede encerrar en la penumbra que oculta corrupciones y malversaciones. Que todo cambie para que nada cambie, como decía algún espectador desencantado de lo que pasaba a su alrededor.

Tal vez sea éste un componente de nuestra circunstancia ahogada por ídolos de diversa factura. Afortunadamente no es éste el único ingrediente de nuestra circunstancia, porque una lógica democrática más profunda tiene la virtud de abrir caminos alternativos en procura de consensos, decencia y racionalidad pública: la política inspirada en una sobria visión de la realidad que no abdica de los ideales. Más allá de los cálculos numéricos de los candidatos, de la desesperación y el miedo por aferrarse a posiciones establecidas, estos destellos alumbran a ratos a nuestro país. No los de la farándula, sino los de la buena política a plena luz.

© La Nación

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