Por Claudio Fantini
El totalitarismo va mutando, pero siempre se instala y crece
sin que la sociedad reaccione a tiempo.
En el siglo 20, el totalitarismo era un sistema socio-político
en el cual el poder era una burocracia omnisciente y omnipresente que llegó a
controlar la totalidad de las relaciones interhumanas. El instrumento de
control era la disolución del individuo en la masa.
Y para disolver la
individualidad de las personas se utilizaba, además de la propaganda a modo de
“vox dei” estableciendo el bien y el mal, el espionaje masivo capacitado para
auscultar la vida privada de las personas.
Una sociedad de seres perseguidos, que se saben observados y
controlados por el poder, es una sociedad de autómatas dispuestos a delatarse
entre sí y a simular adhesión fanática al régimen y creencia sin fisuras en la
versión oficial de la historia y del presente.
Ese fue el totalitarismo nazi-fascista y el totalitarismo
marxista-leninista. Idénticos en su esencia: la disolución del individuo por la
pérdida de su intimidad ante el ojo que todo lo ve: el Estado total.
A ese ojo que todo lo ve, George Orwell lo llamó “The Big
Brother” en su célebre novela 1984, que describe desde la ficción el
totalitarismo como esa realidad en la que “the big brother is watching you
always”.
Es lo que describe, desde la no ficción, el cineasta alemán
Florian Henkel von Donnesmarck en “Das leben der anderen”: la policía política
de Alemania Oriental, Stasi, infiltraba y escuchaba la intimidad de las
personas, o sea el Estado comunista por podía espiar “la vida de los otros”.
Lo que no imaginaron Orwell ni Von Donnesmarck es lo que vio
y mostró Peter Weir en “The Truman Show”: el totalitarismo del futuro ocurrirá
en la televisión. Es en la pantalla chica donde se morirá la intimidad y con el
ella el individuo.
En la ficción de Peter Weir, el personaje encarnado por Jim
Carrey es criado en un gigantesco set de televisión y no sabe que su vida no es
real, está rodeada de actores y es vista todo el tiempo por millones de
televidentes.
El director de ese reality cumple un papel de Dios, porque
decide sobre esa vida creada para la televisión, y al rol del Estado
totalitario lo cumple junto a la oceánica teleaudiencia que cree vivir
correctamente cuando lo que hace es cumplir el indigno rol del capitán de la
Stasi Gerd Wiesler, el agente HGW XX/7, que espía “la vida de los otros” en la
película alemana sobre el totalitarismo en la RDA.
En un arranque de sinceridad desvergonzada, el primer
reality show se llamó The Big Brother, la misma denominación con que Orwell
designó al estado totalitario. Así se llamó también el primer reality que se
hizo en Argentina y es el nombre del actual, producido y emitido por el canal
América.
En todos se da la misma denigrante escena: gente que
sacrifica su intimidad en el altar de la televisión, para ver si así se le abre
el camino al éxito. Ergo, este tipo de programas al que el actor Miguel Angel
Solá definió acertadamente como “experimento nazi”, se sirve de la
desesperación existencial que provoca la devastadora disyuntiva
“éxito-fracaso”. Los perdedores “no existen”.
Marshall McLuhan afirmó en las décadas del ‘60 y ‘70 que “el
medio es el mensaje” y que lo que no salga en televisión no ocurrirá. Las
patéticas personas que sacrifican su intimidad en el altar de la televisión,
colaborando de eso modo al nuevo totalitarismo, están convencidas de que la
existencia no se basa en el ser, sino en el aparecer, ser visto.
Como si su lema fuera “me muestro, luego existo”, coronan la
debacle ética provocada por la disyuntiva éxito-fracaso.
Los televidentes de esa patética capitulación del individuo,
practican la forma contemporánea del voyerismo. Aman espiar indecentemente por
el ojo de las cerraduras. Son la réplica real de esa sociedad de autómatas
mono-neuronales que vivían pegados al televisor para ver cada detalle de la
vida cotidiana de Truman Burbank.
Y ese personaje del film de Weir es el equivalente ficcional
de esos jóvenes deplorables que, por su propia voluntad, se entregan a ser
observados.
La diferencia es que los habitantes reales de la casa del
Gran Hermano han elegido entregar su libertad. Eligieron la indignidad del
encierro y del sacrificio de la intimidad, a cambio de fama para alcanzar el
éxito. Ergo, son una vergonzosa corroboración de lo afirmado por la escritora
española Rosa Montero, al sostener que “en la sociedad mediática de hoy, el
éxito no está relacionado con la gloria, sino con la fama. Y la fama es la
versión más barata, inestable y artificial del triunfo”.
A diferencia de los jóvenes que suicidan su dignidad y su
libertad en el altar de la televisión, Truman Burbank tuvo el honor de los
hombres libres. Por eso, al descubrir que su vida estaba dirigida por un Gran
Hermano y observada por una masa de autómatas voyeristas, aún sabiendo que allí
tenía una vida asegurada en la que nunca le faltaría nada, eligió la
inquietante pero digna incertidumbre de ser libre.
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