Por Jorge Fernández Díaz |
"Es absurdo dividir a la gente en buena y mala -decía
Oscar Wilde-. La gente es tan sólo encantadora o aburrida." El padre de
Dorian Grey ni siquiera intuyó al peronismo, pero seguramente quedaría perplejo
ante los actuales precandidatos del Frente para la Victoria, puesto que no son
aburridos, pero tampoco son encantadores. Juntos protagonizan la nueva fase del
movimiento nacional y popular, que podría denominarse "el kirchnerismo
Pimpinela".
Un breve pero intenso acting de recriminaciones (me
mentiste, me engañaste), para que al final lleguen las risas y los aplausos, se
enciendan las luces y resulte que en realidad son hermanos y que aquí no ha
pasado nada. El debate entre estos dos peronistas igualmente ortodoxos no gira
en torno de la lucha de clases, sino de un brazo ortopédico. Que sirve
alternativamente como alegoría de la presunta defección ideológica de su
propietario, como excusa para que la primera dama bonaerense victimice a su
marido y como acicate para que su contendiente le recuerde a ella los
tocamientos traseros de un imitador televisivo. Dicho sea de paso: las lágrimas
de Karina valen oro, y su maldición fue sutilmente inquietante y acaso bíblica:
"Cuando Daniel hace política no está deseando que los trenes
choquen". Dicen que un conocido analista político está guionando en
secreto sus exitosas apariciones; esperemos que ningún tren descarrile en los
próximos días.
Todo este apasionante coloquio doctrinario y altruista se
combina con la irrupción danzante de Alberto Samid, que juega ajedrez con
Scioli y habla en su nombre, y con la no menos bizarra visita de Randazzo a la
Biblioteca Nacional, donde se lo recibió como al camarada Lenin después de
Siberia. Algunos de esos queridos profesores, a quienes se les nota en el
semblante una cierta orfandad crepuscular, son los mismos que puestos a elegir
entre Sarlo y Boudou se quedaron con el guitarrista de Puerto Madero. En la
desesperación de la hora, han transformado a aquel delfín de Menem y Duhalde en
este Mao Tsé-tung de los ferrocarriles. Un progre de la primera hora que hasta
hace cinco minutos se reunía a puertas cerradas con periodistas y confesaba en
voz baja la impotencia que sentía frente a los dislates de su jefa. Por favor,
nada que ver este revolucionario sandinista de los pasaportes con el peronista
ramplón de Villa La Ñata, parecen creer los ilusos pensadores: algunos son
recién llegados al peronismo y a veces no pueden resistirse a comprar héroes
retóricos de outlet y a ser un poquito gorilas. Le celebraron a Florencio la
parodia sciolista de las palabras "consenso" y "diálogo",
pero esos vocablos no son privativos del aborrecido rival, sino del papa
Francisco, a quien ahora los cristinistas veneran. Cuidado, compañeros, que el
Vaticano llama y se queja directamente en Balcarce 50. Acto seguido, Lenin tuvo
una frase desafortunada sobre el "proyecto manco", y los
intelectuales se agarraron la barriga de la risa. ¿Qué habría sucedido si
Rodríguez Larreta se hubiera burlado de la silla de ruedas de Michetti? Carta
Abierta habría escrito un frondoso y apocalíptico texto anunciando el
advenimiento del Tercer Reich.
La pregunta que se formulan todos estos personajes es la
misma: ¿Cristina hará la Gran Macri e intervendrá expresamente a favor de
Randazzo? ¿O sólo lo está utilizando para bajarle el precio al gobernador?
Nadie sabe la respuesta, aunque en la oposición tienen champagne helado por si
acaso la Presidenta se inclina en favor del adalid de Chivilcoy, que no capta
independientes y sólo caza en el zoológico. Pocos opositores piensan que
tendrán tanta suerte. Más bien conjeturan que ella está buscando reducirle la
velocidad a la moto naranja, contener a los más díscolos en un confortable
sidecar y, de paso, hacer más competitiva la interna para aumentar el volumen
general de votos. Ya saben: los peronistas somos como los gatos, parece que nos
estamos peleando y en verdad nos estamos reproduciendo. Pero desde que Calígula
nombró cónsul a su caballo, no hay certezas absolutas en la política. Como sea,
la doctora deberá cuidarse mucho de no quedar atrapada por el fuselaje de la
nave que será derribada en las primarias abiertas, porque entonces no podrá
despegarse de la ponzoñosa idea de que fue precisamente ella la gran derrotada.
Y ella no quiere perder ni al Candy Crush. Es por eso que se la imaginan dentro
del avión de combate, palmeando la espalda del piloto, pero acariciando con
lujuria el botón rojo, por si hubiera que eyectarse a último momento.
Celosa hasta la patología del protagonismo que van teniendo
quienes aspiran a sucederla, dispuesta cueste lo que cueste a no ser olvidada y
a utilizar para ello multimillonarias sumas que aportan los pobres
contribuyentes y un Estado exhausto del que deberán hacerse cargo los próximos
gobernantes, Cristina se lució esta semana más faraónica que nunca.
"¿Pagar la cuenta? ¡Qué costumbre tan absurda!", bromeaba Groucho. El
fastuoso Centro Cultural Kirchner tiene el tamaño de su herida: me voy pero no
se van a deshacer de nosotros. La presidenta de la Nación descartó a Marechal,
a Gelman y a Favio, y eligió bautizar el emprendimiento con el nombre de su
propio esposo. Ese pecado nepotista no sólo aberreta tanto monumentalismo
políticamente correcto, sino que confirma el carácter unipersonal de un proyecto
que presume de colectivo. A los Kirchner jamás les interesó la cultura, salvo
para colonizarla con billetes y protegerse con ella de sus políticas rapaces, y
Cristina actúa ahora como un mal narrador que desecha la sutileza y que remarca
groseramente las cosas como si el lector fuera un estúpido. Sin las alusiones a
Néstor y sin el sospechoso despilfarro, el centro cultural podría haber sido
incuestionable. Pero ella no puede con su genio y parece caer una y otra vez en
el viejo chiste del absurdo: "Me pregunto, ¿qué haría yo sin mí?".
Mientras los Pimpinela del pejotismo daban espectáculo, la
reina iniciaba un impresionante raid para adueñarse definitivamente de los
derechos humanos (por eso una ceremonia en la ESMA), presentarse como la
reencarnación personal de Scalabrini Ortiz (por eso un acto en Retiro),
convertirse en la gran mecenas de las artes (por eso la inauguración del
Correo), ofrecerse como la síntesis de los valores populares del cristianismo
(por eso el autopromocionado tedeum en Luján) y mimetizar la gesta kirchnerista
con la Revolución de Mayo (por eso el megaconcierto de rock que el lunes
servirá de anzuelo para multitudes apolíticas). La Patria soy yo.
Luego está la intención de chafarse el sentido
sanmartiniano, trasladando pomposamente el famoso sable corvo desde el
Regimiento de Granaderos hasta el Museo Histórico. Esa espada de 95 centímetros
es sencilla y despojada, sin arabescos de oro ni piedras preciosas, y es
también el símbolo de la austeridad de su dueño, que la adquirió de segunda
mano en una tienda de Londres y que se sentiría profundamente avergonzado por
estas lujosas fanfarrias. Algunos consejos finales del general San Martín para
el kirchnerismo Pimpinela y para la suntuosa arquitecta egipcia: "Por
inclinación y principios, amo el gobierno republicano y nadie, nadie lo es más
que yo. Sacrificaría mi existencia antes de echar una mancha sobre mi vida
pública que se pudiera interpretar por ambición. El lujo y las comodidades deben
avergonzarnos como un crimen de traición a la patria".
© La Nación
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