Por Guillermo Piro |
En otros tiempos, cuando Europa estaba formada por
diferentes reinos más o menos grandes, era una práctica frecuente que una
pareja real que no podía tener descendencia comprara el hijo recién nacido a
unos pobres campesinos para adoptarlo y criarlo según reales preceptos. Esto se
solía hacer silenciando a los padres amenazándolos con la pena de muerte,
porque nadie debía saber que el sucesor del trono no era legítimo.
En algunos
casos la amenaza se cumplía, incluso antes de que los pobres campesinos se atrevieran
a romper el acuerdo, con lo cual queda demostrado el carácter previsor de la
monarquía europea.
El hijo de un minero fue intercambiado intencionalmente por
su nodriza porque el rey deseaba tener un hijo rubio y la reina había dado a
luz un hijo morocho (los reyes europeos solían tener ese tipo de caprichos, es
por eso, entre otras cosas, que se le achaca al sistema monárquico
características propias de la infancia y la pubertad, mientras, según dicen, la
monarquía parlamentaria, que aún rige en algunos países europeos, equivaldría a
la adultez; pero hay que tomar todas estas consideraciones con pinzas, porque
no son más que conjeturas carentes de pruebas).
La reina y la mujer del minero habían muerto en el parto y
el padre del niño rubio estaba tan apenado por la muerte de su esposa que ni
siquiera se había tomado el trabajo de mirar a su hijo. Así que tan sólo el rey
y la nodriza estaban al tanto del intercambio. Para evitar que la nodriza
hablara, el rey la hizo ejecutar con pulcritud apenas se concretó el
intercambio. Los dos niños crecieron recibiendo una buena, aunque naturalmente
muy diferente, educación.
Después de más o menos veinte años el hijo ilegítimo del
rey, que ahora, después de la muerte de su padre, ocupaba el trono, decidió dar
una fiesta. A esta fiesta fue invitada también la familia de un farmacéutico de
la localidad. El auténtico hijo del rey trabajaba para esta familia como
cochero y sirviente. Como casi pertenecía a la familia se lo vistió
adecuadamente y se le permitió participar de la fiesta acompañando a los
señores. El rey, que había hablado con varias de las damas presentes, acababa
de fijarse en una particularmente bella. El auténtico hijo del rey le pidió
bailar una pieza precisamente a esa dama, en el mismo momento en que el rey se
disponía a hacerlo. El rey se enojó con el cochero del farmacéutico por
atreverse a querer adelantarse a él, nada menos que el rey, en la elección de
una pareja para el baile. El auténtico hijo del rey reaccionó de acuerdo con su
educación, pidiendo disculpas y abandonando la fiesta de inmediato. Y bajo la
luz de la luna descubrió toda la verdad al ver que sus lágrimas eran reales.
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