Por Gabriela Pousa |
Son tantos y tan pocos los temas que hacen al panorama
político nacional que, por un instante, todo análisis se torna en exceso banal.
Y es que la Argentina, pese a la gravedad de los síntomas, está enferma de
banalidades. Nada reviste real importancia. Aquello que hace 24 horas parecía
una cuestión de vida o muerte se deshace frente a la nimiedad más básica
vendida como trascendente. Distinguir aquello de vital importancia de lo
efímero y superfluo se ha tornado trabajo de Sísifo.
La agenda, elaborada en Balcarce 50, se presenta como una
novela. Espectadores pasivos, vamos devorando capítulo por capítulo, aun cuando
no hallemos un hilo conductor que nos defina el argumento. Puede que cambien
protagonistas y elenco pero el guión sigue siendo el mismo.
De allí que siempre estemos abstraídos en medio de historias
sin final. Nadie come perdices. Todo es perpetuo desenlace hacia ninguna parte.
Gracias si dejan algo de suspenso para evitar una fuga masiva ante el hartazgo
de la tira. Argentina es un prólogo perpetuo. Vivimos un eterno comienzo de
situaciones que nunca terminan de pasar. Siempre están pasando… El gerundio es
la conjugación más usada cuando de política se trata.
El ‘eterno retorno’ de Nietzche cobra forma propia, y se
presenta frente a nosotros como un “aquí y ahora” anulando toda posibilidad de
avanzar. Lo que llamamos progreso o desarrollo es algo ilusorio. En el camino
nos movemos como cangrejos: hacia atrás. Y es que es atrás donde parece estar
nuestra identidad.
Es como si el futuro no estuviese hecho para nosotros, o
quizás nosotros no fuimos hechos para el futuro. Otro mito que compramos por
comodidad. Por eso la vida se desenvuelve en un desvirtuado “Carpe Diem”,
aceptado apenas porque suena bien.
Pero no es posible vivir sin proyectarse. La cronología nos
determina, y pone fecha de vencimiento. De allí que, de golpe, nos sintamos
viejos, cansados, como si estuviésemos de vuelta de todo cuando aún no hemos
llegado a ningún lado. Enfrentarse a antiguas portadas de diarios puede ser un
ejercicio lapidario para la esperanza que acunamos. No hay novedades en los
hechos, cada escena es una copia más o menos nítida, de un film que hemos
protagonizado años ha.
Ni el fiscal Alberto Nisman, muerto hace más de cuatro
meses, ni la afrenta al juez Carlos Fayt son noticias del presente. Con otros
nombres, idénticas situaciones ya tuvieron lugar en esta geografía. Puede que
no haya habido una bala, puede que no se hayan apagado 97 velitas, pero sí hubo
un fiscal descartado como un muerto, y sí ha habido jueces perseguidos por
intereses mezquinos, sin humanidad.
No vivimos, revivimos lo que ya ha pasado. Y no hay modo más
sutil de quedar estancados. Cuando creímos avanzar, en realidad estábamos en un
entreacto. Antes o después, volvemos a entrar al mismo teatro. De allí que ni
siquiera nuestra melancolía sea tal. Lo que añoramos son las ganas de
transformar algo, y no la transformación en si. Heredamos ese espíritu de Il
Gattopardo. Dejamos todo como está para convencernos de que algo hemos
cambiado.
Es verdad que somos los mejores escenógrafos: una mano de
pintura basta para que creamos que nos hemos mudado. Sin embargo, no hemos
salido jamás de acá. ¿Suena muy lapidario? El fracaso suele tener sabor amargo,
pero debería enseñarnos, y obrar como motor para que el triunfo no siga
esperando. Si confiásemos en nosotros podríamos alcanzarlo, pero la
incredulidad en la dirigencia en general ha sido un boomerang. No nos resulta
fiable ni el espejo.
En el trance de revivir pasados, el gas pimienta que tiró “el
panadero”, ya nos había infectado. Además, si bien se mira, ese aerosol es el
que nos arrojó el kirchnerismo cuando nos convenció que las cuotas para un
electrodoméstico eran sinónimo de prosperidad y bienestar.
La cancha de Boca fue por un momento, el país reducido a 50
mil argentinos. La mayoría se portó bien, unos pocos destruyeron la algarabía.
Igual que en Argentina. Pero, ¿cuántos que vieron a los culpables de la
ignominia callaron por resignación o por temor?
Es parte de la hipocresía que vivimos. Se dijo que “fue un
papelón histórico” cuando hubo un sinfín de hechos parecidos, pero ya secó la
sangre de los muertos en “la puerta 12″, sin ir más lejos. Esa barbarie también
iba a ser una bisagra, un punto de inflexión. Y siguió pasando hasta que hoy,
la violencia en el fútbol suma ya 256 muertos.
El voluntarismo es tan efímero como la memoria de los
argentinos. Permanentemente esperamos que las cosas las cambien los demás. Y
“los demás” de los otros, somos cada uno de nosotros… Pocos países como la
Argentina escriben su historia plagiando páginas de la propia.
Si vamos al ámbito judicial, recuérdese lo sucedido con el
fiscal Esteban Righi, desplazado de la Procuración General por no garantizar
impunidad al vicepresidente Amado Boudou. Es cierto, no hay parangón entre un
desplazamiento y un “suicidado”. Pero los métodos se adecuan a los tiempos.
Antaño no te volaban
la cabeza para robarte un celular o una billetera, hoy el asalto comienza con
el disparo, luego lo que se llevan es otro tema. El ejemplo viene de arriba
hacia abajo y la violencia es moneda corriente en el Estado.
A su vez, ha pasado como “suicidio” la muerte del brigadier
Rodolfo Echegoyen, quien agonizó tras un tiro en la sien en diciembre de 1990,
pocos días después de renunciar como director de la Aduana. Echegoyen estaba
investigando un eventual tráfico de drogas con implicancias en el poder. En
1991 se archivó el expediente. Seis años más tarde, por presión familiar, se
reabrió el caso, y nuevas pericias determinaron que la pistola que mató al
funcionario fue disparada por otra persona.
Quien sabe, en el 2021, Sandra Arroyo Salgado o alguna de
sus hijas logre que se vuelva sobre el “suicidio”, planteado por una Junta
Médica donde, paradójicamente, los discípulos cuestionan al Maestro que les ha
enseñado cómo hacer una autopsia.
Y estamos citando apenas un par o dos de asuntos aislados
por cuanto, una enumeración de nuestros constantes “deja vu” demandaría una
enciclopedia más que una nota periodística. En este contexto, cabría
preguntarnos: “¿qué hay de nuevo en esta Argentina?”.
Todo cuanto acontece tiene antecedentes. Lo que varió, en el
peor de los casos, es la desvergüenza y el tupé con que hoy se mata, se miente,
se roba… Hasta hace algunos años, las conductas indecorosas estaban
necesariamente acompañadas de maniobras persuasivas, tendientes a no ser
descubiertas, a pasar desapercibidas.
Hoy, lo delictivo, lo inmoral, parecen ser motivo de
orgullo. Se muestra el botín, se ostenta la mentira y estar procesado por la
justicia ha pasado casi a ser un título nobiliario. Incluso, al criminal, cada
muerto le suma prestigio entre sus pares, y la sonrisa socarrona en el
delincuente es una constante. A este clima de anomia e inmoralidad nos han
llevado. Es el logro por excelencia de la “década ganada” por la indecencia.
Desde la Presidente hasta el último de sus funcionarios se
muestran como referentes de un éxito inexistente. A no ser que el fracaso
también haya mutado, y se presente como carta de triunfo en un país donde, el
Cambalache de Discépolo, es más creíble y fidedigno que el propio Himno.
Los laureles no fueron eternos, el ruido de las rotas
cadenas ha cesado. La magna gesta de Mayo se limita a un circo con recitales
“gratuitos”, punteros acarreando gente a micros, y una puesta en escena donde
lo que menos le interesa al pueblo es saber qué está pasando. Muchos lo saben
aunque no quieran. Y otros, si acaso lo descubrieran, tendrían que hacer algo.
Y “hacer” está ligado inexorablemente a un concepto que han borrado de cuajo:
trabajo.
Ante este desacato, las urnas se presentan como redentoras.
Entonces, quienes aún sienten algún interés por el suelo que están pisando,
aducen que no hay candidato capaz de ofrecer verdadero cambio. De allí que
escuchemos decir que el FPV tiene chances de seguir. Quizás sea menester
entender que para pasar del negro al blanco hay que transitar matices, más o
menos oscuros, más o menos grises… Pero quedarse en el negro sin intentarlo es
absurdo.
La operación política tendiente a instaurar que Daniel
Scioli y Florencio Randazzo no son kirchneristas de verdad es de por sí, un
escándalo. En ese sentido puede decirse que tampoco Cristina lo era antes del
2003. Una cortina de humo para que caigamos en la absurda esperanza de que la
continuidad nos traerá la novedad. El gobernador de Buenos Aires y el ministro
del Interior son parte de este engranaje de corrupción e inmoralidad.
Quedarse en la predica de “todos son iguales” es adoptar una
actitud de resignación, de necedad que no aporta un ápice, y que faculta a que
nos digan que los kirchneristas no son kirchneristas, sin pudor. Perdida la
esperanza, la única ganancia es para el “status quo” que nos mantiene presos en
una cárcel a la cual hemos entrado por voluntad propia, enceguecidos con
espejitos de colores ante una mujer que hablaba sin leer y de corrido…
Cristina Kirchner se equivoca en casi todo, y valga el
“casi” porque hay algo que de tan cierto quizás nos haya pasado inadvertido:
“Esta Presidente lleva dos mandatos consecutivos, y ha sido votada por la
mayoría del pueblo argentino”, sostuvo recientemente.
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