“Un gran artista nos
invita
no sólo a mirar sino a imaginar”
Por Carlos Fuentes |
Sócrates se sabía feo y rogaba por «la belleza interna».
Creo que no hay disposición más certera para juzgar «lo bello» que ésta:
pedirle al cuerpo que sea guía hacia el alma y, al alma, que nos permita
entender la posible armonía entre cuerpo y espíritu. Implícita en nuestra vida
está la cuestión de cómo se relacionan el alma y el cuerpo. ¿Son inseparables,
sólo los divide la neurosis o la muerte, sobrevive el alma al cuerpo o mueren, abrazados,
la una con el otro?
Lo feo es el cuerpo sin forma. El artista trata de reunir
todo lo disperso. No importa el tema, dolor, muerte, nacimiento, revolución,
poder, orgullo, vanidad, sueño, memoria, voluntad, no importa qué cosa anime al
cuerpo con tal de darle forma y entonces deja de ser feo y Sócrates tiene
razón. La belleza sólo le pertenece al que la entiende, no al que la tiene. La
belleza no es más que la verdad de cada uno de nosotros. La verdad y la belleza
de los cuerpos pero también de los juegos, de los sueños, de la solidaridad, de
la atención que le ponemos a las cosas y a los seres, de la comida y la bebida,
del poema y del canto, de la memoria y de la imaginación, la belleza de la
naturaleza, de la muerte y del misterio del día y de la noche.
En Los años con Laura Díaz, pongo estas palabras en boca de
una Frida Kahlo imaginaria, herida y sangrante en una cama de hospital:
Puedes mirarme sin
pudor... decir que me veo horrible, que no te atreves a mostrarme el espejo,
que a tus ojos hoy no soy bella, en este día y este lugar no soy bonita, y yo
no te contesto con palabras, te pido en cambio unos colores y un papel y
convierto el horror de mi cuerpo herido y mi sangre derramada en mi verdad y mi
belleza, porque sabes, amiga mía de verdad, de verdad mi cuata mía a toda
madre, ¿sabes?, conocernos a nosotros mismos nos vuelve hermosos porque
identifica nuestros deseos. Cuando desea, una mujer siempre es bella...
¿Y cuándo es deseada? El erotismo de la representación
plástica consiste en la ilusión de la permanencia de la carne. Como todo en
nuestro tiempo, el erotismo plástico se ha acelerado. Un medallón, un cuadro,
debieron suplir durante muchos siglos la ausencia del ser amado. La fotografía
aceleró la ilusión de la presencia. Pero sólo la imagen cinematográfica nos da,
a la vez, la evocación y su inmediatez. Ésta es ella como era entonces, pero
también como es ahora, para siempre.
Es su imagen, pero también su voz, su movimiento, su belleza
y su juventud imperecederas. La muerte, gran madrina de Eros, es vencida y
justificada, a un tiempo, por la reunión con el ser amado que ya no está a
nuestro lado, rompiendo el gran pacto de la pasión: siempre unidos, hasta la
muerte, tú y yo, inseparables.
Pero existe también —siempre ha existido— una belleza de lo
horrible.
La terrible y hermosa advertencia de la poesía barroca
española es que el alma «su cuerpo dejará», escribe Quevedo, mas «no su
cuidado; serán ceniza, mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado».
Prever la muerte del cuerpo no lo priva de su presencia, la acentúa pero no nos
exime de presentarle, en vida, el cuerpo al alma y el alma al cuerpo,
preguntándose: «¿Somos uno? ¿Somos armónicos?»
¿Depende la armonía del cuerpo y alma del ideal de belleza
que distintas culturas y distintos tiempos nos han presentado? A Rubens le
gustaban gordas y a Modigliani flacas y el ideal límpido de Botticelli no es el
antiideal malsano de Schiele. Sin embargo, de nuestro concepto de la belleza depende
nuestra elección de la belleza. ¿Por qué un cuerpo es bello y otro no? Nos
gusta lo que se parece a nuestro ideal. Una maravillosa modelo de la moda
actual pasaría por una tísica a los ojos del siglo XIX. Cindy Crawford sería
una moribunda en el harén de Delacroix.
Hace poco, la novelista chilena Marcela Serrano atribuía a
la mujer moderna la capacidad de cambiar de piel como las serpientes,
liberándose de fatalidades y servidumbres añejas. El símbolo de la piel
renovada me remite, mediante la concepción de Marcela Serrano, nuevamente a la
disociación o armonía entre cuerpo y alma. ¿Por qué un cuerpo es bello y otro
no? ¿Por qué hablamos de almas bellas y cuerpos feos, o de cuerpos hermosos y
almas horrendas? La desarmonía existe, sin duda. Lo que nunca falta es la forma
que tanto la armonía como la desarmonía pueden y deben asumir. ¿Qué
representaba la decapitada y deshumanizada diosa Coatlicue para los aztecas?
Quizás que una divinidad demanda inhumanidad. Pero, ¿no son tan lejanas como la
Coatlicue las bellísimas actrices de la pantalla o «las mujeres que pasan por
la Quinta Avenida, tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida», del poeta
mexicano Tablada?
Un artista sabe que no hay belleza sin forma pero también
que la forma de la belleza depende del ideal de una cultura. El artista
trasciende —parcial y momentáneamente— el dilema, añadiendo un factor: no hay
belleza sin mirada. Es natural que un artista privilegie a la mirada. Pero un
gran artista nos invita no sólo a mirar sino a imaginar. La forma femenina como
forma de belleza es también objeto de sensualidad olfativa (el «odor di
femmina» de Don Giovanni), de sensualidad aural (Coya y Buñuel y Beethoven
sordos tienen que imaginar las voces del cuerpo) y, en suma, de sensualidad
imaginativa. (Proust y Catulo celosos, Romeo y Quijote separados de Julieta y
Dulcinea, Samsa transformado en insecto, imaginan otro cuerpo perdido o
deseado.)
Pobre sería el arte de la belleza visual si excluyese la
prolongación de la mirada en lo táctil, lo auditivo, lo olfativo, lo «gostoso»,
como dicen los lusoparlantes. Y es que los seres humanos deseamos un placer
infinito que abarque todos nuestros sentidos. Pero no nos contentamos con ello.
Deseamos siempre algo más, algo que quizás ni siquiera sepamos concebir, pero
que nuestra imaginación y nuestros sentidos buscan, exigen, imaginan aunque ni
siquiera lo conciban. «Oh inteligencia, soledad en llamas, que todo lo concibe
sin crearlo.» Esta profunda intuición de José Gorostiza en el más grande poema
mexicano del siglo XX, le da palabras al gran dilema de la residencia en la
tierra: Desear una satisfacción infinita, pero que al mismo tiempo sea
temporal, un aquí y un ahora.
La belleza entrega su cuerpo no para decirnos que nos
contentemos con lo que el mundo nos da, no para limitar nuestro deseo y
pedirnos una conformidad cualquiera, sino para hacernos el regalo de un cuerpo
presente, un cuerpo aquí y ahora que no sacrifica, sin embargo, ninguna de sus
posibilidades, ninguno de sus puede y ninguno de sus nunca. En el arte se
encuentran, para quien sepa mirar, el ideal del cuerpo y su negación; la
armonía del cuerpo con el alma pero también su posible desarmonía; la presencia
del cuerpo pero también su inevitable ausencia; su placer pero también su
dolor.
© Carlos Fuentes –
“En esto creo” (2002)
Selección:
Agensur.info
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