Por Guillermo Piro |
Cuando la conversación no es un mero canje de mecanismos
verbales en que los hombres se comportan casi como aparatos que graban sonidos
y los reproducen alternativamente, sino que los interlocutores hablan de verdad
sobre un asunto determinado, se produce un curioso fenómeno que el profesor
Alec Turturro, de la Universidad de Yale, describe con brillante sencillez en
su reciente trabajo Mind and Men.
Conforme avanza una conversación entre dos
sujetos, señala Turturro, la personalidad de cada uno de ellos se va disociando
poco a poco: una parte de ella atiende a lo que se está diciendo, mientras la
otra, atraída por el tema mismo, se retrae cada vez más y se dedica a pensar en
el asunto. Pero el caso es que es en ese tipo de conversaciones cuando lo que
hacemos es ambas cosas a la vez, y a medida que la charla progresa, las vamos
haciendo con intensidad creciente, es decir, atendemos con emoción casi
dramática a lo que se dice y al mismo tiempo nos sumimos más y más en la
soledad abisal de nuestra propia meditación.
Esta disociación creciente no se puede sostener en
permanente equilibrio. “De aquí que –señala Turturro– sea característico de
tales conversaciones el arribo a un instante en que los interlocutores sufren
un síncope y lo que reina es el más denso silencio. Lo que acaba de ocurrir es
que cada interlocutor quedó absorto en sí mismo. De puro estar pensando, ya no
puede hablar”.
De modo que, siempre según Turturro, el pensamiento y el
habla parecieran estar preparadas para convivir por lapsos más bien breves; en
cuanto esos lapsos se alargan, el habla se da a la fuga.
Como se ve, el papel del lenguaje como emisor global de
pensamientos entra en crisis: el habla interna como integrador intermodular y
su función para explicar la creatividad de la cognición humana es de duración
momentánea, no continua. A propósito, Turturro hace una analogía con la vieja
historia del ciempiés y la hormiga. Una hormiga, intrigada, le pregunta al
ciempiés cómo hace para caminar: “¿Mueve primero las primeras cincuenta patas de
la izquierda y luego las de la derecha? ¿O mueve primero las veinticinco patas
delanteras de la izquierda y luego las veinticinco traseras de la derecha?”. El
ciempiés, con el fin de responderle, se pone a pensar en cómo hace, con el
resultado de que no puede volver a caminar nunca más.
Dejando de lado la posibilidad de que una hormiga y un
ciempiés puedan dialogar, lo que Turturro trata de ejemplificar es que, contra
lo que se supone, ciertas actividades consideradas netamente humanas no pueden
darse al mismo tiempo. “Al conversar vivimos en sociedad –concluye Turturro–,
pero al pensar nos quedamos solos”.
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