La Presidenta intenta
instalar a su hijo como posible sucesor.
Por James Neilson |
Sería la solución perfecta: Máximo al Gobierno, Cristina al
poder. ¿Y por qué no? Aunque la aparición de afiches en tal sentido que por un
rato empapelaron paredes en distintos lugares de la Capital Federal y el
conurbano bonaerense sorprendió a muchos, en especial a los memoriosos que no
han olvidado la consigna fatídica “Cámpora al Gobierno, Perón al Poder” que
presagió los desastres que harían de los años setenta otra década infame, la
verdad es que la Argentina es un país tan entrañablemente familiero que, a
juzgar por los resultados de docenas de elecciones en distintas jurisdicciones,
a la gente le encantan las dinastías, los clanes que, generación tras
generación, reparten bienes, cargos y, huelga decirlo, fueros entre quienes
tienen la buena suerte de pertenecer a uno.
Puede que el país formal sea republicano, pero muchos, tal
vez una mayoría de sus habitantes son de mentalidad monárquica. También lo son
los políticos populistas. Les tienen sin cuidado las divagaciones ideológicas
del jefe reinante, razón por la que les resultó tan fácil abandonar las filas
del “neoliberal” Carlos Menem para sumarse a las de los Kirchner “estatistas”
después de un breve interludio duhaldista. Siempre y cuando el líder esté en
condiciones de cosechar los votos necesarios para ganar elecciones, lo demás es
meramente decorativo.
En la Argentina, abundan las familias políticas. Portar un
apellido conocido, y no hay ninguno que sea más valioso que el de Máximo,
garantiza un caudal significante de votos. Se trata de una característica que
la Argentina comparte con muchos otros países, entre ellos Estados Unidos,
donde los clanes de Clinton y Bush están por enfrentarse nuevamente en la lucha
por la Casa Blanca, y con Corea del Norte, una monarquía comunista hereditaria
dominada por los Kim.
Quienes lo conocen juran que el primogénito presidencial
posee las cualidades necesarias para ayudar a su mamá a continuar gobernando,
por interpósita persona, su reino aun cuando se viera constreñida a dejar que
otro se sentara en el trono por algunos años. Algunos lo tratan con un grado de
veneración que no desentonaría en Corea del Norte. Cristina parece estar de
acuerdo: hace poco afirmó que, por tener la sangre de su padre y su madre, “la
de la política”, Máximo ya ha acumulado méritos más que suficientes como para
desempeñar un cargo exigente puesto que durante años se dedicó “a agrupar
jóvenes, muchas veces a sacarlos de la calle o de la droga para incorporarlos a
la política, a servir a la Patria”.
Parecería que la Presidenta, una germanófila que antes del
inicio de su gestión nos aseguró que le gustaría que la Argentina se asemejara
más a Alemania, sin decirnos cuál, aludía así a La Cámpora, la Kirchnerjugend
cuya misión consiste en defender por los medios que fueran el “modelo de
acumulación de matriz diversificada con inclusión social” contra las hordas
reaccionarias de Mauricio Macri, Sergio Massa y, en ocasiones da a entender,
Daniel Scioli, títeres todos ellos de aquel príncipe de las tinieblas Héctor
Magnetto, que en opinión de los kirchneristas más fogosos están preparándose
para destruirlo.
Además de ser un experto en sacar chicos de las garras de
los narcos para transformarlos en militantes capaces de administrar grandes
reparticiones estatales, Máximo ha resultado ser un estratega político
consumado. Dicen los kirchnerólogos que, con la eventual excepción de Carlos
Zannini, es por lejos el miembro más influyente del pequeño círculo áulico de
Cristina, un operador avezado cuyos consejos pesan muchísimo en el Gobierno.
Los hay que le atribuyen la idea genial de impulsar la candidatura de Marcelo
Tinelli a la gobernación bonaerense; luego de pelear con el hombre de ShowMatch
por lo de Fútbol para Todos. Máximo, que según parece se ha reconciliado con
Scioli que estaría detrás del amago, habrá llegado a la conclusión de que
convendría poner la popularidad de la estrella televisiva al servicio de la
“irreversible” revolución K.
A ojos de sus admiradores, pues, el joven Máximo –bien, no
tan joven, ya que tiene 38 años– es un auténtico maestro y sería gracias a sus
consejos que, a pesar de todo lo que ha sucedido en el país, Cristina sigue
contando con un nivel de aprobación que con toda seguridad motiva la envidia de
sus homólogas Michelle Bachelet y Dilma Rousseff. Se trataría de un aporte
notable a la causa, aunque se habrá debido menos a la astucia de los militantes
que al estado anímico de un pueblo que ha aprendido a conformarse con muy poco.
Sea como fuere, parecería que a Máximo no le gustó demasiado
el lanzamiento inconsulto de su hipotético proyecto presidencial. Es un
tiempista: quiere esperar hasta que la alineación de los astros le sea más
propicia. Con todo, si bien es de suponer que preferiría continuar ser una
especie de monje negro que opera tras bambalinas, un personaje un tanto
misterioso cuyos silencios a menudo ocasionan más inquietud que sus palabras,
circunstancias adversas lo están obligando a considerar la posibilidad de
candidatearse para un cargo con fueros. No le serviría para mucho ser
intendente de Río Gallegos, de suerte que podría resignarse a anotar su nombre
en una lista sábana de diputados en potencia para su provincia natal, Buenos
Aires, o de residencia, Santa Cruz.
La notoriedad que ha adquirido Máximo se debe exclusivamente
a que lleve en sus venas “la sangre” de Néstor y Cristina. De no haber sido por
sus padres, su destino hubiera sido el de tantos otros coetáneos que han tenido
que resignarse a vivir de empleos rutinarios mal remunerados. Así y todo, en su
caso particular, el privilegio de pertenecer a una familia poderosísima ha
venido con desventajas que podrían arruinarlo.
Como el encargado de administrar los bienes amontonados por
sus progenitores en los buenos tiempos, Máximo corre el riesgo de tener que
rendir cuentas, en circunstancias que distarán de serle favorables, por
presuntas irregularidades que ciertos jueces están investigando. No es su culpa
que los negocios de Néstor y Cristina hayan generado tantas sospechas pero,
desgraciadamente para él, no le será del todo fácil sustraerse sin rasguños del
asunto de los hoteles vacíos, pero extraordinariamente lucrativos que, tal y
como están las cosas, podría exponer a la familia reinante a acusaciones de
lavado de dinero en escala industrial que trascenderían las fronteras del país.
Lo mismo que los delitos vinculados con el terrorismo y el narcotráfico, el
lavado de dinero a menudo da lugar a pedidos de extradición.
Que el kirchnerismo sea corrupto no es una novedad. La
guerra que los militantes están librando contra el “partido judicial” sería
inconcebible si Cristina y sus allegados no tuvieran motivos de sobra para
querer “democratizar” la Justicia para que respetara todas sus conquistas. Es
que, desde el vamos, el kirchnerismo se ha asemejado más a una empresa familiar
que a un movimiento político. Se trata de un detalle que aquellos militantes
que toman en serio la retórica de Cristina y sus adláteres prefieren pasar por
alto. Para ellos, la concentración de poder y dinero en manos de una oligarquía
es mala si otros lo hacen, pero buena cuando los oligarcas son ellos mismos.
Aunque los simpatizantes de la agrupación política creada por los Kirchner la
suponen progresista, no les parece contradictoria la adhesión de sus líderes a
principios que, por ser netamente dinásticos, son incompatibles con el credo
igualitario que figura en los discursos de Cristina.
Muchos creen que es muy positivo que en la Argentina y países
de cultura afín la familia sirva como una fortaleza en un mundo hostil, pero en
el fondo es síntoma de la falta de confianza de la mayoría en la ley o en
instituciones supuestamente impersonales. Mientras que en los países que mejor
funcionan virtualmente todos suelen estar dispuestos a subordinar sus propios
intereses inmediatos a los del conjunto por entender que la alternativa sería
terrible, en los demás la mayoría sabe que sería peligroso dejarse engañar por
las promesas ajenas. En tales países, la corrupción, la evasión impositiva, el
nepotismo y el cinismo político son normales, lo que, desde luego, hace que
hasta los más contrarios a dicho estado de cosas se replieguen a la familia, de
tal modo contribuyendo a agravar una situación que los motiva angustia.
Una consecuencia inevitable del hiperpersonalismo ha sido la
ausencia de candidatos oficialistas genuinos. La Presidenta se siente rodeada
de traidores en potencia, de cortesanos que, de tener la oportunidad,
antepondrían sus aspiraciones propias a las de la jefa coyuntural. Es por lo
tanto comprensible que le haya permitido a Máximo cumplir un rol clave en el
Gobierno como su asesor y confidente, lo que ha brindado a los camporistas
pretextos para fantasear con la noción de que un día su jefe pudiera heredar el
negocio familiar. Por supuesto que, en el caso poco probable de que Máximo lo
lograra, no tardaría en sentirse tentado a rebelarse contra la tutela maternal:
la historia, y la literatura que es la otra realidad, están llenas de
conflictos de tal tipo, dramas familiares como el que en la actualidad está
convulsionando al Frente Nacional francés del que Marine Le Pen acaba de
marginar a su papá, Jean-Marie.
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