Países como Alemania ya dejaron de lado el
sistema, pero en Argentina vamos
hacia su universalización. Sus principales
contras.
Por Javier
Smaldone (*)
Moderno. Y ágil. Y
transparente. Actualizar nuestro sistema electoral —dejando atrás las conocidas
y problemáticas boletas de papel e incorporando en su lugar computadoras—
parece dotarlo instantáneamente de estas cualidades. De algún modo
coinciden en esto no solo la mayoría de las personas, sino incluso
políticos de la más amplia gama ideológica. Las computadoras, a través de
todos estos años, nos han traído muchos beneficios. Sería una perogrullada
intentar enumerarlos: los disfrutamos por todas partes en nuestra vida
diaria.
Es por ello que se hace
difícil decir que no, que votar usando computadoras no es una
buena idea. En un mundo donde la gente está dispuesta hasta a
registrar los latidos de su corazón con una computadora para
canjearlos por descuentos en ropa deportiva, parece el planteo de un
conservador anacrónico. Pero no cualquier uso de la informática es
positivo, ni cualquier lugar es el adecuado para colocar un sistema de
este tipo.
En un sistema
republicano, el ciudadano debe poder controlar todos los pasos esenciales
de la elección sin tener conocimientos técnicos especiales. Estas
son, prácticamente, las palabras pronunciadas por la Corte Constitucional
de Alemania –el equivalente a nuestra Corte Suprema de Justicia– en
2009, al declarar inconstitucional un sistema de voto electrónico. ¿Qué
ocurre si esto no se cumple? Pues que el ciudadano común no tiene más
remedio que confiar en la palabra de su Gobierno, de una empresa o, en el
mejor de los casos, de un grupo de técnicos capacitados que le asegurarán
que el sistema funciona correctamente.
Ahora bien, ¿qué
significa "correctamente" cuando hablamos de elecciones en un
sistema republicano como el nuestro? Que debe garantizar —tanto como sea
posible— simultáneamente dos cosas: exactitud (que la voluntad
del votante se vea reflejada en el resultado) y secreto (que
nadie pueda saber a quién votó alguien). Lo primero es evidente para todo
el mundo, en tanto que lo segundo suele requerir alguna explicación
adicional.
Si alguien puede saber a
quién votó otra persona, puede ejercer poder sobre su decisión, ya
sea premiándolo o castigándolo. Imagínese el lector en víspera
de elecciones, sabiendo que todas las encuestas dan como ganador a un
candidato, pero teniendo intención de votar por otro. Imagínese además que
tiene una fuerte sospecha de que el secreto del voto pueda ser violado.
Ejercer plenamente su voluntad pasaría a ser un acto de valor. Quizás en
los próximos años podría necesitar de un crédito, de una moratoria, de
algún tipo de exención impositiva, y el hecho de figurar en
una lista de personas que votaron por la oposición no lo favorecería. La
garantía de secreto hace a la diferencia entre querer votar por un
candidato y animarse a hacerlo.
Un sistema basado en la
confianza en terceros (el Gobierno, una empresa o una elite técnica) no
da garantías. Sólo da la posibilidad de creer o no creer en él. Y es
muy fácil ceder ante la duda, si nuestro bienestar personal y el de
nuestra familia están en riesgo.
Pero, ¿no confiamos
nuestro dinero y hasta nuestras vidas en sistemas informáticos? No, no lo
hacemos. Usamos cajeros y homebanking para mover nuestro dinero, pero al
hacer un movimiento importante seguramente conservaremos el número de comprobante
hasta asegurarnos de que todo ha ido bien. Usamos sistemas informáticos en
nuestros automóviles, pero lejos estamos de dejarlos
conducir despreocupadamente. Y todo esto, aún cuando podemos suponer que
tanto los fabricantes de cajeros como los de automóviles no harán
ninguna manipulación para que sus productos se comporten de forma
indeseada. ¿Podemos asegurar esto cuando hablamos de
un sistema electoral? Claramente, no.
En el mundo físico
tenemos bastante control. En el sistema predominante en nuestro país —el
de boletas partidarias— podemos tener la certeza de que nadie nos espía al
introducir el voto en el sobre. Podemos asegurarnos de que no somos
víctimas de una falsificación, consiguiendo la boleta de antemano. Podemos
cubrir el sobre con nuestras manos hasta introducirlo en la urna, de modo
de impedir que el color de la boleta se trasluzca.
Cuando hay una
computadora de por medio ya no podemos tener ese control. Así
lo descubrieron en Holanda en 2006 —después de
una década—, cuando un grupo de informáticos mostró cómo a 25 metros
de distancia —y usando equipamiento accesible y barato— podía
saberse a quién estaba votando alguien en la computadora usada a tal
efecto. Y la lección también sirvió a otros países: la falla del
sistema holandés no se debió a una característica particular, sino al
análisis de emisiones electromagnéticas que produce cualquier computadora
(tal como mostró un investigador, en sólo veinte minutos, utilizando
las computadoras de votación de Brasil).
"La clave está en
auditar el sistema correctamente", proponen algunos. Aun si fuese
posible la auditoría (y disculpe el lector la enumeración de términos
técnicos) del código fuente del programa de votación, el sistema operativo
y los controladores de dispositivos; del compilador y todas las bibliotecas
utilizadas; y del hardware y el firmware de
la computadora, los dispositivos de comunicaciones y los sistemas
de impresión, aún restaría definir procedimientos de control para
garantizar que los sistemas reales desplegados el día de la elección se corresponden
exactamente con lo previamente auditado. Y aún así, para el ciudadano
común sería confiar en la palabra de una elite.
Así de difícil es estar
seguros de que una computadora hace sólo lo que dice su fabricante y lo
hace bien. Por más que su uso resulte simple, práctico y convincente. Ni Danny
Glover ni Jimmy Carter —por citar a dos
celebridades que son referidas como grandes avales al sistema de votación
electrónica venezolano— son expertos en seguridad informática, ni mucho
menos.
Lápiz y papel. Sí, una boleta de papel —entregada en mano
por el presidente de mesa al votante—, con una grilla mostrando los
distintos candidatos y un espacio al lado de cada uno para que el votante
ponga una marca en el elegido. Como en Córdoba, Santa Fe, Chile,
Holanda, Finlandia y Reino Unido, entre otros
lugares. No hace falta —y un verdadero sistema republicano no tolera— nada
más complejo que eso. Y luego, sí, la informática aplicada a lograr que el
proceso de escrutinio provisorio (del que participan el presidente y los
fiscales en la mesa luego de las 18 horas, y los ciudadanos ávidos
de información hasta bien entrada la noche) resulte tan claro
y transparente como sea posible. Allí la informática tiene mucho
que ofrecer: desde sistemas de escaneo óptico para leer las
boletas (siempre con ojos humanos controlando el proceso), hasta sistemas
de publicación de resultados por mesa (y no por distrito, como se hace
en un primer momento) que permitan multiplicar por miles los fiscales,
y también que cualquier programador desarrolle herramientas de
software para escudriñar entre las mesas cargadas buscando anomalías.
Un sistema informático lejos
está de poder ser transparente. E incorporar tecnología acríticamente
no es modernidad: es peligroso y puede resultar extremadamente
caro. Y no sólo en términos económicos, sino en el costo que puede
ocasionar disminuir el poder del votante en el acto electoral, con la sola
promesa —una vez examinadas las reales ventajas de votar con computadoras
en vez de con lápiz y papel— de obtener resultados provisorios un par de
horas antes de lo acostumbrado.
(*) Profesional informático en distintos
ámbitos y funciones. Consultor en redes y desarrollo de software.
© Perfil.com
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