Por Jorge Fernández Díaz |
El precio de la imaginación es el miedo. Y los campamentos
políticos están llenos de ajedrecistas con imaginación portentosa, revisando
obsesivamente las maniobras de los candidatos y las distintas encuestas,
examinando este vibrante partido de ida y vuelta con los nervios de punta. En
todos lados trazan escenarios hipotéticos que les erizan la piel; el torneo
está tan ajustado que un pequeño error puede dejar a cualquiera por el camino.
El miedo es, precisamente, el factor fundamental para jugar estas partidas
simultáneas. Quien administre mejor el miedo gana las elecciones nacionales.
¿A qué teme Macri? A que no se lo identifique con "lo
nuevo y distinto", sino con lo añejo y fracasado: la Alianza y los
noventa. Los interminables movimientos telúricos en el radicalismo muestran
todavía una cierta inestabilidad en la aspirante coalición. Y las
intervenciones públicas de importantes economistas vinculados a los noventa, a
quienes no les falta algo de razón pero cuyo tono catastrofista beneficia
paradójicamente al Gobierno, no le hacen ningún favor al ingeniero. Abstraído
por las alquimias territoriales, Mauricio no atinó a despegarse de ese
tremendismo. Tal vez porque coincide con el diagnóstico técnico, aunque no esté
de acuerdo con la medicina: el electorado no demanda hoy un shock, sino un
gradualismo calmo e inteligente. Y a Macri no le interesa ser el mejor
opositor, sino ser presidente: la gente común no está asustada, y meterle
pánico no parece un buen negocio.
¿A qué le teme Massa? A una pérdida constante de su caudal y
a una previsible falta de protagonismo en los próximos éxitos provinciales. Su
creciente licuación, sin embargo, no beneficia al macrismo, sino
mayoritariamente al Frente para la Victoria, que con dinero y presiones está
recapturando a intendentes emigrados y cuyos votantes, puestos a prueba en un
contexto de fuerte polarización, miran con menos rechazo al naranja que al
amarillo. Un encuestador que trabaja para Sergio hizo una proyección para demostrar
qué sucedería si Massa se extinguiera: Daniel llegaría al 47% y Mauricio
rondaría el 33%. Personas influyentes de su entorno impulsan la idea de
persuadir a macristas y radicales de ir todos juntos a una gran interna de la
oposición en las PASO: esto convertiría ese experimento en la fuerza más votada
de la Argentina y cambiaría todo el tablero. A continuación, indican que flota
en el aire un gran malentendido: que Cristina Kirchner se apaga en diciembre,
que Scioli podrá despegarse de su acecho y que, por lo tanto, el proyecto no se
seguirá radicalizando. Esta supuesta falacia es la pieza argumental perfecta
para una unidad completa del arco opositor. Sin esa amenaza, sin esa sensación
de emergencia republicana, la política se descomprime y cada cual arma su
propia identidad. Los radicales que ganaron en Gualeguaychú no utilizaron un
razonamiento tan diferente, aunque una cosa es un acuerdo entre
institucionalistas y otra es un amontonamiento. Y sin dudas, ésta también es
una pequeña guerra de nervios: el trámite de la angustia y de los números irá
dictando el rumbo. Massa, en esa adorada megainterna, quiere por ahora ser
candidato a presidente, pero si la sangría continúa, tal vez, deba resignarse a
la gobernación. Macri, si retrocediera, podría encontrarse en una situación
distinta, aunque algo similar. Nada garantiza que al final los termine uniendo
el espanto, porque la política no está hecha sólo de cálculo y convicciones;
también lo está de enconos y egomanías.
¿A qué le teme Scioli? A que algo arruine esta milagrosa
luna de miel con Cristina, a que la precaria alianza entre peronistas
tradicionales y ultrakirchnerismo sufra algún traspié prematuro. Y a que se
instale la idea en la sociedad de que será una especie de De la Rúa peronista,
sin firmeza para gobernar, acosado por el partido, con la misión de meterle
mano a una economía en crisis y con la imposibilidad de imponer sus ideas. El
mundo ya no se divide entre países ricos y pobres, ni entre Oriente y
Occidente, sino entre quienes creen que Scioli seguirá siendo un títere y
quienes están convencidos de que se convertirá en un verdugo. No es un secreto
que el papa Francisco tiene afinidad con el ex motonauta. Bergoglio logró esta
semana sacudir el avispero al agradecer públicamente la crítica de un
periodista (Alfredo Leuco): ese astuto gesto mediático estuvo cargado de
mensajes cifrados y simbolismos, y vino acompañado de una de las
Bienaventuranzas: "Felices los mansos, porque recibirán la tierra en
herencia. La mansedumbre, esa actitud tan ligada a la paciencia, a la escucha,
a la ponderación y que -a veces- en el imaginario colectivo se la confunde con
pusilanimidad. Pero no es así: en realidad, es la virtud de los fuertes",
escribió el Papa. Scioli pretende precisamente encarnar la ideología de
Bergoglio: justicia social con institucionalismo y diálogo. Y esa ideología,
más allá del temperamento, sintoniza con vastos sectores de la sociedad y
atraviesa transversalmente los más variados posicionamientos políticos, pero
confronta directamente con la concepción del Gobierno, que detesta las
instituciones burguesas y el consenso partidocrático. Una pregunta que ningún
encuestador hará: ¿a quién prefiere usted que se parezca el próximo ciclo de la
política argentina, a Cristina o a Francisco? La obvia respuesta estaría
marcando el cambio cultural que posiblemente se avecina.
Y, finalmente, ¿a qué le teme la Presidenta? A estar
construyendo su propio sepulturero. Un Frankenstein que no acepte el destino de
Cámpora, y que a pesar del cerco legislativo y de la infiltración camporista en
las cuevas del Estado, imponga su criterio y con el tiempo la desplace como
macho alfa de la manada. Luego de vencer en Salta y de agradecer a Cristina, el
gobernador Urtubey pronunció una frase antológica: "Yo soy peronista; no
he seguido ningún personalismo". Se parece un poco a la cómica ocurrencia
de Soriano: "Yo nunca me metí en política, siempre fui peronista".
Pero la declaración de Urtubey también encierra un mensaje cifrado: más allá de
reconocimientos, no es kirchnerista ni lo será nunca. Porque el peronismo sigue
y el cristinismo se queda. Es exactamente lo que piensan Scioli y muchos de los
dirigentes del justicialismo, aunque no lo digan en voz alta. Ellos se aprestan
a cambiar de piel sin excluir ni perseguir a los anteriores, pero también sin
subordinarse a ellos, en una carrera que de triunfar nos alejaría del chavismo,
pero nunca del PRI.
Pasar a retiro a la gran dama y a sus muchachos con el viejo
manual peronista no será tan sencillo. Ella ha demostrado una extraordinaria
pericia en materia de supervivencia personal. Con Cristina se han quemado
muchos libros y certezas de la politología: probó que se puede gobernar con
alta inflación, recesión galopante y mala reputación moral; también que es
posible evitar el pago de la fiesta mediante artificios y parches, y que el
pato rengo no es necesariamente una fatalidad política. Allegados a ella
insisten en que sigue mirando el ejemplo Bachelet. El modelo chileno mete, sin
embargo, una basurita en el ojo del ensueño: a pesar de que aquella economía
era incomparablemente mejor que este cambalache de Kicillof, los ciudadanos se
cansaron del mismo elenco de poder y decidieron correr el riesgo y cambiar. Y
cambiaron.
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