Por Octavio Paz |
Desde
el Paleolítico hasta el siglo XX, los hombres no han cesado de guerrear y
matarse. Tal vez es imposible soñar con La abolición de la guerra sin abolir al
hombre mismo. No obstante, en este fin de siglo a la sombra de las armas
nucleares, es un imperativo tratar, al menos, de limitar sus devastaciones. Los
europeos, en el siglo XVIII, lo consiguieron; también, en otras épocas, los
chinos.
Cierto, las actuales circunstancias internacionales no son propicias para una reflexión de este género. La política expansionista de la Unión Soviética y los métodos que emplea para someter a los pueblos han paralizado toda posibilidad de cambio en Occidente. Al mismo tiempo, su acción y su influencia han transformado las revueltas populares de los otros continentes en movimientos que, al triunfar, establecen dictaduras totalitarias. La disyuntiva a la que, según el pensamiento revolucionario marxista, se enfrentarían los pueblos europeos: ¿socialismo o barbarie?, ha sido desplazada y en su lugar ha aparecido otra: ¿supervivencia de las democracias o instauración mundial de esa nueva forma de explotación social y política que es el totalitarismo? Desde hace 40 años, los avances de Rusia han sido continuos. No es difícil percibir en su política la presencia de algunas de las virtudes que, en el pasado, dieron la supremacía a las naciones: la paciencia, la habilidad, la perseverancia. En cambio, la política de Estados Unidos y sus aliados ha sido inestable, discontinua, zigzagueante y, grosso modo, defensiva. Cierto, Rusia ha sufrido algunos descalabros -China, Yugoslavia- y varios tropiezos -Hungría, Checoslovaquia, Polonia, Afganistán-, pero ninguno de ellos ha sido el resultado de la acción de los Gobiernos de Occidente, sino de querellas internas de los jefes comunistas o de rebeliones de los pueblos sometidos. Por último, en todos esos avances la violencia ha desempeñado el papel de elección que le había asignado el fundador de la doctrina: ser la partera de la historia. A despecho de todo esto, en los últimos años el pacifismo ha renacido en Estados Unidos y en Europa Occidental. El fenómeno es un sistema del estado del espíritu de las sociedades de los países industriales; los principios republicanos y democráticos hicieron posible su prosperidad material y ahora esa prosperidad ha minado esos principios. Montesquieu decía: "Las repúblicas perecen por el lujo".
Cierto, las actuales circunstancias internacionales no son propicias para una reflexión de este género. La política expansionista de la Unión Soviética y los métodos que emplea para someter a los pueblos han paralizado toda posibilidad de cambio en Occidente. Al mismo tiempo, su acción y su influencia han transformado las revueltas populares de los otros continentes en movimientos que, al triunfar, establecen dictaduras totalitarias. La disyuntiva a la que, según el pensamiento revolucionario marxista, se enfrentarían los pueblos europeos: ¿socialismo o barbarie?, ha sido desplazada y en su lugar ha aparecido otra: ¿supervivencia de las democracias o instauración mundial de esa nueva forma de explotación social y política que es el totalitarismo? Desde hace 40 años, los avances de Rusia han sido continuos. No es difícil percibir en su política la presencia de algunas de las virtudes que, en el pasado, dieron la supremacía a las naciones: la paciencia, la habilidad, la perseverancia. En cambio, la política de Estados Unidos y sus aliados ha sido inestable, discontinua, zigzagueante y, grosso modo, defensiva. Cierto, Rusia ha sufrido algunos descalabros -China, Yugoslavia- y varios tropiezos -Hungría, Checoslovaquia, Polonia, Afganistán-, pero ninguno de ellos ha sido el resultado de la acción de los Gobiernos de Occidente, sino de querellas internas de los jefes comunistas o de rebeliones de los pueblos sometidos. Por último, en todos esos avances la violencia ha desempeñado el papel de elección que le había asignado el fundador de la doctrina: ser la partera de la historia. A despecho de todo esto, en los últimos años el pacifismo ha renacido en Estados Unidos y en Europa Occidental. El fenómeno es un sistema del estado del espíritu de las sociedades de los países industriales; los principios republicanos y democráticos hicieron posible su prosperidad material y ahora esa prosperidad ha minado esos principios. Montesquieu decía: "Las repúblicas perecen por el lujo".
La
actitud de los nuevos pacifistas me recuerda la de aquellos que, en el período
anterior a la segunda guerra mundial, pretendían apaciguar a
Hitler. La única diferencia es que los pacifistas de entonces fueron
denunciados por la Unión Soviética y por sus amigos y propagandistas como cómplices de
Hitler, mientras que los de hoy son saludados como defensores de la libertad y
enemigos del imperialismo. El pacifismo de ayer, aparte de ser una abdicación
moral y política, se reveló al fin quimérico: nada apacigua a
los agresores salvo la sumisión. Lo mismo sucede con el pacifismo de hoy. Los
clérigos y profesores que dirigen esos movimientos revelan una singular
ignorancia tanto de la historia de Rusia como de la filosofía política que
inspira a sus dirigentes. Para remediar lo primero les haría bien leer un
escrito poco conocido de Marx, Revelations on the diplomatic history of
XVIII century (1854), en el que resume la historia de Rusia en una de
esas fórmulas tajantes de su predilección: "La Moscovia se ha formado y ha
crecido en la escuela de abyección que fue la terrible esclavitud de los
mongoles. Su fuerza la acumuló al convertirse en una virtuosa en el arte, de la
servidumbre. Una vez emancipada, la Moscovia ha continuado a desempeñar su
papel de esclavo/ señor... Pedro el Grande unió la habilidad política del
esclavo de los mongoles a las fieras aspiraciones del señor al que Gengis Khan
le había legado la empresa de la conquista del mundo...". Estas palabras
tienen ya más de un siglo, pero parecen escritas hoy.
El
Gobierno ruso es, por una parte, heredero de la tradición imperialista del
zarismo; por la otra, su política de expansión se presenta como una empresa de
liberación universal a un tiempo ideológica y militar. La Unión Soviética dice
encarnar el movimiento progresivo de las fuerzas históricas en este período de
la historia del mundo, además, su filosofía política afirma la función
primordial de la violencia en la evolución histórica. En una y otra tradición
-la imperial rusa y la marxista-leninista- la fuerza es la última
ratio. Mejor dicho: la prima. Frente a una ideología
que ve en la fuerza una manifestación de la razón de la historia, el pacifismo
no es ni puede ser sino un idealismo, es decir, una aberración
intelectual y una engañifa política. En los pacifistas se cumple la sentencia
del salmista: oculos habent et non vide bunt... Pero la prudencia, la
más alta virtud política según los antiguos, nos muestra la vía de salud: la
firmeza y la negociación paciente. Para evitar la catástrofe en su doble faz:
la guerra nuclear o la capitulación, las naciones de Occidente y las pocas
democracias de los otros continentes, deben ser, a la vez, fuertes y dúctiles.
Ganar tiempo es ganar la paz. Así lo han comprendido los mismos comunistas
italianos, que ven en la alianza atlántica un escudo contra el expansionismo
ruso.
La
reflexión sobre la guerra moderna no puede detenerse en la descripción de la
invalidez intelectual de los pacifistas ni en la política de agresión del
Gobierno de Rusia. Por más acusadas que sean las diferencias entre las
ideocracias comunistas y las democracias capitalistas (para no hablar de los
regímenes híbridos de América Latina, África y Asia) ¿cómo ignorar que el
totalitarismo ha sido la consecuencia de la historia moderna de Occidente? El
totalitarismo -en sus dos formas: la comunista y la nazi- ha sido,
simultáneamente, el tiro por la culata del verdadero socialismo y el resultado
natural del imperialismo. El comunismo ruso -lo mismo debe decirse de sus
variantes en los cinco continentes- no es sino la expresión más extrema y
perversa de las tendencias profundas de la civilización de Occidente desde hace
dos siglos.
La
crítica del expansionismo ruso desemboca no sólo en la crítica del imperialismo
de las democracias capitalistas sino en la de los supuestos mismos de la
modernidad. Nadie ha intentado esta crítica, salvo Nietzsche. Su diagnóstico
fue justo, pero no lo fueron ni sus remedios ni sus profecías. En 1887 dijo que
Europa no estaba madura para el budismo, es decir, para la crítica de esa
ilusión que es la voluntad de poder. Pero en el mismo texto agrega: "El
nihilismo es la forma europea del budismo: la existencia tal cual es, sin
finalidad ni sentido, regresando siempre, sin fin y de manera ineludible, a la
nada: el eterno retorno..." Nietzsche nos enfrenta a lo impensable. Mejor
dicho, nos encierra en una tautología, pues el pensamiento del eterno retorno
no es sino eso: una terrible tautología. ¿Podemos romperla? Sólo si somos
capaces de llevar hasta sus últimas consecuencias la crítica misma de
Nietzsche.
Este
período de la historia mundial, según Nietzsche, es la de la aparición del
nihilismo. Su expresión más clara es la voluntad de poder. Aquí debe añadirse
algo que no aparece en la descripción de Nietzsche: la voluntad de poder, a su
vez, se confunde, en su origen y en sus distintas manifestaciones, con nuestra
visión del tiempo. Esa visión ha sido y es polémica: Occidente concibe al
tiempo no sólo como marcha sino como combate. Nuestra
idea del tiempo ha asumido dos formas: una es la tradicional y popular que,
desde hace más de dos siglos, ve al tiempo como progreso sin fin; otra, más
insidiosa y secreta, lo concibe como "eterno retorno de lo idéntico".
Es un secreto a voces que asistimos al crepúsculo de la ilusión del progreso.
Los primitivos creían que el tiempo podía acabarse o, más exactamente, que se gastaba: a
nosotros nos ha tocado vivir algo no menos asombroso: el desvanecimiento de la
idea del tiempo que ha inspirado a toda la historia de Occidente desde el siglo
XVIII. Pero soy inexacto: el tiempo del progreso no se acaba realmente: se
estrella contra un muro. ¿Y el tiempo que anunció Nietzsche? Aunque él nunca
formuló claramente su idea -¿visión o idea?- me parece que no debemos
confundirla, como es frecuente hacerlo, con el tiempo circular de las viejas
civilizaciones ni con el gran año de los neoplatónicos o con la cíclica
conflagración en la que los estoicos veían el fin y el principio del cosmos. El
"eterno retorno" de Nietzsche no es una consagración del regreso del
pasado sino una subversión del presente. En esto consiste su Poder de
seducción: no es una reiteración de lo que ha sido sino un descubrirnos el
abismo que es nuestro fundamento. Y en esto consiste su terrible novedad.
Dije
antes que el "eterno retorno" nos encierra en una tautología. Añado
ahora que esa tautología adopta la forma del espejo que se refleja a sí mismo:
lo que es, ha sido ya; lo que ha sido, será y volverá a ser un haber sido. El
ser se disgrega no en la pluralidad de sus mutaciones sino en la repetición
ilusoria de sus cambios. Los cambios se resuelven en identidad y la identidad
se abisma en sí misma y así se desvanece... Decir que este momento repite a
otro momento es repetir algo ya dicho. Si, al decirlo, ignoro que lo dije
antes, la repetición no lo es; ese decir es una novedad absoluta y, por eso
mismo, desmiente al eterno retorno: este momento es único. Pero si ya
sé que dije antes que este instante repite a otro, la frase con que lo
digo no sólo pierde su novedad sino también su significado: ¿quién la
dice y quién la oye? Así pues, la manera de romper el círculo
y de romper la tautología es, precisamente, recorrerlo: decirlo, pensarlo.
Apenas lo digo, el eterno retorno se desvanece doblemente: como eternidad y
como retorno. En efecto, ¿quién regresa y a qué regresa?
Tal
vez el Occidente ya está maduro para una crítica semejante a la del budismo,
aunque en sentido opuesto: no la crítica de la ilusión del ser sino la crítica
de la ilusión del tiempo. ¿Nos dejará Rusia consumar esa crítica y así renacer
o aguarda a los hombres una oscuridad más larga y bárbara que la que cubrió a
Europa después de la caída de Roma?
© El País (España) – Agosto de 1983
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