Por Guillermo Piro |
Bela Lugosi es el principal practicante en la historia del
cine del colapso nervioso con carácter eterno. La geografía de su rostro puede
variar algo, pero el paisaje espiritual se altera poco o nada. A partir de él,
la actuación que aspira a inspirar terror comenzó a declinar. Cualquier actor
que se afana en inspirar terror tiene el aura del asalariado. Todos son
comediantes.
El Drácula encarnado por Bela es un enfermo emocional, una víctima
terminal de su propia violencia. En su propio nombre está anclado el miedo (en
el de Bela, digo). Los precedentes no importan. Tampoco las ocasionales e
inadvertidas parodias que Bela hace de sí mismo: “No bebo... vino”, dice
Drácula en la versión de Tod Browning de 1931 que volví a ver hace unos días.
Creo que nadie se ha tomado el trabajo de averiguar qué hilo
sutil une los destinos faciales de Bela Lugosi, Carlos Gardel y Perón. Es
evidente que este último hizo mucho más que limitarse a “ver” el film de
Browning. Yo apostaría a que vio este film muchas, hasta conseguir imitar
ciertas miradas. El parecido con Gardel en cambio más bien se intuye: Lugosi,
en el film de Browning, nunca ríe. A lo sumo esboza demasiado tenuemente una
sonrisa. Pero a partir de eso no es difícil imaginar cómo continuaría esa
sonrisa, y el resultado, la summa, está en el rostro de Gardel.
La lascivia de Drácula es demasiado peronista, nunca exagera
al punto de parecer monstruoso. Medido, Bela, a diferencia de sus predecesores
y seguidores, es un modelo a seguir. El Drácula de Bela Lugosi es exactamente
lo que quisiéramos que sea. Enérgico y bien hablado. Elegante y meticuloso.
Bien peinado. Cuando besa la mano de una dama evalúa la presencia y el volumen
de los senos. En un segundo su mirada se instala en los ojos de la dama, luego
se evaden un momento, se pierden, apuntan a su mano. Y entonces, cuando el
blanco está fijado y mientras la boca se aproxima para estampar en ella un beso
suave, los ojos vuelven a las andadas. Se fijan en el cuello y bajan, bajan,
bajan. Y sueltan a su presa en el mismo instante en que el beso se separa,
dejando su huella grasosa, su marca invisible. Decimos: “Debe saber bailar. Es
nuestro hombre en Transilvania”. Browning hace entrar por la puerta grande a la
gran estrella de todos los tiempos: el humor. Cuando el vampiro aletea delante
de la ventana de su víctima, uno ve al encanto salir volando por la otra
puerta. Ese aleteo pausado, perezoso, desenmascara el artilugio: sé de los
vampiros, parece decirnos Browning, pero no puedo decir lo mismo del deseo. En
cualquier caso, manifestemos las dudas mostrando una y otra vez lo único que
sabemos: los vampiros vuelan así, podemos verlos. Es todo lo que sabemos. Lo
demás es arte, ¿o no?
Y lo más sorprendente es que viendo a ese vampiro aleteando
ante la ventana pensamos que no puede ser otro que Bela. Sorprendente.
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