Por Guillermo Piro |
Creo que la primera vez que abandoné una sala de cine en
medio de la proyección fue viendo Blancanieves. Yo tendría 5 o 6 años, y la
imagen de la madrastra transformándose en bruja debe de haberme parecido tan
desconsoladora que me puse a llorar frenéticamente y mis padres decidieron que
por el bien de todos los espectadores que miraban el film en completo silencio
era mejor irse.
A esa primera vez le siguieron muchas más. Abandonar una
sala de cine donde se proyecta un film insufrible para respirar un poco de aire
puro se convirtió en una costumbre saludable que nunca dejé de ejercer.
Naturalmente no milito en la idea de que las películas y los libros deben
soportarse hasta el final. Tal vez las películas deberían poder “saborearse” un
poco antes de pagar la entrada, como se hace con los libros en las librerías.
Es por eso que apruebo la idea que tuvieron los de la cadena de cines C2L, en
Francia, que restituyen el valor de la entrada si el espectador decide irse
durante los primeros treinta minutos de la película –en realidad el tiempo
establecido incluye la publicidad, de modo que digamos mejor entonces que les
devuelven la entrada si abandonan la sala antes de los 15 primeros minutos. Ni
sueño con que una medida semejante se aplique en las películas argentinas:
bastante cuesta hacerlos entrar a la sala, si encima los ayudan a salir es muy
probable que no quede nadie.
El procedimiento ideado por los franceses es simple: el
espectador debe adquirir un carnet especial con “garantía” por 50 euros. Este
carnet presenta una doble ventaja: ofrece diez películas a 5 euros (contra los
10 del valor normal) que son pasibles de ser reembolsados si se decide
abandonar la sala en el tiempo estipulado. Por el momento, la idea de C2L
parece haber seducido a los espectadores franceses, con un aumento de la
afluencia. Mientras que los grandes distribuidores temen que la medida pueda
ser adoptada por otras cadenas más importantes que C2L, que cuenta sólo con una
docena de salas en toda Francia.
Trato de hacer memoria. Me fui sin ver el final de Hasta el
fin del mundo, de Wenders; de Escenas de la vida conyugal, de Bergman; de La
vida de Adèle, de Kechiche; y hace poco de Whiplash, de Chazelle, un bodrio que
alguien definió muy bien como “una versión de Rocky para hipsters”. Hace un par
de semanas me fui a la mitad de Dos disparos, de Rejtman, y un poco antes me
fui del cine viendo Jauja, de Alonso. No cuento en este corto inventario la
cantidad de veces que me quedé en el cine durmiendo o pensando en otra cosa,
esperando que las luces volvieran a encenderse: todas las películas de Godard
desde 1980 en adelante, que siempre acudo a ver con el fervor religioso de
quien visita al Papa, pero que siempre me hace repetir la misma frase que sin
duda me decía a los 6 años, viendo Blancanieves: “¿Qué estoy haciendo acá?”.
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