miércoles, 1 de abril de 2015

Linchamiento post-mortem


Por Claudio Fantini

Al país lo sobrevuela una aterradora escena del siglo IX: El siniestro sínodo en el que el cadáver de un pontífice es desenterrado, juzgado y condenado por orden del Papa Esteban VI.

El linchamiento post-mortem de Alberto Nisman tiene algo de aquel proceso inverosímil. Argentina entró a la dimensión del absurdo desde que empezó el ensañamiento con el cadáver del fiscal.

Es absurda Buenos Aires empapelada con una imagen propia de revista de frivolidades, pero insuficiente para una campaña de difamación. Mostrarlo flanqueado por chicas “fashion” en un cumpleaños con cotillón y algún juguete subido de tono, no exhibe ninguna perversión aborrecible.

Si eso es todo lo que pudieron conseguir para mostrarlo como un pervertido, la verdad es que debieron quedar más en ridículo los difamadores que el difamado.

La foto convertida en afiche no es para nada comparable a las del intendente de la localidad salteña de El Bordo en una fiesta con menores en ropa interior. Esas imágenes exhiben una conducta execrable y un posible delito. También muestra un delito el video de Oyarbide con un musculoso stripper en un prostíbulo gay, porque ese juez kirchnerista tenía la obligación de clausurar los prostíbulos.

En cambio, puede haber frivolidad pero no hay delito ni conducta execrable en la foto que empapeló Buenos Aires. “¿Todos somos Nisman?”, es la pregunta inscripta en el afiche. Pero la verdadera pregunta es ¿quién pagó semejante campaña de desprestigio? ¿es posible pensar que los cuantiosos fondos no salieron del Estado o de bolsillos engordados por el Estado?

Que la presidenta y ninguno de sus voceros hayan repudiado la difamación que forró miles de paredes porteñas, hecha una sombra oscura sobre el gobierno y el oficialismo. Esa sombra crece cada vez que Aníbal Fernández insulta al muerto por acusaciones de las que no puede defenderse.

Cuando la oposición pide que el vicepresidente Boudou se tome una licencia por las imputaciones y procesamientos que tiene, tanto el jefe de Gabinete como las demás voces del oficialismo explican que nadie debe ser tratado como culpable hasta que tal culpabilidad haya sido demostrada por la justicia.

Es cierto, pero, en abierta contradicción con ellos mismos, tanto Aníbal Fernández como los demás “soldados de Cristina”, actúan como si lo dicho por el turbio Diego Lagomarsino sobre la presunta apropiación de la mitad de su sueldo que hacía Nisman, equivaliera a un fallo de la Corte Suprema.

Para el fiscal muerto no vale la premisa de que nadie puede ser culpable antes de que lo demuestre la justicia. A él lo hacen culpable por la simple afirmación de una persona, para colmo sospechada por la misteriosa muerte del magistrado.

Puede no estar claro el comportamiento de Nisman en varios aspectos, pero lo que sí está claro es lo que significa el ensañamiento con un muerto. Sin saberse cómo murió y sin que se haya investigado la denuncia que hacía contra la presidenta y el canciller Héctor Timerman, lo único que muestra el linchamiento post-mortem es algo muy oscuro y viscoso en el kirchnerismo.

Muchos capítulos de la historia muestran esa tiniebla y esa viscosidad. El más paradigmático es el de la restauración de los Estuardo, cuando Carlos II hace desenterrar a Oliver Cromwell para decapitarlo y exhibir, durante meses, la cabeza del “Lord Protector” en una plaza de Londres.

Sólo un rencor oscuro y viscoso pudo llevar al restaurador de la dinastía escocesa a vengarse del dictador republicano, castigándolo después de muerto.

Hubo otros personajes históricos que mostraron ese mórbido rencor. Por caso Muley Arraxid, quien al reconquistar posesiones en Marruecos en el siglo XVII, hizo desenterrar al Muley Abdelquerim para quemar su cadáver en una plaza atestada de aldeanos dispuestos a presenciar ese acto tan espantoso.

Sean o no parte del aparato político manejado por Cristina Fernández, los kirchneristas que guardan silencio mientras contemplan el ensañamiento del oficialismo con el fiscal muerto; o peor aún, participan como eco de la difamación, en algo se asemejan a los súbditos de Carlos II que escupían la cabeza de Cromwell, y a los marroquíes que miraban arder el cuerpo de Abdelquerim.

También a los cardenales y obispos que estuvieron en la basílica constantiniana, cuando bajo su bóveda se realizó el juicio al fallecido Papa Formoso y, por orden de Esteban VI, su cuerpo fue exhumado en avanzada putrefacción, vestido con los atuendos pontificios y sentado en el trono de Pedro, para ser juzgado y sentenciado a la amputación de los tres dedos con que se realiza la bendición sacerdotal.

© La Vanguardia

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