El ministro de
economía, Axel Kicillof, deja un escenario económico incierto.
Por James Neilson |
A los economistas progres no les gustan para nada los
malditos números. Tienen sus motivos: en
todas partes, gobiernos que al iniciar su labor se afirman resueltos a
beneficiar a los rezagados pronto descubren que los resultados concretos de su
gestión no guardan relación alguna con sus promesas. Es lo que ha sucedido en
Francia, donde los socialistas del presidente François Hollande acaba de verse
diezmados en las elecciones municipales, y aquí, puesto que el “modelo” K está
en vías de desintegrarse.
Los números no sólo son molestos, sobre todo cuando
contradicen el “relato” oficial de turno, sino que también, como diría Axel
Kicillof, pueden resultar estigmatizantes, razón por la que no quiere saber
cuántos pobres hay en la Argentina.
Chiquito, como lo llama cariñosamente Cristina, no es el único que
piensa que calificar de “pobre” a una persona equivale a insultarla, y por lo
tanto cree que sería más cortés tratarla como una víctima inocente de la
crueldad “neoliberal”. Hoy en día, ser
“víctima” de algo malo suele acarrear ciertas ventajas, razón por la que
abundan los grupos -homosexuales, “minorías” étnicas y religiosas, enfermos, y
así por el estilo-, que se especializan en conseguir beneficios en base a su
hipotética postergación por generaciones menos ilustradas.
De todos modos, tampoco quieren saber cuántos pobres hay
muchos de los que aprovecharon la franqueza insólita del encargado de la
economía nacional para decirnos que ellos sí están dispuestos a enfrentar la
dura realidad. ¿Lo están? Puede que haya
algunos pero, con muy pocas excepciones, los políticos y quienes les
suministran ideas y consignas prefieren tomar la pobreza extrema por una
anomalía coyuntural, un problema que pronto se verá solucionado.
Tiene razón Kicillof cuando señala que “Cuántos pobres hay
es una pregunta bastante complicada”. Lo es porque la respuesta depende de una
multitud de factores, motivo por el que las comparaciones internacionales
suelen prestarse a malentendidos. Según las normas norteamericanas, una familia
tipo que percibe menos de aproximadamente 20 mil pesos mensuales se encuentra
por debajo de la línea de pobreza trazada por el gobierno, de suerte que decir
que aquí el porcentaje de pobres es menor que en Estados Unidos, como han
aventurado algunos oficialistas, es absurdo.
Mal que nos pese, de acuerdo con las pautas que rigen en el
mundo desarrollado, la mayoría abrumadora de los argentinos, entre el 80 y el
90%, vive en la miseria. Si la Argentina
no fuera un país occidental con expectativas parecidas a las habituales en
España o Italia, la diferencia abismal así reflejada no ocasionaría extrañeza,
ya que nadie ignora que la adhesión a culturas que podrían calificarse de
pre-modernas hace sumamente difícil el desarrollo económico, pero sucede que, a
pesar de todo lo ocurrido desde la Segunda Guerra Mundial, para indignación de
Cristina y sus simpatizantes buena parte de la población aún comparte mucho con
los norteamericanos y europeos.
Felizmente para los políticos, casi todos los integrantes de
su gremio pertenecen a la minoría reducida que disfruta de un ingreso
primermundista, o sea, perciben al menos diez veces más que un asalariado común
que, como acaba de informarse, cobrará 6.000 pesos mensuales. Es por lo tanto
comprensible que, para ellos, la pobreza sea un tema abstracto, una lacra que
están resueltos a eliminar porque son personas solidarias comprometidas con la
justicia social. Para luchar contra
dicha lacra, suelen afirmarse enemigos mortales del “capitalismo liberal”, como
si a su entender el sistema así designado fuera la causa de toda la miseria del
mundo, pasando por alto el hecho evidente de que los países más prósperos e
igualitarios, entre ellos Suiza, el Japón, Suecia y, claro, Estados Unidos son,
conforme a los criterios severos que imperan en la clase política local,
también los más “neoliberales”.
En el exterior, quienes han estado librando una “guerra”
contra la pobreza han ganado una batalla tras otra. Se estima que en apenas un
par de décadas, la pobreza absoluta se ha reducido a la mitad, en buena medida
merced a las hazañas en tal ámbito de China, cuyo régimen nominalmente
comunista remplazó los textos económicos de Marx y sus epígonos por otros
escritos por liberales y, si bien fueron menos espectaculares, la India después
de décadas de estancamiento a “tasas hindúes” atribuibles a la influencia de
los laboristas británicos.
Pero, por desgracia, en la Argentina los defensores de la
miseria generalizada han llevado la mejor parte; luego de batirse en retirada
cuando el país crecía a tasas casi chinas, recuperaron el terreno perdido.
Parecería que los enemigos del progreso económico continuarán avanzando, que,
al entrar el país en recesión, los bolsones de pobreza están por expandirse
nuevamente. Los optimistas aseguran que no hay ninguna posibilidad de que haya
una repetición de la catástrofe que siguió al desmoronamiento de la
convertibilidad, pero así y todo, desde el punto de vista de quienes no quieren
que haya más pobres, las perspectivas distan de ser promisorias.
¿Es lo que se han propuesto Cristina y sus partidarios? Aunque no cabe duda de que les conviene
electoralmente a los populistas que haya muchos millones de pobres
“estructurales” que dependen emotivamente de la bondad del caudillo
entronizado, sorprendería que los kirchneristas decidieran fabricar más con el
propósito de atrincherarse en el poder. No se trata de la consecuencia
previsible de una estrategia despiadada pero en el fondo realista sino de la
convicción sincera de que, en última instancia, lo que cuenta son las
intenciones, siempre buenas, de gobernantes que se creen progresistas. Luego de
persuadirse de que la pobreza no es la condición natural del hombre desde que
el mundo es mundo sino una aberración provocada por la maldad de algunos
poderosos malignos y fabulosamente codiciosos, fantasía ésta que subyace en la
prédica del papa Francisco y otros humanitarios, tanto los kirchneristas como
muchos otros llegan a la conclusión de que hay que combatir el capital para que
el pueblo, por fin liberado de la tiranía del dinero, pueda gozar de lo que por
derecho es suyo.
Demás está decir que se trata de una ilusión. A esta altura,
ir reduciendo la pobreza hasta que sólo sea residual no debería ser demasiado
difícil. Docenas de países lo han logrado; algunos, como Singapur gracias a la
gestión del recién fallecido Lee Kuan Yew, en un lapso asombrosamente breve, de
modo que los gobernantes actuales no tendrán que reinventar la rueda ya que
podrían limitarse a aprender de la experiencia ajena. Pero, por motivos que a
su juicio son patrióticos, muchos se resisten a dejarse influir por las
despreciables ideas “foráneas”. Antes bien, insisten en aplicar una y otra vez
las consabidas recetas autóctonas que, huelga decirlo, siempre brindan los
mismos resultados.
El gobierno K, con el apoyo intelectual, si bien en
ocasiones crítico, de la progresía, cree que la redistribución le permitirá
hacer de la Argentina un país menos desigual. Por desgracia, tiene poco, muy
poco, para redistribuir. No bastaría con apropiarse de los ingresos
supuestamente excesivos del complejo sojero, de la renta financiera o de
aquellos siniestros “poderes concentrados”, lo que, al fin y al cabo,
equivaldría a matar para entonces cocinar y comer la gallina de los huevos de
oro, porque los montos así recaudados no serían tan grandes como algunos
imaginan. Para redistribuir en serio sin provocar un desastre económico
descomunal, los kirchneristas han tenido que aumentar la presión impositiva
sobre los trabajadores que, conforme a las deprimentes pautas nacionales,
constituyen una elite óptimamente remunerada, de ahí la rebelión sindical
contra Ganancias. Aunque el grueso de los obligados a pagar Ganancias tiene
motivos de sobra para no sentirse rico, sin su aporte sustancial sería
imposible mantener los subsidios que necesitan millones de personas que son más
pobres aún.
Si bien los políticos aportan poco al producto bruto del
país, son plenamente capaces de frustrar los esfuerzos de los empresarios,
tanto los multimillonarios como los de las PYMEs, que, bien que mal, son los
únicos que, en su conjunto, podrán ganar “la guerra contra la pobreza”. Sin un
sector privado vigoroso, ningún país que no sea un emirato petrolero
prosperará. Un gobierno racional, pues, se dedicaría entre otras cosas a
derribar las muchas barreras que obstaculizan el camino del desarrollo para que
la economía argentina se hiciera más eficiente y más competitiva, lo que daría
a los hundidos en la pobreza “estructural” más oportunidades para
independizarse de la benevolencia interesada de políticos clientelistas y otros
de mentalidad parecida que, con los ojos siempre puestos en las próximas
elecciones, se limitan a aprovechar sus penurias.
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