Por Gabriela Pousa |
Argentina es
un país extraño donde cuando nada pasa es cuando todo está pasando. Es
difícil percibir las diferencias entre la realidad y la apariencia. Se vive
entre escenografías y máscaras como si la vida misma estuviese maquillada. Todo
se mezcla sin medir consecuencias. Idéntica trascendencia puede darse a un
escándalo mediático que a la entronización de un Papa nacido en estos pagos.
El afán por
establecer lo igualitario como paradigma de lo democrático ha llevado a
confundir el negro con blanco. Igualar, en este caso, es un eufemismo
de vivir uniformados. Salirse de ese “orden” se paga caro.
En ese
contexto, la coyuntura política carece de toda racionalidad. El
escándalo es tomado con naturalidad, la tolerancia a la barbarie es magnánima,
y se le perdona lo imperdonable al gobierno nacional en pro de
quimeras y falsedades. A ningún otro gobierno se le ha dejado hacer como al
actual.
Criamos al
kirchnerismo como se cría un chico. Le permitimos desde el primer día hacer lo
que quiera sin medir consecuencias, que gatee libremente, que abra cajones, toque enchufes, juegue con
los adornos, se trepe a los sillones, llore y grite… Así durante doce
años.
Hoy, en esta
adolescencia progresiva, pretendemos que se comporte con altura, buscamos
ponerle límite sin garantía de éxito por la simple razón de no tener noción del
significado de ese concepto. Inútil pretender que obre acorde a normas o reglas
que jamás se le ha enseñado. Sucede con el ser humano en el seno
familiar, y sucede con el gobierno en el marco político y social.
El hartazgo,
la apatía, el creer que “la buena vida” es sinónimo de poder comprar en
cuotas un electrodoméstico más, nos convirtió en portadores de una paciencia
infinita. El tener cotizó más que el ser. Hubo convencimiento de que
se le debe pleitesía a quien nos “regaló” recitales de rock, nos inauguró una
canilla, divirtió en Tecnópolis y habilitó feriados, convirtiendo fechas
patrias en fines de semanas largos.
Sumidos en
tamaña confusión, y temerosos de lo que vendrá porque siempre hemos estado al
amparo de “papá Estado”, vemos el cambio con recelo y pavor: ¿tendremos
que renunciar a los beneficios de ser esclavos? Sí, cambiar requiere
un renunciamiento que no todos los argentinos están dispuestos a aceptar.
Esto explica
de algún modo, el por qué Daniel Scioli suena aún como un posible
sucesor de la jefe de Estado. El mismo hombre que ocultó cadáveres durante una
inundación puede ser electo Presidente de la Nación. ¿Hay acaso coherencia en
ello? No. Coherencia no, lo que hay es temor. Temor a perder la
dádiva, el plan social, el “beneficio” del clientelismo, la asignación
universal por hijo…
De lo
contrario, no es factible entender que el gobernador del conurbano, pueda tener
alta intención de voto. Daniel Scioli es Cristina sin el grito, el dedo
acusador, la cadena nacional, el mal trato cotidiano, el agravio por acto u
omisión. Y parte del pueblo argentino es inmune a la corrupción, a la
decadencia institucional, a la justicia y a la mismísima Constitución. Le
importa un ápice lo que pasa fuera de las paredes de su casa. Por eso la basura
tapa las calles, los monumentos se manchan con aerosol y se rompe un colectivo
o un vagón.
“Hacer
la vista gorda” es deporte nacional, el “no te metas”
gravita como dogma, y el “más vale malo conocido que bueno por conocer”
sella un destino de resignación y falso confort.
Otro asunto
que explica, o pretende explicar, la presunta posibilidad de un triunfo
del gobernador radica en la crisis económica. No se evidencia aún una
nítida percepción de crisis en la ciudadanía. Esto se debe a esas apariencias
que se confunden con la realidad, a las cuales aludíamos al comienzo de estas
líneas.
Parece haber
cierta calma porque el dólar no se dispara ni se habla de corralitos o corridas
bancarias. Y además, la inflación se instaló como algo con lo cual hay
que aprender a convivir más que como un mal a combatir. ¿Qué importa una suba
de precios si el gobierno sube el subsidio luego? Y siempre prima el
temor a que un nuevo mandatario ponga fin a ese “favor”.
Para
entender que el subsidio a la pobreza es en realidad una cadena que ata y
condena a no salir de ella, es necesario educación. Y el kirchnerismo
se ha ocupado con creces de mantener la ignorancia generalizada, sobre todo en
las clases más necesitadas.
En
Argentina, la mayoría de las elecciones fueron definidas por el bolsillo guste
o no. Véase que mientras las instituciones eran desmanteladas, mientras
los Schoklender administraban fondos públicos, Ricardo Jaime estafaba o el juez
Norberto Oyarbide cerraba toda causa contra el matrimonio presidencial, un 54 %
le servía en bandeja la reelección a Cristina.
¿No se
veía por ese entonces la corrupción? No la veía quien no quería, porque
ya había pasado lo de Skanska, ya había entrado Antonini Wilson con la valija,
ya habían sido diezmadas las Fuerzas Armadas y saqueadas las AFJP. Pero nada
importaba porque se podían comprar plasmas en doce cuotas sin interés, o viajar
a la costa los feriado puente y en Semana Santa…
En síntesis, los
argentinos no votaron gestión, votaron la apariencia de gestión que es
distinto. Asimismo, el mayor apoyo que recibe Scioli, lo hace de
sectores cuyo comportamiento y actitud frente a la política es nimio. O sea, el
candidato tibio y moderado cuenta con el aval del ciudadano que le es similar:
desaprensivo, resignado, moralmente anestesiado como el gobernador,
para quien “el fin justifica los medios“. Así la Presidencia
justifica las innumerables displicencias que sufrió. Todo fuera por el
sillón.
Además, hay
interés en votar tranquilidad después de años de tormentos, y Scioli está
vendiendo eso: mesura, diálogo, sosiego y no tensión. Qué haya hecho o
deshecho sigue sin ser prioridad para el elector. Si comúnmente se ha votado
por el tenor del bolsillo, ¿por qué ahora habría que votar por eficiencia en la
gestión?
También es
factible hacer una exégesis de la debacle que sufre el Frente Renovador. Sergio
Massa no comprendió que su caudal electoral en la última elección, fue el voto
a quién en ese momento, el gobierno, había erigido como opositor. Idéntica
situación sucedió con Pino Solanas que se cegó, y no asumió que el voto porteño
no estaba a su favor sino en contra de permitirle a Daniel Filmus, – y
consecuentemente al oficialismo -, ocupar una banca más en el recinto.
Cuando el
escrutinio es mal leído suele sobrevenir este tipo de decepción.
Finalmente, la Presidente está más interesada en su propia suerte que en quién
será su sucesor. Para ella habrá apenas un suplente porque no considera que el
país pueda subsistir sin ella. La disyuntiva que enfrenta es advertir
si la fidelidad de los jueces y fiscales que está consiguiendo por coimas y
aprietes hoy, seguirá intacta cuando ya no sea ella quien trabaje en Balcarce
50. Esa duda la desvela porque, en política, la traición es regla y la lealtad
excepción.
Así y todo,
Fernández de Kirchner quiere volver a la vieja metodología con la cual el
kirchnerismo construyó poder después de asumir con un 22% de votos. Cristina
apuesta de nuevo a la caja. Y puede hacerlo porque en medio de una devaluación
que sobrepasó el límite de la moneda, Argentina ha sufrido una devaluación
mucho peor: la de la dignidad y el honor.
No hace
falta mucho para darse cuenta que, como el fiscal Javier De Luca, hay
hombres baratos, en oferta, prestos a venderse al primer postor aunque ni
siquiera sea el mejor.
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