Por Manuel Vicent |
Existe una infección cerebral, que se llama ideología
mórbida, mucho más contagiosa que la gripe del pollo o la enfermedad de las
vacas locas, contra la que no existen vacunas. Uno de los síntomas de esta
infección es una fiebre rara que te impide ver el lado sórdido de los políticos
de tu partido. Aunque los medios de información descubran y aireen cada día sus
delitos de cohecho, malversaciones de caudales públicos y robos descarados piensas
que sus tropelías no te atañen. Los votas, pero tú eres un ciudadano honorable.
Por mucho
que los veas entrar y salir de los juzgados y de las cárceles, esa fiebre
ideológica te obliga a creer que basta con el cabreo para sentirte a salvo del
contagio.
Los votas, pero tú eres un ciudadano incontaminado. La
virulencia de esta infección cerebral te llevará a las urnas una vez más como
un borrego y, pese a haberte desayunado a lo largo de una legislatura con los
latrocinios evidentes de los políticos de tu partido, incluso celebrarás su
triunfo si ganan las elecciones.
Pero después de depositar el voto en su favor, aunque no lo
notes, volverás a casa con el cerebro seriamente dañado.
Los efectos de esa lesión son expansivos y envolventes,
actúan como una lenta bajada de las defensas, de modo que sin darte cuenta irás
perdiendo la autoestima y llegará un momento en que ya no podrás reaccionar
contra cualquier clase de injusticia, hasta considerar muy natural que te roben
a ti directamente.
A estas alturas, un ciudadano libre tiene la obligación de
saber que votar a un Gobierno corrupto es un acto inmoral, que te hace cómplice
de la corrupción.
Te creías vacunado contra esa basura, pero un día el espejo
ante el cual tu rostro se refleja, puede que te dé un veredicto fatídico: si de
forma consciente votas a un político corrupto es porque tú en su caso harías
exactamente lo mismo.
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