Por Natalio Botana |
Dos actitudes opuestas sobresalen en el escenario político a
medida que avanza el proceso electoral de este año: la sumisión y el
faccionalismo.
Por el lado del oficialismo se impone siempre una estricta
disciplina, en especial en el campo parlamentario, a los dictados emanados del
palacio presidencial. Esta actitud se traduce en las propuestas electorales del
Frente para la Victoria mediante la unificación de sus candidaturas y listas de
candidatos.
El oficialismo representa de este modo un núcleo duro cuya ley de
gravedad atrae a los candidatos (léase Scioli) que intentaron marcar alguna
diferencia. Ensayan cambios, hasta intentan modificar el discurso, pero, en
última instancia hay un látigo que los disciplina y al cual se pliegan con una
plasticidad digna del mayor encomio.
Por el lado de las oposiciones las actitudes faccionalistas
no cesan, las negociaciones se hacen engorrosas y se actúa como si los
argumentos en pugna transcurriesen en un clima de aparente normalidad. Para
salir de esta supuesta calma y encontrarle nuevos rumbos no serían necesarias
la convergencia de ideas y la concentración de voluntades. El contraste entre
una hegemonía impuesta de arriba hacia abajo y un terreno opositor en el cual
emergen mil flores prontas a marchitarse, es ilustrativo de lo que pasa.
Lo que aconteció en Salta, el domingo pasado, pone de
relieve las fuertes reservas electorales con que cuenta el oficialismo. Aun
admitiendo las denuncias de fraude que efectuó el candidato derrotado, estas
PASO norteñas subrayan el poder electoral de una economía subsidiada que
arrastra el voto de las zonas marginales y no logra, sin embargo, establecerse
en las zonas centrales de carácter urbano como la ciudad capital de la
provincia.
Dada esta distribución del voto, las oposiciones divididas
aportaron sus granitos de arena que, por ser tales, no amenazaron la autoridad
fundada en la tradición peronista del gobernador en funciones. Al mismo tiempo,
es reveladora la capacidad del oficialismo para amalgamar diferencias. Muy
cerca, en la provincia de Jujuy, mientras el grupo de Milagro Sala se acerca y
hasta podría fusionarse con el justicialismo gobernante, las tres oposiciones
-la UCR, el Pro y el Frente Renovador (FR)- practican a diario un tira y afloja
que no parece tener presente el volumen de las fuerzas contrarias (ésta es la
imagen que arroja, al menos, un panorama visto desde lejos).
Acaso sean éstas unas luces de alarma necesarias, aunque no
todo estaría fatalmente perdido. Al contrario: las oportunidades son atractivas
siempre que predominen principios estratégicos y no querellas de ocasión. Por
ejemplo, los resultados de este próximo domingo en Mendoza, si encabeza las
PASO el candidato de la UCR, Alfredo Cornejo, pueden proyectar el espíritu
acuerdista a escala nacional. En esa provincia, en efecto, el concurso y los
apoyos de Pro y el FR han generado una coalición con vocación ganadora y
aptitud de gobierno.
Tan interesante como Mendoza es el caso de Santa Fe, un
territorio de peso en la constelación federal del país, en el cual este domingo
también se dirimen las PASO. Desde hace años, la política santafecina ha
ratificado el ocaso del Frente para la Victoria en esa provincia, a punto tal
que la competencia entre la alianza socialista-radical y Pro (que lleva
asimismo un candidato a vicegobernador de origen radical) ha relegado al
oficialismo al tercer lugar.
Estos pronósticos dicen bastante acerca de la articulación
del plano federal con el plano nacional. De las provincias pueden surgir
indicadores de tendencias más amplias. Una victoria del candidato socialista en
Santa Fe favorecería la candidatura social-demócrata a la presidencia de su
aliada Margarita Stolbizer; una derrota a manos de Pro impulsaría, en cambio,
un proyecto de tipo centrista-popular gracias al apoyo que el senador Carlos
Reutemann ha prestado a Mauricio Macri.
De nuevo un rompecabezas que se contrapone al compacto
mensaje, con sus condimento de anacrónico chavismo, que el oficialismo dirige
permanentemente al país a través de su aparato de propaganda y de las cadenas
oficiales. En los trances electorales no importa tanto la veracidad de lo que
se dice (en rigor, las estadísticas que respaldan la economía que el Gobierno
ha montado para uso electoral son, por lo general, ficticias); lo que más
importa es que la gente en estos meses les crea y deposite su voto en
consecuencia. Lo que vendrá después, el desengaño al modo en que, por ejemplo,
se manifiesta en Brasil, y el correlato de la indignación callejera es asunto
que no perturba a los operadores de tiro corto.
Visión estrecha y visión amplia. No hay por ahora una
discusión de fondo entre nosotros acerca de las cuestiones que derivan de la malformación
del Estado en la Nación, las provincias y los grandes municipios con sus
secuelas de marginalidad urbana y dramática expansión del narcotráfico. A estos
problemas no resueltos daría la impresión de que se los traga la tierra como si
el salvajismo de los crímenes en las villas se inscribiese en la rutina de la
normalidad. Pero esa inclinación a postergar lo necesario y ocuparse
exclusivamente de las contingencias de la lucha por el poder trasunta también
un prolongado déficit en nuestros estilos políticos. A cada vuelta del debate,
la mezquindad y las anteojeras suelen sepultar las perspectivas de largo
alcance.
Esta manera de encarar el porvenir es por cierto tributaria
de no pocos desaciertos históricos entre los cuales vale la pena señalar la fragilidad
de nuestra cultura cívica. O, lo que es lo mismo, para el caso que nos
interesa: los usos repetidos de aquellos que no saben perder y la rutina
establecida en otras formaciones de prestar acatamiento militante a quienes,
desde la cumbre, mandan. Vale la pena, al respecto, recordar la confesión
pública de Felipe González, hace pocos días, con motivo de la elección de Pedro
Sánchez a la secretaria general del PSOE con vistas a los próximos comicios
españoles. González no había votado a Sánchez en las primarias de su partido,
lo que no impidió que afirmara, según el diario El País del 13 del corriente:
"En primarias no lo voté a él, pero estoy a su disposición; es mi
secretario general y a él voy a apoyar todo lo que pueda. Es lo que pido como
cultura de partido". Los tres mil afiliados que lo escuchaban lo
aplaudieron de pie durante más de un minuto.
Subrayo la frase cultura de partido. Culturas de partido ha
habido en nuestro país para todos los gustos: culturas autoritarias de total
aquiescencia a un líder indiscutido, con séquito y relato a la mano, y, en el
otro extremo, culturas de fragmentación lo suficientemente horizontales para
descabezar un partido y dejarlo librado a la lógica facciosa de los sectores en
pugna.
Lo que acaso nos falte es esa cultura de partido que tenga
la grandeza de deponer apuestas parciales en aras del bien general de una
organización democrática basada en la deliberación y el consenso. Es todo un
arte que, de paso, nos recuerda que la democracia no sólo descansa sobre una
ética de la victoria sino también sobre una ética de la derrota. La dos éticas
se realimentan mutuamente cuando las corrientes internas acatan una regla
institucional y comparten principios superiores a los intereses de cada una de
ellas. Lección a tener en cuenta ante la urgencia, esperemos, de que se vayan
clarificando las opciones.
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