Por Arturo Pérez-Reverte |
Ninguna
ratonera funciona sin la complicidad del ratón. Por lo menos, ésas clásicas de
madera y alambre con un trocito de queso, que, cuando la bestezuela incauta
hinca los dientes, disparan un resorte y atrapan al miserable roedor por el
pescuezo. Y no está de más recordarlo a la hora de considerar en qué nos
estamos convirtiendo, en España. En qué pandilla de gilipollas pretendemos
transformar a los niños que un día, más pronto que tarde, tendrán nuestras
vidas y nuestra vejez en sus manos.
Lo mismo es que a veces me levanto
atravesado y veo las cosas turbias, pero mucho me temo que buena parte de los
esfuerzos educativos que hacemos en la actualidad -incompetencia cultural y
chulería estéril del ministro Wert aparte- se encaminan a fabricar esa
ratonera. A hacer que nuestros cachorros, y nuestro futuro con ellos, metan la
cabeza en esa trampa de estupidez y demagogia imbécil, tan ajena a la realidad.
Tan distante de la vida.
Algunas
veces, en esta página, he mencionado ejemplos: los animales salvajes pasados
por el filtro de los dibujos animados y el buenismo absurdo, capaces de
convertir un puma mejicano, una serpiente de cascabel o un tiburón blanco en
tiernas mascotas de compañía. O, ya en cosa de seres humanos, aquella fiesta
escolar dedicada a los piratas que narré un día, en la que la maestra, al
extrañarse algunos padres de que se prohibiera a los niños acudir con espadas o
pistolas, argumentó: «Es que también había piratas buenos». Sin olvidar ese
carnaval escolar dedicado al Oeste, donde se pedía expresamente a los padres
que sus hijos acudieran sin pistolas, rifles, arcos ni flechas; y, más
importante todavía, mejor disfrazados de indios que de vaqueros, para que los
niños hijos de inmigrantes hispanoamericanos no se sintieran acomplejados,
víctimas y en minoría.
Es como lo
de los lobos, y se lo dice a ustedes un defensor acérrimo de estos animales.
Porque una cosa es defender la existencia del lobo, que incluye su derecho a
cazar y matar tal como ese depredador lo ejerce desde hace siglos -y también a
ser matado cuando sus intereses chocan con los de los humanos-; y otra, vender
a las criaturas la imagen de que el lobo es una criatura angelical, tan
inofensiva como un perro de compañía. Que se lo pregunten a los ganaderos
rurales de León y Asturias, a ver qué opinan, y si esas opiniones son aptas
para incluirse en los libros de texto. O a mí mismo y algún compañero de otros
tiempos, que podríamos contar con detalle lo que una manada de lobos
hambrientos puede hacer con unos refugiados bosnios, niños incluidos, cuando
éstos huyen dispersos por los bosques, sobre la nieve.
Así que, en
línea con lo que comento, permítanme dos o tres ejemplos más, últimas
adquisiciones en cuanto a ratoneras y demagogia se refiere. Una proviene de
algunos historiadores, desde luego no tan mediocres como Emilio de Diego o José
Luis Corral -semejante exceso de caspa ya requiere hacer oposiciones-, pero sí
lo bastante cantamañanas para empeñarse, desde hace algún tiempo, en desterrar
el término Reconquista de la guerra de ocho siglos que en
España se mantuvo contra el Islam, sustituyéndolo por el muy políticamente correcto Expansión
de los reinos cristianos en la Península; que suena, en efecto, muy de
ahora; como si todo hubiera transcurrido en elegantes negociaciones en torno a
una mesa con cigarros puros y un cafelito. Échate un poquito para allá,
Mohamed, haz el favor. O sea. Que me expando.
Podríamos seguir
citando ejemplos, pero se me acaba la página. Aun así, creo que todavía caben
dos. Uno es de hace poco, en un colegio de Madrid, cuando una profesora,
llevada por la buena voluntad que caracteriza estos deliciosos tiempos,
comunicó a sus alumnos que Cristóbal Colón no descubrió América, «porque ésta
ya estaba allí con sus habitantes»; y lo que hizo Colón, y como tal debía
figurar en los ejercicios de clase, so pena de mala nota, fue «llegar a América
después de un largo viaje». Reconocerán ustedes que éste, como ejemplo de
gilipollez docente, es excelso, y supera al de la Reconquista. Pero estoy
seguro de que apreciarán más el que acaba de enviarme un padre, con fotocopia
de un libro de texto en la que, lamentablemente, no figura el nombre de la
editorial escolar responsable del asunto: «Antonio Machado fue elegido
miembro de la Real Academia. Pasados unos años (no se especifica en
qué nos estuvimos ocupando los españoles durante esos años) fue a
Francia con su familia y allí vivió hasta su muerte».
© XL Semanal
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