Por Luis Alberto Romero |
Como en un canon o una fuga, en el debate sobre la Argentina
poskirchnerista las distintas voces se hacen oír sucesivamente. Primero fue la
sociedad civil opositora: a través de sus organizaciones o de masivas
manifestaciones cívicas, delineó una propuesta que liga el fortalecimiento
institucional y estatal con el desarrollo y la equidad. Después entraron los
políticos opositores, tratando de compatibilizar la competencia con los
acuerdos necesarios para gobernar.
En estas semanas se empieza a escuchar con fuerza la tercera
voz: las grandes corporaciones. El Grupo de los Seis anuncia una evaluación del
estado del país al fin de ciclo de los Kirchner, mientras los sindicatos, luego
de un paro masivo, apuntan a reconstruir una CGT unificada. ¿Afianzarán la república
o volverá la Argentina corporativa?
Desde que se organizó el Estado nacional, ha habido un
contrapunto entre los representantes electos para gobernarlo y los
representantes de los intereses. Unos se sustentan en el voto; los otros, en su
peso social y económico. Al principio la intervención empresaria se limitó a
algunos lobbies, como el del Centro Azucarero Tucumano. Desde 1933, ante la
crisis, el Estado propuso una fórmula novedosa: las Juntas Reguladoras de la
Producción. En cada rubro, se convocó a los sectores vinculados para elaborar
acuerdos sobre precios y cuotas de producción, que luego discutiría el
Congreso. Primaba la decisión del órgano representativo democrático, pero
sustentada en el acuerdo corporativo.
Perón impulsó a la corporación sindical y la incluyó en su
vasta Comunidad Organizada. El Congreso quedó de lado. El Estado debía
organizar los acuerdos entre las partes, subordinados a una directiva general y
con la cohesión emanada del liderazgo y la doctrina. Luego de la caída de Perón,
el cascarón estatal se desmoronó. Las instituciones republicanas no lograron la
legitimidad necesaria para reemplazarlo, y las corporaciones tuvieron su
momento de esplendor.
En el llamado "parlamento negro", negociaban los
sindicatos, los empresarios, los militares y la Iglesia. En los años 70, sus
débiles acuerdos estallaron con la movilización social y política, y el
proyecto de Perón en 1973 de recomponer el acuerdo corporativo -con el respaldo
simbólico de la representación parlamentaria- se derrumbó antes de su muerte,
encendiendo los fuegos del conflicto social y político. La dictadura los apagó
con el terrorismo de Estado y manejó los conflictos con criterio militar. El
gobierno democrático de 1983, con fuerte legitimación ciudadana, sin embargo,
debió enfrentar a las dos grandes corporaciones -expresadas en los
"capitanes de industria" y la CGT de Ubaldini- junto con los reclamos
de otros numerosos grupos de interés, que demandaban por lo que la democracia
les había prometido.
Desde los años 70, la relación entre el Estado y las grandes
corporaciones venía cambiando. Ministerios y agencias estatales fueron
colonizadas por los grupos de interés, que dirimían sus conflictos dentro mismo
del gobierno. En lugar de grandes acuerdos sectoriales, como las leyes de
Asociaciones Profesionales o de Promoción Industrial, aparecieron los
beneficios singulares, casi prebendarios, como los recibidos por Aluar a las
empresas de electrodomésticos en Tierra del Fuego.
Con la democracia, muchos políticos se convirtieron en
gestores de empresarios; el sistema se desplegó con amplitud en tiempos de
Menem y pasó a un nivel superior en los años kirchneristas, cuando se convirtió
en cleptocracia. El uso del Estado en beneficio del grupo gobernante ha
desquiciado las cosas de tal modo que es imposible seguir adelante con este
esquema. En un contexto general de aspiración al cambio político e
institucional, llega la hora en que las corporaciones deben definirse.
Las organizaciones empresarias vienen de años poco felices,
en los que sacrificaron sus intereses ante los diktat del gobierno. ¿Por qué
los acataron? Porque cada uno atendió a su juego. Un grupo de empresarios entró
en el círculo perverso de la prebenda y el retorno con el que se construyó el
régimen cleptocrático. Otros se atemorizaron ante las sanciones de un poder
gubernamental que ignoró la ley. Alguien habló de "la era del
reculaje". En el fondo, carecieron de organización y de conciencia de
clase; igual que los trabajadores de fines del siglo XIX, cuyas protestas eran
acalladas por la prepotencia patronal o la represión gubernamental. Los
empresarios parecen necesitar militantes, como los fundadores del movimiento
obrero, para que les expliquen que su fuerza está en la unidad y en el proyecto
común.
Hoy estas organizaciones parecen animadas por un nuevo
impulso. Entre ellos, el interés colectivo se está construyendo entrelazado con
la cosa pública. Postulan que las instituciones de la República son buenas para
todos y también para los negocios, lo mismo que un Estado que cumpla con sus
responsabilidades y una sociedad que sobre la base de la equidad recupere su
perdida cohesión. Se insinúa otro debate entre los paradigmas del empresario
prebendario o el innovador. El primero es tentador: asegura lucros fáciles y
hasta tranquiliza la conciencia cuando se disfraza de populismo. El segundo los
desafía a poner su empeño en la expansión de las capacidades productivas de la
sociedad, como ya lo vienen haciendo los empresarios agrarios o toda una camada
de jóvenes hombres de negocios.
La historia reciente del sindicalismo es igualmente triste.
En los años 90, debilitados por las privatizaciones y la apertura económica, se
dividieron entre quienes aceptaron las modificaciones a cambio de beneficios
personales, y quienes las resistieron. En los años kirchneristas, con
organizaciones sindicales fortalecidas por la reactivación, la división separó
a los que acataban la autoridad presidencial y los que defendían algo de su
vieja independencia. En todos los casos, los grandes sindicalistas se
enriquecieron, se hicieron empresarios o convirtieron a sus sindicatos en
empresas. Pero su peso como corporación, que otrora supo tallar fuerte,
disminuyó notablemente.
Los sindicatos saben cómo defender el salario y el empleo,
pero no están preparados para pensar más allá de lo suyo, ni para asumir
compromisos con otros sectores ni para participar en las movilizaciones
civiles. Actualmente discuten sobre la reunificación de las diferentes
centrales y, probablemente, preparan el retorno de la "línea
Ubaldini" de los paros generales. Sin embargo, pueden detectarse algunas
voces que reflexionan sobre los problemas generales y sobre las
responsabilidades que cada sector deberá asumir en un futuro proceso de
reconstrucción. Quizá se abra el espacio para un debate más amplio en el Comité
Confederal, cuando deban discutir la cuestión de la unidad.
En cualquier caso, las grandes corporaciones vuelven a la
escena. Al próximo gobierno se le planteará el problema de cómo manejarse con
estos intereses sectoriales organizados durante el proceso de reacomodamiento y
ajuste de la economía. Nuestro pasado abunda en ejemplos de manejos
catastróficos, en tiempos en que el Estado tenía más consistencia que hoy. La
fuga de Bach puede tener un final poco armónico, en el que las voces no se
reencuentren.
Para evitar la colisión catastrófica será indispensable fortalecer
el polo político con un acuerdo sólido, y hacerlo rápidamente, dejando atrás
las heridas o magullones de la competencia electoral. Sobre esa base, el
gobierno debería concertar con empresarios y sindicalistas un programa que
comience con el control de la inflación y apunte a unir el crecimiento con la
equidad. Unos deberán concentrarse en crear más riqueza, con riesgo e
innovación, y los otros en cuidar su distribución. Eso requiere la intervención
de un Estado reconstituido, con autoridad y experticia, que combine ambas
cosas, y maneje la coyuntura y la transición. Esto es sólo wishful thinking,
con un poco de razón geométrica y un poco de ilusiones. Lo difícil queda para
que lo hagan los políticos.
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