Por Arturo Pérez-Reverte |
Leí hace unos días el librito España, república de
trabajadores que el ruso y muy estalinista Ilia Ehrenburg escribió tras hacer
un corto viaje por nuestro país en 1931: un libro amargo pero interesante, de
útil lectura incluso ahora -o especialmente ahora-, que no traza el mejor
retrato posible de la España de entonces, y critica el modo desastroso con que,
según opinión de ese ilustre viajero -que al poco tiempo se convirtió en alta
personalidad del régimen soviético-, los españoles encarábamos aquella todavía
joven democracia: nuestro recién conquistado gobierno popular.
Y cuando uno lee
el libro, al fin publicado con su texto íntegro, se le caen bastantes palos del
sombrajo. No porque la Rusia estalinista de entonces, por contraste, fuese
precisamente el paraíso del proletariado; pero sí porque la descripción y
opiniones de Ehrenburg, demoledoras, superficiales, disparatadas a veces,
explican sin embargo muchas cosas de las que ocurrieron después. Eso convierte
el libro en recomendable lectura para saber cómo se nos veía entonces desde
fuera; y también, dicho sea de paso, para que templen su entusiasmo los simples
que hoy describen la Segunda República como una Arcadia feliz rota sólo por
obra y gracia de un par de obispos y cuatro generales malvados. Aquello nos lo
cargamos entre todos, desde luego. Y el libro de Ehrenburg, aunque parcial y
relativo, torpe a menudo, relaciona bien algunos porqués.
Pero, en realidad, de lo que yo quiero hablarles hoy es de
limpiabotas. De una anécdota reciente que retuve quizá porque en ese momento,
hace sólo unos días, me encontraba leyendo lo de Ehrenburg, y el libro se
refiere también a los limpiabotas de aquellos años, criticando la obsesión de
los españoles de entonces por llevar los zapatos limpios y relucientes. Unos
cuantos muertos de hambre, viene a decir, pasaban la tarde entera con una
peseta haciendo tertulia en una mesa de café, pero en cuanto disponían de
alguna calderilla, todos llamaban altivamente al limpiabotas. La lectura de
esas líneas me hizo pensar en lo que los tiempos han cambiado, y en la práctica
desaparición en España del útil oficio de limpia. Hay quien se alegra de ello,
pues lo considera denigrante y servil, pero no comparto esa opinión. Llevar los
zapatos limpios, de casa o de fuera, sobre todo si son un par de buenos
zapatos, es una magnífica tarjeta de presentación; pero es que, además, ese
trabajo, como otro cualquiera, da de comer a gente que se gana dignamente su
jornal. Remarco lo de dignamente, pues nunca vi nada deshonroso en el oficio de
limpiabotas u otros similares. Al contrario, recurro a ellos cuando los
necesito, conozco a varios hasta casi la amistad, y algunos -como uno de la
Campana de Sevilla, ex legionario, ya fallecido, al que hace años dediqué un
artículo- pueden dar lecciones de dignidad a la mayor parte de sus clientes,
como las daba Alfonso, el cerillero del café Gijón, o las da Luis, el
melancólico y profesional limpiabotas del Palace de Madrid, que lleva su oficio
con estoica imperturbabilidad y sólo se lamenta, cuando hay confianza, de que
cada vez hay más clientes con zapatillas deportivas, y eso no hay cristo que lo
embetune.
Sobre Luis, el limpia, es la anécdota. Porque estaba yo el
otro día por allí, presentando libros y de charla con Miguel, el más impecable
maître de restaurante del mundo, cuando advertí que un político de los que
viven con suite o frecuentan el Palace -y no precisamente de su bolsillo-, de
ésos que basan su negocio en proclamar lo poco españoles que son y lo menos que
van a serlo cuando puedan, estaba allí sentado, leyendo el periódico mientras
Luis le limpiaba los zapatos. Y lo miré, claro, pensando: tiene flecos la cosa.
Cualquiera puede limpiarse los zapatos, si lo necesita. Puede y debe hacerlo.
Todo el que pase por aquí, que es el hotel más elegante de Madrid, o se detenga
en plena calle, ante los boleros mejicanos que atienden en la Gran Vía, por
ejemplo. Pero no un político, rediós, en este lugar, a cien pasos del
Parlamento. No ese fulano, que lleva más de veinte años enrocado aquí por la
cara, pisando moqueta, y ahí sigue, haciéndose limpiar los zapatos en público,
con absoluta indiferencia, dándole igual lo que piense quien lo vea. Con total
e indecorosa desvergüenza. Así que no pude contenerme y le dije al limpia,
cuando el otro ya se levantaba: «Luis, esos zapatos los hemos limpiado y pagado
a medias entre usted y yo». Y Luis, que es sabio y gallego hasta en los
cepillos, me miró en silencio, guardó el betún en la caja, sacó un pañuelo
arrugado, se sonó la nariz y no dijo nada.
© XL Semanal
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