Por Jorge Fernández Díaz |
"Si de forma consciente votas a un político corrupto,
es porque tú en su caso harías exactamente lo mismo", razona el escritor
español Manuel Vicent. Su tesis es que existe una ideología mórbida según la
cual nos negamos a ver el lado sórdido del candidato que elegimos: "Aunque
los medios de información descubran y aireen cada día sus delitos de cohecho,
malversaciones de caudales públicos y robos descarados piensas que sus
tropelías no te atañen -dice Vicent. Los votas, pero tú eres un ciudadano honorable
e incontaminado. La virulencia de esta infección cerebral te llevará a las
urnas una vez más como un borrego e incluso celebrarás su triunfo si ganan las
elecciones".
Resulta un consuelo empobrecedor comprobar que la
relativización moral no es sólo patrimonio de la Argentina, pero al menos tiene
la virtud de recordarnos por qué los negocios turbios del poder pesarán poco y
nada el día de los comicios. No en todas las sociedades sucede lo mismo: tanto
la imagen de Bachelet como la performance de Dilma han caído a su mínimo
histórico a raíz de los escándalos que protagonizaron sus funcionarios, pero
Cristina Kirchner se recupera de manera notable, a pesar de que tiene la imagen
negativa más alta del país. Su despedida del poder enaltece su partida y le
permite ejercer todavía, aunque parcialmente, el dedo elector. La clave de ese
repunte, sin embargo, no es el glamour del adiós, sino la sensación del
bolsillo. Los sondeos siguen registrando un marcado crecimiento del optimismo
en la sociedad argentina. Hay, como se sabe, dos clases de optimistas: los que
sienten que la economía no estalló ni estallará a pesar de algunos pronósticos
oscuros, y los que piensan que este gobierno se acabará y que el próximo
mágicamente mejorará todo. En el primero de los casos, parece haber calado la
ocurrencia de que los agoreros se equivocaron y de que la economía kirchnerista
marcha sobre ruedas. Tal vez sea cierto que algunos catastrofistas exageraron y
dijeron pavadas, pero no es menos verdadero que la hemorragia de las reservas
fue dramática y estuvo a punto de hacer volar por los aires todo el sistema. El
Gobierno, más nervioso que nadie, debió despedir al presidente del Banco
Central y aplicar trucos que ahondaron la recesión para evitar la tragedia.
También tuvo que eludir las obligaciones internacionales entrando en un default
técnico porque el discurso rendía y la plata no alcanzaba, y establecer luego
relaciones carnales con China para recibir a cambio un respirador artificial.
El cristinismo devaluó y estabilizó la inflación por el simple método de
enfriar la economía. Seguimos siendo, no obstante, una de las naciones más
inflacionarias del planeta, el consumo se cayó y la actividad se contrajo a tal
punto que los dos aliados históricos del modelo -industriales y sindicatos
entraron en combate. La Casa Blanca le hace un enorme favor al nacionalismo
vernáculo al explicar que nuestra situación es bastante mala, pero no se
equivoca en lo sustancial: Kicillof no curó al enfermo, sólo le aplicó
paliativos para que no sufra. Su gran triunfo es haber conseguido que los
analgésicos le hicieran creer al paciente que sanó; después algún cirujano del
futuro deberá hacerse cargo del muerto. Cristina se niega a pagar su propio
despilfarro, lo ató todo con alambre y huye dejándole la factura impaga a su
eventual sucesor.
Pero los optimistas de la otra vereda, aquellos que la
detestan, también parecen errar el diagnóstico y adentrarse en el resbaladizo
terreno de un voluntarismo sobrenatural: no está probado que quien venga logre
necesariamente hacerlo mejor, ni que sobreviva al campo minado; ni que un líder
republicano pueda vérselas con una sociedad subsidiada, fragmentada, mafiosa y
retorcida. El optimismo pueril e irracional es uno de los rasgos centrales de
los argentinos, que durante décadas fuimos proclives a comprar espejitos de
colores. Este país creyó de manera casi unánime que éramos derechos y humanos,
que la plata era dulce, que íbamos a vencer a los ingleses y a las fuerzas
combinadas de la OTAN, que un peso valía un dólar, que pertenecíamos al Primer
Mundo, que estábamos condenados a triunfar, y que la "década ganada"
era un paraíso. El antikirchnerismo corre el riesgo de agregar una ensoñación
más a ese rosario de quimeras.
En términos estrictamente electorales, el clima de optimismo
beneficia más a Scioli que a sus oponentes. No sólo porque sin un crac a la
vista puede haber un voto conservador, sino porque el motonauta hizo una
bandera de ese sentimiento frívolo y despreocupado. Con encuestas secretas en
la mano, cristinistas y adversarios se asombran e irritan al comprobar cuánto
mide la valoración personal, por momentos apolítica y tal vez inexplicable, que
Scioli recoge en el electorado abierto. Millones de argentinos siguen votando
personas y no proyectos, y lo hacen por cuestiones acaso intangibles y
emocionales: es prudente no olvidar esto para el correcto análisis político en
tiempos de definiciones. El gobernador naranja consigue el apoyo del
kirchnerismo siendo obsecuente con su patrona, y el apoyo del antikirchnerismo
gracias a que es habitualmente vapuleado por ella. Algunos ciudadanos que se
prestan a los experimentos de los encuestadores creen que Scioli es tan pero
tan fuerte que no necesita probarlo. De hecho, cavilan que su fortaleza es
mayor aún que la de Cristina, a quien ven como una insegura solapada para quien
es necesaria la respuesta temperamental como cobertura inconsciente de sus
dudas íntimas.
Lo cierto es que el oficialismo sabe que deberá pelear hasta
el último minuto por su hueso y que está lejos de ganar en primera vuelta. Y
que en el entorno de la gran dama parecen consolidadas las ideas de que
"morir con la nuestra" finalmente es morir y de que sin Scioli no hay
la mínima oportunidad. Es por eso que la melancolía presidencial fue cediendo
en los últimos días, y que sus discursos evitaron aquel derrotismo evidente. No
resulta tan fácil entrever, si los votos finalmente los bendijeran, cómo
lograrían congeniar sus intereses estas dos fuerzas solidarias y en pugna: el
Frente para la Victoria no es un partido, sino una alianza enclenque entre dos
concepciones antagónicas impelidas a atacarse y a evitar el doble comando. El
cristinismo y el peronismo tradicional han decidido compartir el mismo lecho,
pero con pronóstico alarmante. Esta semana tuvimos la primera batalla campal de
esa guerra: no otra cosa significó el exitoso paro que el gremialismo peronista
le hizo a la Casa Rosada. Fue tal el impacto simbólico de ese desafío que la
Presidenta no logró disimular su furia. La última vez que un gobierno peronista
sufrió una huelga de semejante porte fue durante la gestión de Carlos Menem,
antiguo jefe político de Cristina y ahora virtual candidato a gobernador de La
Rioja por el kirchnerismo.
El pueblo, a pesar de los dos optimismos, no tomó aún la
decisión final entre continuidad y cambio, pero pronto deberá hacerlo. Es un
dilema dramático, aunque no lo parezca. Si se inclinara por la primera opción
estaría consagrando una hegemonía de 16 años. No hay democracia plena con
partido único, pero esta clase de objeciones institucionales nunca suele
conmover a la gente. Tal vez, en ese sentido, tenga de nuevo razón Vicent
cuando escribe: "Al final los vencedores son los que saben salir bien en
la fotografía".
© La Nación
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