Por Guillermo Piro |
Lo llamaban “el Triste” no porque lo fuera, sino porque
quienes asistían a sus recitados de poemas terminaban indefectiblemente
llorando. Héctor Gagliardi (1909-1984) se dedicó a describir, a través de
versos sencillos y trillados, escenas y personajes de la vida porteña. Con su
voz conseguía exaltar el sentimiento melodramático. Sus inflexiones eran
afeminadas, parecía estar continuamente al borde del llanto.
Cristina le reclamó el otro día a la dirigencia judía que
denunciara al dirigente sindical Luis Barrionuevo por llamar “rusito” al
ministro de Economía, Axel Kicillof, y agregó que esperaba que la dirigencia de
la comunidad le hiciera una denuncia por discriminación. Esa dirigencia no se
hizo esperar, y al día siguiente el presidente de la DAIA, Julio Schlosser,
lamentó y repudió la declaración de Barrionuevo.
Yo creo que es hora de que la Presidenta y la DAIA repudien
a Héctor Gagliardi, quien escribió un poema titulado El rusito, publicado en Versos
de mi ciudad, que es una muestra de antisemitismo y discriminación
flagrante. No voy a reproducir el poema porque me pagan por escribir, no por
copiar, de modo que, aprovechando el carácter narrativo de los poemas de
Gagliardi, si no les parece mal voy a relatarlo.
El autor define al rusito como “más vivo y calculador que
toda la clase junta”, y agrega: “No prestaba el sacapuntas sino a cambio de un
favor”, con lo que el poeta no hace más que sumarse a la estigmatización
antisemita que se encuentra en la base del mito del supuesto complot judío.
Pero sigamos. En la clase (quinto grado) lo nombran “tasador en la compra de
baleros, porque el padre era mueblero y el hermano lustrador.” No encuentro
relación entre tener un padre mueblero y un hermano lustrador en la
caracterización antisemita, pero seguramente la tiene.
Naturalmente, encuentro una fácil relación entre tener un
padre mueblero, un hermano lustrador y saber algo de baleros, que estaban
hechos de madera. Prosigamos.
El poeta ve en el rusito “deseos de triunfar”, que se
manifiestan en su obstinación por estudiar aun cuando todos sus compañeros
preferían jugar. Es el que tiene las bolitas más flamantes y el que “en tiempos
de figuritas la difícil conseguía”. En los recreos el rusito corre “no con afán
de jugar, sino por querer cambiar lo que a él le convenía”, manifestando una
inclinación –estigmatizada también– al comercio. Juega de wing, estudia el
violín (fea rima), pero un buen día se enferma gravemente. El poeta niño va a
verlo y lo encuentra dormido, consumido, lo besa en la frente y llora. El tiempo
pasa, el fin del poema se aproxima, el rusito se cura, estudia, llega a ser
médico. El poeta lo recuerda y vuelve a llorar.
El Inadi y la DAIA deberían unir fuerzas para evitar la
divulgación de semejante inadvertido panfleto antisemita.
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