Por Manuel Vicent |
Si la democracia de un país tiene las raíces bien arraigadas
puede soportar que el jefe de Estado sea un frívolo; que el presidente del
Gobierno sea un inane; que el Parlamento esté lleno de golfos; que algunos
jueces del Tribunal Supremo sean manipulables; que un capitán general
personalmente sea, tal vez, un cobarde, e incluso que un papa no crea en Dios.
No hay que confundir las instituciones del Estado con las
personas concretas que en un momento determinado las representan, una
equivocación peligrosa que se produce a menudo entre los arribistas ambiciosos.
El Estado con sus tres patas, el poder ejecutivo, el
legislativo y el judicial, junto con el brazo articulado del Ejército, las
garras de la banca y la gran chepa espiritual de la Iglesia, forman el Leviatán,
un dragón que expulsa una nube de azufre por sus fauces para sulfatar a cuantos
se le acercan con la intención de derribarlo.
Los servidores de este dragón normalmente ejercen el poder a
través de ornamentos, uniformes, adornos y atributos.
Un rey es ese señor que está debajo de una corona; un papa
es el que hay entre las sagradas pantuflas bordadas y la mitra; un magistrado
es el que palpita en el interior de la toga; un diputado es un ser que tiene un
escaño de cuero rojo pegado a los riñones; un militar son sus medallas; un
presidente del Gobierno es ese individuo de paisano cuyo poder viene
determinado por la cantidad de guardaespaldas que necesita para demostrarse que
manda.
Todo poder es un simulacro, pero el Leviatán es algo muy
serio, a ese dragón solo se le puede derribar a cañonazos, salvo que sus
servidores sean tan frívolos, ineptos y corruptos que los cañones sean
sustituidos por las carcajadas, como está sucediendo en este país, donde ya no
es el cabreo sino la risa general la que puede hacer saltar por los aires el
sistema democrático.
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