domingo, 8 de marzo de 2015

Un larguísimo hasta luego

Por James Neilson
Lo mismo que sus ídolos Fidel Castro y Hugo Chávez, Cristina cree en el poder de la palabra, su palabra, razón por la que se ha habituado a aprovechar todas las oportunidades que le brinda el poder para hablar, hora tras hora, ante un público cautivo que supone dispuesto a aplaudir todas sus ocurrencias. Es lo que hizo en el Congreso el domingo pasado. 

Si bien algunos legisladores se habrán sentido desairados por la Presidenta, ya que, luego de obligarlos a escuchar una extensa catilinaria nada ciceroniana, los dejó en un limbo protocolar al olvidarse de declarar formalmente inauguradas las sesiones ordinarias, los blancos principales de su artillería verbal no eran los senadores o diputados opositores sino los militantes del Partido Judicial y aquellos empresarios que se habían animado a cuestionar la alianza estratégica con China.

Gracias a la mayoría automática kirchnerista que le obedece con humildad enternecedora, a Cristina no le ocasiona problemas el Poder Legislativo, pero tiene motivos de sobra para temer al Judicial que, para su indignación, ha comenzado a tomar en serio su papel en el gran drama nacional. Puede que, con la ayuda del juez Daniel Rafecas, el que para alivio de los oficialistas opinó que sería asombroso que una persona tan apasionada por la verdad y la justicia como ella encubriera a iraníes acusados de ser los autores intelectuales de la voladura de la sede de la AMIA, que mató a 85 personas, haya esquivado el misil que le disparó días antes de su muerte el fiscal Alberto Nisman, pero no le será tan fácil impedir que sigan su curso las investigaciones de quienes están más interesados en la evolución envidiable de la fortuna presidencial que en las aventuras geopolíticas de la cúpula kirchnerista.

Para Cristina, mantener a raya a la justicia burguesa y liberal que aún cuenta con algunos adherentes es una prioridad absoluta. Subordina todo, incluyendo el futuro del país, a la defensa de su propia persona contra los resueltos a enseñarle que nadie está por encima de la ley.

Si no fuera por la conciencia de que está acercándose con rapidez la hora en que podría verse constreñida a rendir cuentas ante la Justicia por el aumento llamativo del patrimonio de su familia cuando ella misma y su extinto marido eran, en efecto, empleados públicos, Cristina podría decidir que le convendría reconciliarse con la oposición moderada para que la fase final de su gestión resultara menos traumática de lo que muchos prevén. Desgraciadamente para el país, tal y como están las cosas, una alternativa que sería considerada muy lógica en otras democracias –como la alemana, en que conservadores y socialistas a veces cierran filas para formar una “gran coalición”–, es inconcebible en la Argentina actual.

Cristina no tiene más opción que la de aferrarse a una ideología combativa como tabla de salvación. Para defender lo indefendible, tiene que atribuir cuanto ha hecho en el transcurso de los casi doce años ganados a su compromiso con una causa tan noble, en su caso la de una revolución nacional y popular que hará de la Argentina un dechado de prosperidad igualitaria, que todo lo demás carezca de importancia, que, como dicen los peronistas, es “anecdótico”. Pensándolo bien, el kirchnerismo es en buena medida el producto de la necesidad de sus protagonistas de pertrecharse de pretextos que les sirvan para justificar sus muchas transgresiones.

Pero el tiempo no perdona. Por escandaloso que le parezca, dentro de apenas nueve meses Cristina será una ex presidenta. Aun cuando prefiriera retirarse de la política activa para dedicarse a escribir sus memorias, las que, de resultas de su propensión a la verborragia, con toda probabilidad llenarían por lo menos 20 tomos, sabe que no le sería dado descansar. Tendrá que prepararse para hacer frente a la ofensiva política y judicial despiadada que emprenderán sus adversarios. La ayudaría contar con algunos fueros, de ahí la sugerencia de que se anote en una lista de aspirantes a ocupar escaños parlamentarios. Asimismo, el núcleo duro del Gobierno está apurando la incorporación exprés de brigadas de militantes de La Cámpora a empresas desprivatizadas y todas las reparticiones del Estado por motivos menos laborales que políticos. Parecería que, con la aquiescencia de Héctor Timerman, los camporistas ya se han apropiado de la Cancillería, están atrincherados en el Ministerio de Economía y anexos, y pronto agregarán a sus dominios la ex SIDE, recién rebautizada como la Agencia Federal de Inteligencia.

Lo que se han propuesto los estrategas K es entregar al eventual sucesor de Cristina un sector público colonizado por militantes con la esperanza de que, por tratarse de una persona que esperan sea reacia a violar ciertas reglas democráticas fundamentales, se resigne a convivir con ellos aunque entienda muy bien que están resueltos a dinamitar su gestión. Se trataría de un problema parecido al afrontado por el presidente Raúl Alfonsín cuando “heredó” instituciones en las que proliferaban personajes que habían colaborado con el Proceso militar, ya que los militantes kirchneristas suelen tener ideas reñidas con la democracia liberal consagrada por la Constitución.

En otras latitudes, casi todos los dirigentes políticos son centristas acostumbrados a exagerar las diferencias ideológicas que en teoría los alejan de sus congéneres de otros partidos. Aquí, la línea divisoria más significante separa a los demócratas genuinos que respetan la ley, aun cuando hacerlo no sea de su propio interés, de los autoritarios que la desprecian. A más de treinta años de la restauración democrática, actitudes propias del medio siglo en que los militares eran un “poder fáctico” que periódicamente se encargaba del gobierno del país no se han modificado tanto como quisieran creer los optimistas. Para millones de personas, la corrupción es un tema menor con tal que la economía siga aportándoles lo que necesitan para sobrevivir. Desde su punto de vista, hablar del “Partido Judicial” dista de ser aberrante, ya que dan por descontado que todos deberían someterse a la voluntad del caudillo de turno por tratarse, suponen, de la única persona que está en condiciones de garantizar un mínimo de estabilidad.

En el discurso kilométrico que pronunció ante la Asamblea Legislativa, Cristina se dio el lujo de festejar los logros económicos de su gobierno, el que, nos aseguró, había “desendeudado definitivamente” al país, aseveración que sorprendió a los acreedores que están haciendo cola para cobrar y también a los preocupados por el vaciamiento de las reservas del Banco Central. Puesto que de acuerdo común el estado de la economía es desastroso y al gobierno próximo le aguarda una tarea dificilísima, el que Cristina se felicitara por sus presuntos éxitos hace prever que ataque sin misericordia a su sucesor por sus esfuerzos por manejar la “herencia” imposible que reciba de sus manos, con el propósito de hundirlo antes de que se consolide en el poder.

Además de ensañarse con aquellos fiscales y jueces que, dijo, “se han independizado de la Constitución”, Cristina reivindicó con vehemencia los convenios que hace poco firmó con los socios estratégicos chinos: llamó “estúpidos” a quienes no comparten su entusiasmo porque “se trata de un país que en cinco años va a ser el actor económico más importante del mundo”. En boca de un nacionalista popular, dicho planteo suena un tanto extraño; por razones idénticas, la Presidenta podría defender el pacto Roca-Runciman con el Imperio Británico que, más de ochenta años después, sigue indignando a los compañeros, y las “relaciones carnales” que celebró el gobierno del presidente Carlos Menem con Estados Unidos. El realismo pragmático tiene sus méritos, pero nunca ha sido demasiado popular entre los sectores que confluirían para formar el kirchnerismo.

Es factible que China, a pesar de tener un producto per cápita inferior al argentino actual, se erija en una superpotencia económica, pero también lo es que pronto sea escenario de una serie de crisis financieras de dimensiones fenomenales. Por lo demás, los preocupados por los acuerdos tienen buenos motivos para dudar que sean tan mutuamente beneficiosos como espera Cristina, por tratarse de un modelo manufacturero que, de quererlo el régimen de Pekín, podría desplazar por completo la precaria industria local. Por lo demás, los chinos no se sentirán conmovidos si un gobierno argentino protestara en nombre de los perjudicados por el cierre de empresas poco competitivas; siempre podrían señalar que centenares de millones de sus propios compatriotas son más pobres que sus contemporáneos argentinos.

A muchos les encanta la idea de que, por fin, los chinos logren asumir el mando de la economía internacional, marginando a los odiados imperialistas anglosajones pero, si lo hicieran se ubicarían bien a la derecha de los técnicos, tan sensibleros ellos, del FMI. De resultar acertado el vaticinio de Cristina, el mundo está por entrar en una etapa de competencia económica darwiniana que sea mucho más brutal que la de los años últimos, lo que, para una sociedad tan conservadora como la argentina, no podría considerarse una buena noticia, aunque sería “estúpido” no prepararse para enfrentar el desafío.

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