Por James Neilson |
Lo mismo que sus ídolos Fidel Castro y Hugo Chávez, Cristina
cree en el poder de la palabra, su palabra, razón por la que se ha habituado a
aprovechar todas las oportunidades que le brinda el poder para hablar, hora
tras hora, ante un público cautivo que supone dispuesto a aplaudir todas sus
ocurrencias. Es lo que hizo en el Congreso el domingo pasado.
Si bien algunos
legisladores se habrán sentido desairados por la Presidenta, ya que, luego de
obligarlos a escuchar una extensa catilinaria nada ciceroniana, los dejó en un
limbo protocolar al olvidarse de declarar formalmente inauguradas las sesiones
ordinarias, los blancos principales de su artillería verbal no eran los
senadores o diputados opositores sino los militantes del Partido Judicial y
aquellos empresarios que se habían animado a cuestionar la alianza estratégica
con China.
Gracias a la mayoría automática kirchnerista que le obedece
con humildad enternecedora, a Cristina no le ocasiona problemas el Poder
Legislativo, pero tiene motivos de sobra para temer al Judicial que, para su
indignación, ha comenzado a tomar en serio su papel en el gran drama nacional.
Puede que, con la ayuda del juez Daniel Rafecas, el que para alivio de los
oficialistas opinó que sería asombroso que una persona tan apasionada por la
verdad y la justicia como ella encubriera a iraníes acusados de ser los autores
intelectuales de la voladura de la sede de la AMIA, que mató a 85 personas,
haya esquivado el misil que le disparó días antes de su muerte el fiscal
Alberto Nisman, pero no le será tan fácil impedir que sigan su curso las
investigaciones de quienes están más interesados en la evolución envidiable de
la fortuna presidencial que en las aventuras geopolíticas de la cúpula
kirchnerista.
Para Cristina, mantener a raya a la justicia burguesa y
liberal que aún cuenta con algunos adherentes es una prioridad absoluta.
Subordina todo, incluyendo el futuro del país, a la defensa de su propia
persona contra los resueltos a enseñarle que nadie está por encima de la ley.
Si no fuera por la conciencia de que está acercándose con
rapidez la hora en que podría verse constreñida a rendir cuentas ante la
Justicia por el aumento llamativo del patrimonio de su familia cuando ella
misma y su extinto marido eran, en efecto, empleados públicos, Cristina podría
decidir que le convendría reconciliarse con la oposición moderada para que la
fase final de su gestión resultara menos traumática de lo que muchos prevén.
Desgraciadamente para el país, tal y como están las cosas, una alternativa que
sería considerada muy lógica en otras democracias –como la alemana, en que
conservadores y socialistas a veces cierran filas para formar una “gran
coalición”–, es inconcebible en la Argentina actual.
Cristina no tiene más opción que la de aferrarse a una
ideología combativa como tabla de salvación. Para defender lo indefendible,
tiene que atribuir cuanto ha hecho en el transcurso de los casi doce años
ganados a su compromiso con una causa tan noble, en su caso la de una
revolución nacional y popular que hará de la Argentina un dechado de
prosperidad igualitaria, que todo lo demás carezca de importancia, que, como
dicen los peronistas, es “anecdótico”. Pensándolo bien, el kirchnerismo es en
buena medida el producto de la necesidad de sus protagonistas de pertrecharse
de pretextos que les sirvan para justificar sus muchas transgresiones.
Pero el tiempo no perdona. Por escandaloso que le parezca,
dentro de apenas nueve meses Cristina será una ex presidenta. Aun cuando
prefiriera retirarse de la política activa para dedicarse a escribir sus
memorias, las que, de resultas de su propensión a la verborragia, con toda
probabilidad llenarían por lo menos 20 tomos, sabe que no le sería dado
descansar. Tendrá que prepararse para hacer frente a la ofensiva política y
judicial despiadada que emprenderán sus adversarios. La ayudaría contar con
algunos fueros, de ahí la sugerencia de que se anote en una lista de aspirantes
a ocupar escaños parlamentarios. Asimismo, el núcleo duro del Gobierno está
apurando la incorporación exprés de brigadas de militantes de La Cámpora a
empresas desprivatizadas y todas las reparticiones del Estado por motivos menos
laborales que políticos. Parecería que, con la aquiescencia de Héctor Timerman,
los camporistas ya se han apropiado de la Cancillería, están atrincherados en
el Ministerio de Economía y anexos, y pronto agregarán a sus dominios la ex
SIDE, recién rebautizada como la Agencia Federal de Inteligencia.
Lo que se han propuesto los estrategas K es entregar al
eventual sucesor de Cristina un sector público colonizado por militantes con la
esperanza de que, por tratarse de una persona que esperan sea reacia a violar
ciertas reglas democráticas fundamentales, se resigne a convivir con ellos
aunque entienda muy bien que están resueltos a dinamitar su gestión. Se
trataría de un problema parecido al afrontado por el presidente Raúl Alfonsín
cuando “heredó” instituciones en las que proliferaban personajes que habían
colaborado con el Proceso militar, ya que los militantes kirchneristas suelen
tener ideas reñidas con la democracia liberal consagrada por la Constitución.
En otras latitudes, casi todos los dirigentes políticos son
centristas acostumbrados a exagerar las diferencias ideológicas que en teoría
los alejan de sus congéneres de otros partidos. Aquí, la línea divisoria más
significante separa a los demócratas genuinos que respetan la ley, aun cuando
hacerlo no sea de su propio interés, de los autoritarios que la desprecian. A
más de treinta años de la restauración democrática, actitudes propias del medio
siglo en que los militares eran un “poder fáctico” que periódicamente se
encargaba del gobierno del país no se han modificado tanto como quisieran creer
los optimistas. Para millones de personas, la corrupción es un tema menor con
tal que la economía siga aportándoles lo que necesitan para sobrevivir. Desde
su punto de vista, hablar del “Partido Judicial” dista de ser aberrante, ya que
dan por descontado que todos deberían someterse a la voluntad del caudillo de
turno por tratarse, suponen, de la única persona que está en condiciones de
garantizar un mínimo de estabilidad.
En el discurso kilométrico que pronunció ante la Asamblea
Legislativa, Cristina se dio el lujo de festejar los logros económicos de su
gobierno, el que, nos aseguró, había “desendeudado definitivamente” al país,
aseveración que sorprendió a los acreedores que están haciendo cola para cobrar
y también a los preocupados por el vaciamiento de las reservas del Banco
Central. Puesto que de acuerdo común el estado de la economía es desastroso y
al gobierno próximo le aguarda una tarea dificilísima, el que Cristina se
felicitara por sus presuntos éxitos hace prever que ataque sin misericordia a
su sucesor por sus esfuerzos por manejar la “herencia” imposible que reciba de
sus manos, con el propósito de hundirlo antes de que se consolide en el poder.
Además de ensañarse con aquellos fiscales y jueces que,
dijo, “se han independizado de la Constitución”, Cristina reivindicó con
vehemencia los convenios que hace poco firmó con los socios estratégicos
chinos: llamó “estúpidos” a quienes no comparten su entusiasmo porque “se trata
de un país que en cinco años va a ser el actor económico más importante del
mundo”. En boca de un nacionalista popular, dicho planteo suena un tanto
extraño; por razones idénticas, la Presidenta podría defender el pacto
Roca-Runciman con el Imperio Británico que, más de ochenta años después, sigue
indignando a los compañeros, y las “relaciones carnales” que celebró el
gobierno del presidente Carlos Menem con Estados Unidos. El realismo pragmático
tiene sus méritos, pero nunca ha sido demasiado popular entre los sectores que
confluirían para formar el kirchnerismo.
Es factible que China, a pesar de tener un producto per
cápita inferior al argentino actual, se erija en una superpotencia económica,
pero también lo es que pronto sea escenario de una serie de crisis financieras
de dimensiones fenomenales. Por lo demás, los preocupados por los acuerdos
tienen buenos motivos para dudar que sean tan mutuamente beneficiosos como espera
Cristina, por tratarse de un modelo manufacturero que, de quererlo el régimen
de Pekín, podría desplazar por completo la precaria industria local. Por lo
demás, los chinos no se sentirán conmovidos si un gobierno argentino protestara
en nombre de los perjudicados por el cierre de empresas poco competitivas;
siempre podrían señalar que centenares de millones de sus propios compatriotas
son más pobres que sus contemporáneos argentinos.
A muchos les encanta la idea de que, por fin, los chinos
logren asumir el mando de la economía internacional, marginando a los odiados
imperialistas anglosajones pero, si lo hicieran se ubicarían bien a la derecha
de los técnicos, tan sensibleros ellos, del FMI. De resultar acertado el
vaticinio de Cristina, el mundo está por entrar en una etapa de competencia
económica darwiniana que sea mucho más brutal que la de los años últimos, lo
que, para una sociedad tan conservadora como la argentina, no podría
considerarse una buena noticia, aunque sería “estúpido” no prepararse para enfrentar
el desafío.
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