Por Jorge Fernández Díaz |
No hay peronismo sin traición. Y aunque esta sentencia no
figura entre las "veinte verdades justicialistas", resulta
puntualmente exacta y candente, y es lo que mantiene todavía insomne a la
reina. Cristina atraviesa un drama shakespeariano: sabe que, de ganar,
inexorablemente alguno de sus "compañeros" le hará lo que ella le
hizo a su padrino y mentor de Lomas de Zamora. Al final de toda esta novela de
intrigas palaciegas y apoyos hipócritas, la doctora le levantará el brazo al
nuevo macho alfa del peronismo, y éste tarde o temprano le clavará sus puñales.
El ahijado que ocupe el sillón de Rivadavia y se apodere de la chequera será
finalmente quien mande, y deberá deshacerse del tutelaje cristinista para
fundar su propia era. Está en la naturaleza de las cosas. Y la historia ya
probó que los Chirolitas no existen: la consigna Daniel o Florencio al Gobierno
y Cristina al poder es una vana ilusión de laboratorio. La mano que mece la
caja maneja el mundo, y lo demás es puro cuento. Los únicos dirigentes que podrían
aceptar una conducción remota serían algunos de sus familiares directos o
ciertos fanáticos del neocamporismo, pero ninguno de ellos tiene chances reales
de ganar las elecciones. La madre narcisista los ha mimado al extremo, pero se
ha ocupado inconscientemente de mantenerlos aplastados bajo su colosal figura.
El cristinismo es un matriarcado inflexible, y la Presidenta piensa que sólo
ella encarna la "revolución". De esta certeza derivan, por lo tanto,
sus principales dilemas. ¿Por qué trabajar intensamente para colocar en el
trono a otro monarca? ¿Para qué dar semejante batalla por alguien que no
aceptará ser vicario y que, en cuanto pueda, se la sacará impiadosamente de
encima? ¿Por qué hacer campaña para consagrar al próximo enemigo?
De estos interrogantes surgen, a su vez, quimeras y
amarguras. Podemos colocar un vicepresidente que vigile y nos responda, pero
puede resultarnos tan inútil como Mariotto. Podemos condicionar al nuevo
presidente desde un nutrido pelotón de legisladores, pero si nos corta los
víveres, nos obligará a moderar nuestra posición. Podemos acosarlo con
empresarios amigos, pero el nuevo patrón de Balcarce 50 los puede neutralizar
porque todos sus negocios dependen directa o indirectamente del Estado. Podemos
infiltrarle cuadros en su gobierno, pero no serán más que células dormidas,
porque el jefe tiene potestad para removerlos, congelarlos o colonizarlos con
dinero. Por más trucos y prevenciones que tomemos, el nuevo jerarca del
peronismo tendrá resortes en sus manos para, dicho en términos españoles,
ponernos a parir. Scioli fue manso mientras nosotros teníamos la sartén por el
mango, pero hoy nadie nos puede garantizar que no nos cocine a fuego lento. Ni
hablar de Randazzo, que ni siquiera se preocupó por cultivar una imagen tan
pacifista.
Los razonamientos conducen, a su vez, al caso Menem: también
él creía haber inventado una doctrina superior a la justicialista (de la mano
del Perón liberal) y, desde esa omnipotencia, buscó discretamente que Duhalde
perdiera. Cristina cree que el kirchnerismo es la etapa superior del peronismo
y opone la rigidez de su "partido ideológico" a la clásica
maleabilidad del "partido de poder", que constituyen los peronistas
puros y duros, esos viejos carcamales que deberían ser reemplazados en breve
por los "pibes para la liberación". Gobernadores e intendentes del
Frente para la Victoria se quejan por lo bajo de los gurkas de La Cámpora, que
no tienen votos y que les comen los talones y les hacen la vida imposible en
todos los distritos y a toda hora. Por ciertos vaivenes de las últimas semanas,
los veteranos del club peronista conjeturan que la jefa del Estado piensa una
estrategia todavía abierta y llena de incertidumbres. Por momentos, ella parece
sopesar seriamente la posibilidad de morir con la suya: sacar 25 puntos propios
e incontaminados, y no mezclarse con quienes terminarán "traicionando el
proyecto". Es decir, tomando medidas impopulares (devaluaciones, créditos
y esas cosas) para arreglar las finanzas, y además para someterla luego a la deslealtad,
al desierto y al olvido. Flota en la Secretaría Legal y Técnica la fantasía de
perder antes que "mancharse" con el ajuste inevitable, y regresar
dentro de cuatro años o antes: el pueblo nos va a venir a buscar. Por eso, la
mejor opción para Cristina es conseguir la mayor cantidad de bancas, despegarse
del próximo presidente y apedrearlo desde una jefatura de la oposición. Si
Scioli aplica esos remedios amargos a las cuentas públicas, Cristina estará más
involucrada: no podrá negar el vínculo; la sociedad todavía le reprocha a
Duhalde haber coronado a Néstor doce años atrás. Si, en cambio, ganara Macri,
ella estaría más a salvo, por lo menos de esa connivencia y de ese
"descrédito".
Las preguntas surgen como latigazos: ¿se libraría entonces
Cristina Kirchner del costo político de haber conducido al peronismo al
fracaso? ¿No se estaría plebiscitando también su administración en los próximos
comicios generales? ¿Le perdonarían los peronistas, poco compasivos y sólo
solidarios con el poder, que se haya convertido en la mariscal de la derrota?
Con un añadido inquietante: la gran dama no es constructora y está acostumbrada
a usar el presupuesto nacional como si fuera su cartera Louis Vuitton. Desde
una banca o desde el llano, ese dispendio será seguramente lo que más echará de
menos. Ella, como nadie, ha probado que con la plata se compran voluntades,
silencios, entusiasmos y personas. El increíble sistema unitario que puso en
vigencia logra que desde los caciques provinciales hasta los barones del conurbano
tengan que venir a Buenos Aires y agachar la cabeza para llevarse lo que, en
realidad, les corresponde por ley. Esa palanca fabulosa ya no existirá para
Cristina: cuando emerja la verdad de lo que sucede con su economía anestesiada,
pero profundamente enferma, cuando el próximo presidente esgrima "la
herencia recibida" y sincere los números reales, es dable pensar que los
cascotes caerán también sobre la cabeza de quien condujo el barco hasta este
banco de arena. Ni Menem pudo librarse de la lluvia ácida que cayó sobre la
Alianza en 2001; cuando sufre, la gente suele acordarse mal de quien programó
las bombas de tiempo.
A pesar de que en las encuestas se recupera de su tremenda
caída por la muerte de Nisman, la Presidenta tiene tristeza y anda a tientas
por este laberinto. Muchas frases, filtradas en sus últimos discursos,
demuestran una cierta melancolía: pase lo que pase, ella no gobernará la
Argentina en los próximos años. "Yo quiero preguntarles a todos los
argentinos, aun a los que no me quieren, cómo estaban en 2003 y cómo están
ahora. Y les digo que, como seguro no nos van a votar, pese a todo lo que
ganaron, asegúrense de que ése al que voten les dé algunas cosas que les dimos
todos estos años", dijo el jueves mirando fijo a la cámara de la Televisión
Pública. La frase tiene una lectura pesimista, de alguien que aun ganando
pierde, y a la vez resulta despechada: nadie les va a dar lo que yo les di. Es
que Cristina no reconocerá jamás el concepto de un "kirchnerismo
blando", algo que encarna Scioli y sugiere el papa Francisco. Bergoglio
cree en una combinación de justicia social con institucionalismo y diálogo, un
verdadero oxímoron para el catecismo cristinista. Otra traición imperdonable.
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