Nietzsche: el destello de sus pocos poemas en los que volcó su dicha con las fuerzas de la Naturaleza. |
Por Marcos Ricardo Barnatán (*)
Cuando el cielo amenaza una invernal
tormenta, y el viajero desprevenido intuye que una gran nevada anegará las calles
extrañas por las que transita, la melancólica ansiedad logra ahogar su garganta
sedienta y le hace exclamar estremecido: ¡Feliz aquel que aún tiene
patria! Así, el poeta, perdido en el mundo hostil del que huye y al
que persigue, se pregunta, con el amargo acento del Holderlin loco, por el
solitario destino de su corazón sangrante.
Y hasta aquí una metáfora arquetípica
del creador puro, del hacedor que se entrega a la tarea de adivinar enigmas
y redimir el azar. Nietzsche no hubiera pasado a la historia de la
cultura occidental si sólo hubiera escrito los escasos poemas que de él
conocemos, pero esta seguridad no exime el interés que en las márgenes de su
tumultuosa literatura adquiere su poesía.
La casi treintena de poemas recogidos
en esta edición traducida por Txaro Santoro y Virginia Careaga son el
fragmentario testamento-confesión de un hombre que nunca dejó de hablamos de sí
mismo, pero que en el verso extremó su agonisíaca biografía.
El malvado cazador, el
desterrado, el encubridor de toda sabiduría, el amante feliz en el infierno,
despeja signos para un lector secreto, para un confidente que escucha en
complicidad. Sus poemas no alcanzan ninguna perfección formal, se refugian en
una rima sincopada y muchas veces rota que, sin acabar de atraernos, guarda
versos que, como detonantes latentes, salvan una composición por su destello.
Algo
más que la curiosidad nos lleva a leerle. Es el tono apasionado, el fuego
desmesurado que transmite, fuego tan peligroso que amenaza la propia identidad
del poema, que se consume, se borra en parte, para dejamos las confusas marcas
de ese incendio. Sólo el ojo ubicuo, el de la eternidad que acecha en todo
goce, parece salvarse de los vaivenes de la llama y del juego violento de la
luz. Nietzsche es energía devastadora que necesita de renovadas cuotas de
combustible para ser incesante tiempo sin meta.
Hay en los poemas toda una serie de
conjuros a las fuerzas de la Naturaleza que siente compañeras de su propia
potencia. El viento y el fuego, elementos primordiales, y con ellos la danza
integradora, cifran su dicha.
Pero la grandilocuencia cesa y en su
vacío asciende el humor. Y tras el grito dolido o la turbulencia imperiosa
puede surgir en nuestro poeta la sonrisa. Hielo liso, un paraíso para
quien bailar bien quiso. Y en seguida ríe el mar, la inmensidad se ríe
de sí misma. No es un libro -grita- lo que yo os ofrezco; los libros son botín
del pasado, sarcófagos y sudarios. Esto no es un libro -repite-, esto es una
voluntad, una promesa, un eterno presente. Y la risa se retuerce, se expande
entre las constelaciones de sombras. La risa es carcajada entre aves de presa
que picotean voraces las últimas palabras, mesiánicas palabras: yo soy
tu verdad.
(*) Escritor, poeta y crítico literario. Nació en
Buenos Aires en 1946 y reside en Madrid desde 1965.
© El País (España)
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