Por Arturo Pérez-Reverte |
Hotel Savoy, en
Zúrich. Se juega durante algunos días el torneo de ajedrez patrocinado por el
millonario ruso Óleg Skvórtsov y protagonizado por algunos de los jugadores más
importantes del mundo. Durante cada jornada, hora tras hora, todo transcurre en
el silencio adecuado, sólo roto por el chasquido de los relojes después de cada
jugada o el suave golpear de las piezas en los escaques. Suena un breve
aplauso, como mucho, al final de alguna partida. Están aquí Anand, Aronián,
Krámnik, Karjakin... Algunos de los grandes maestros. La élite perfecta, o
casi.
Para quienes, pese a ser jugadores mediocres como yo, hace tiempo
sustituimos a Dios por el ajedrez -encontrando en éste más lógica y consuelo
que en una plegaria, un altar o un confesonario-, ver a esos ajedrecistas en
acción, inclinados sobre sus tableros, es como asistir a misa en una iglesia
tranquila: algo que serena mucho el espíritu.
Esta mañana,
además, es diferente. Como acontecimiento excepcional y casi histórico, Víktor
Korchnói, que tiene ochenta y cuatro años, juega una partida amistosa contra el
alemán Uhlmann. Ayer tuve ocasión de estudiar muy de cerca al viejo Korchnói, a
su lado entre el público, observándolo mientras él miraba a los que jugaban. En
una silla de ruedas desde que sufrió su segundo ictus, muy sordo, en estado
casi vegetal, asistido en casi todo por Petra, su mujer, el veterano luchador
-nariz larga, grandes orejas, pelo escaso, ojos vivos y atentos a los
jugadores- no perdía detalle de cuanto ocurría en los paneles electrónicos que
mostraban las posiciones de las piezas. Inmóvil, apoyadas las manos en las
rodillas como si jugara, inclinado hacia adelante igual que ante un tablero, el
legendario ajedrecista mostraba una concentración casi inhumana en las tres
partidas que ante él se desarrollaban simultáneamente. «Sigue jugando en su
cabeza -me susurró Leontxo García, que estaba a mi lado-. Es lo único que
todavía puede hacer».
Podía hacer algo
más, y lo comprobamos esta misma mañana, hace un rato, cuando pusieron su silla
de ruedas ante un tablero cuyo otro lado ocupaba Wolfgang Uhlmann. El anciano
Korchnói parecía ajeno a todo, ausente de allí, mirándonos aturdido mientras le
hacían fotos, y cuando pronunció unas pocas palabras lo hizo dirigiéndolas a su
mujer, malhumorado, en ruso y en voz muy alta, como suelen hacer los que tienen
dificultad para oír. Quería cambiarse de posición con su adversario. Algunos
sonreímos, reconociendo al Víktor Korchnói peleón y broncas, al personaje
formidable que se batió con Kárpov en Baguio, Filipinas, en 1978. El que fue
leyenda viva hasta el punto de inspirar los personajes de los dos ajedrecistas
de La diagonal du fou; que es quizás, junto con En busca de
Bobby Fischer, una de las mejores películas de ajedrez que se han rodado
nunca, del mismo modo que La partida de ajedrez de Stephan
Zweig es la mejor novela de ajedrez de todos los tiempos.
Entonces Korchnói
empezó a jugar, y el milagro se produjo. Aquel anciano inválido y ausente clava
ahora sus ojos en el tablero; y, sin mirar ni una sola vez a su adversario
excepto a través de las piezas, aquellos ojos que vieron cadáveres en las
calles de Leningrado, los del disidente cuya mujer fue deportada a Siberia y su
hijo metido en la cárcel, los del hombre que fue perseguido por el KGB hasta el
punto de considerar su asesinato, los del bravo que se batió ferozmente, sin
más armas que su cerebro y sus agallas, contra los campeones respaldados por la
poderosa Unión Soviética, consiguen, una tras otra, dos partidas memorables.
Sin apartar la mirada de las piezas, Korchnói se detiene a veces largo rato,
tamborileando pensativo con los dedos, o se inclina mucho sobre el tablero para
ver más de cerca algo que quienes llenamos el salón somos incapaces de ver.
Incluso en dos ocasiones se cubre un ojo con una mano, como si aquél le
estorbara, o traicionase. Luego, fiel a su viejo estilo asesino, se come
cuantas piezas le pone Uhlmann a tiro en las jugadas finales. Así consigue, a
sus ochenta y cuatro años, con dos ictus y una parálisis parcial encima, una
derrota con negras y una victoria con blancas. De vez en cuando se vuelve un
poco para mirar el reloj; y está claro que, aunque sus facultades están
reducidas al mínimo, miles de partidas, millones de movimientos registrados en
su memoria, siguen jugando por él de forma independiente, casi automática. Y al
comprenderlo, Leontxo y yo nos miramos admirados, pensando lo mismo: el último
rincón que se apague en su cerebro será el del ajedrez.
© XL Semanal
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