martes, 24 de marzo de 2015

Los ojos de Víktor Korchnói

Por Arturo Pérez-Reverte
Hotel Savoy, en Zúrich. Se juega durante algunos días el torneo de ajedrez patrocinado por el millonario ruso Óleg Skvórtsov y protagonizado por algunos de los jugadores más importantes del mundo. Durante cada jornada, hora tras hora, todo transcurre en el silencio adecuado, sólo roto por el chasquido de los relojes después de cada jugada o el suave golpear de las piezas en los escaques. Suena un breve aplauso, como mucho, al final de alguna partida. Están aquí Anand, Aronián, Krámnik, Karjakin... Algunos de los grandes maestros. La élite perfecta, o casi.

Para quienes, pese a ser jugadores mediocres como yo, hace tiempo sustituimos a Dios por el ajedrez -encontrando en éste más lógica y consuelo que en una plegaria, un altar o un confesonario-, ver a esos ajedrecistas en acción, inclinados sobre sus tableros, es como asistir a misa en una iglesia tranquila: algo que serena mucho el espíritu.

Esta mañana, además, es diferente. Como acontecimiento excepcional y casi histórico, Víktor Korchnói, que tiene ochenta y cuatro años, juega una partida amistosa contra el alemán Uhlmann. Ayer tuve ocasión de estudiar muy de cerca al viejo Korchnói, a su lado entre el público, observándolo mientras él miraba a los que jugaban. En una silla de ruedas desde que sufrió su segundo ictus, muy sordo, en estado casi vegetal, asistido en casi todo por Petra, su mujer, el veterano luchador -nariz larga, grandes orejas, pelo escaso, ojos vivos y atentos a los jugadores- no perdía detalle de cuanto ocurría en los paneles electrónicos que mostraban las posiciones de las piezas. Inmóvil, apoyadas las manos en las rodillas como si jugara, inclinado hacia adelante igual que ante un tablero, el legendario ajedrecista mostraba una concentración casi inhumana en las tres partidas que ante él se desarrollaban simultáneamente. «Sigue jugando en su cabeza -me susurró Leontxo García, que estaba a mi lado-. Es lo único que todavía puede hacer».

Podía hacer algo más, y lo comprobamos esta misma mañana, hace un rato, cuando pusieron su silla de ruedas ante un tablero cuyo otro lado ocupaba Wolfgang Uhlmann. El anciano Korchnói parecía ajeno a todo, ausente de allí, mirándonos aturdido mientras le hacían fotos, y cuando pronunció unas pocas palabras lo hizo dirigiéndolas a su mujer, malhumorado, en ruso y en voz muy alta, como suelen hacer los que tienen dificultad para oír. Quería cambiarse de posición con su adversario. Algunos sonreímos, reconociendo al Víktor Korchnói peleón y broncas, al personaje formidable que se batió con Kárpov en Baguio, Filipinas, en 1978. El que fue leyenda viva hasta el punto de inspirar los personajes de los dos ajedrecistas de La diagonal du fou; que es quizás, junto con En busca de Bobby Fischer, una de las mejores películas de ajedrez que se han rodado nunca, del mismo modo que La partida de ajedrez de Stephan Zweig es la mejor novela de ajedrez de todos los tiempos.

Entonces Korchnói empezó a jugar, y el milagro se produjo. Aquel anciano inválido y ausente clava ahora sus ojos en el tablero; y, sin mirar ni una sola vez a su adversario excepto a través de las piezas, aquellos ojos que vieron cadáveres en las calles de Leningrado, los del disidente cuya mujer fue deportada a Siberia y su hijo metido en la cárcel, los del hombre que fue perseguido por el KGB hasta el punto de considerar su asesinato, los del bravo que se batió ferozmente, sin más armas que su cerebro y sus agallas, contra los campeones respaldados por la poderosa Unión Soviética, consiguen, una tras otra, dos partidas memorables. Sin apartar la mirada de las piezas, Korchnói se detiene a veces largo rato, tamborileando pensativo con los dedos, o se inclina mucho sobre el tablero para ver más de cerca algo que quienes llenamos el salón somos incapaces de ver. Incluso en dos ocasiones se cubre un ojo con una mano, como si aquél le estorbara, o traicionase. Luego, fiel a su viejo estilo asesino, se come cuantas piezas le pone Uhlmann a tiro en las jugadas finales. Así consigue, a sus ochenta y cuatro años, con dos ictus y una parálisis parcial encima, una derrota con negras y una victoria con blancas. De vez en cuando se vuelve un poco para mirar el reloj; y está claro que, aunque sus facultades están reducidas al mínimo, miles de partidas, millones de movimientos registrados en su memoria, siguen jugando por él de forma independiente, casi automática. Y al comprenderlo, Leontxo y yo nos miramos admirados, pensando lo mismo: el último rincón que se apague en su cerebro será el del ajedrez.

© XL Semanal

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