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Por Octavio Paz |
Desde que nacemos esperamos siempre a la muerte y siempre la
muerte nos sorprende. Ella, la esperada, es siempre la inesperada. La siempre
inmerecida.
No importa que Borges haya muerto a los 86 años: no estaba
maduro para morir. Nadie lo está, cualquiera que sea su edad.
Se puede invertir la frase del filósofo y decir que todos
-el niño y el viejo, el adolescente y el hombre maduro- somos frutos cortados
antes de tiempo. Borges vivió un poco más que Cortázar y Bianco, para hablar de
otros dos queridos escritores argentinos, pero los años que los sobrevivió no
me consuelan de su ausencia definitiva.
Hoy, Borges ha vuelto a ser lo que fue para mí antes de
conocerlo: un libro, una obra. Esa obra es dadora de vida. Su tema es único: el
tiempo y esas invenciones del tiempo que llamamos eternidad.
Paraísos y condenas, quimeras que son más reales que la
realidad. Los cuentos, poemas y ensayos de Borges exploran sin cesar y a través
de variaciones prodigiosas este tema único: el hombre perdido en el laberinto
del tiempo, el hombre que se desvanece al contemplarse en el espejo de la
eternidad sin facciones, el paraíso atroz de los inmortales que han vencido a
la muerte, pero no al tiempo, ni a la vejez...
Paradojas
Un tema que se resuelve en paradojas pero también en
realidades incontrovertibles: la realidad de Borges, el poeta metafísico, y la
realidad de su obra. En un continente violento y movido por pasiones oscuras
Borges es un milagro y un reproche.
No venció al tiempo, pero nos dio transparencia y nos hizo
ver que no somos sino configuraciones de tiempo. Por eso su obra nos da vida.
© El País (España) –
Junio de 1986
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