viernes, 6 de marzo de 2015

La tradición antimoderna

Por Octavio Paz
Desde hace cerca de dos siglos se acumulan los equívocos sobre la realidad histórica de América Latina (llamo América Latina al conjunto de países formado por las naciones hispanoamericanas, Brasil y Haití). Ni siquiera los nombres que pretenden designarla son exactos: ¿América Latina, América Hispana, Iberoamérica, Indoamérica? Cada uno de estos nombres deja sin nombrar a una parte de la realidad.

Tampoco son fieles las etiquetas económicas, sociales y políticas. La noción de subdesarrollo, por ejemplo, puede ser aplicada a la economía y a la técnica, no al arte, la literatura, la moral o la política. Más vaga aún es la expresión: Tercer Mundo. La denominación no sólo es imprecisa, sino engañosa. ¿Qué relación hay entre Argentina y Angola, entre Tailandia y Costa Rica, entre Túnez y Brasil? A pesar de dos siglos de dominación europea, ni la India ni Argelia cambiaron de lengua, religión y cultura. Algo semejante puede decirse de Indonesia, Viet-Nam, Senegal y, en fin, de la mayoría de las antiguas posesiones europeas en Asia y Africa. Un iraní, un hindú o un chino pertenecen a civilizaciones distintas a la de Occidente. Los latinoamericanos hablamos español o portugués; somos o hemos sido cristianos; nuestras costumbres, instituciones, artes y literaturas descienden directamente de las de España y Portugal. Por todo esto somos un extremo americano de Occidente; el otro es el de Estados Unidos y Canadá. Pero apenas afirmamos -que somos una prolongación ultramarina de Europa saltan a la vista las diferencias. Son numerosas y, sobre todo, decisivas.

La primera es la presencia de elementos no europeos. En muchas naciones latinoamericanas hay fuertes núcleos indios; en otras, negros. Las excepciones son Uruguay, Argentina y un poco Chile y Costa Rica. Los indios son, unos, descendientes de las altas civilizaciones precolombinas de México, América Central y Perú; otros, menos numerosos, son los restos de las poblaciones nómadas. Unos y otros, especialmente los primeros, han afinado la sensibilidad y excitado la fantasía de nuestros pueblos; asimismo, muchos rasgos de la cultura, mezclados a los hispánicos, aparecen en nuestras creencias, instituciones y costumbres: la familia, la moral social, la religión, las leyendas y cuentos populares, los mitos, las artes, la cocina. La influencia de las poblaciones negras también ha sido poderosa. En general, me parece, se ha desplegado en dirección opuesta a la de los indios: mientras la de éstos tiende al dominio de las pasiones y cultiva la reserva y la interioridad, la de los negros exalta los valores orgiásticos y corporales.

La segunda diferencia, no menos profunda, procede de una circunstancia con frecuencia olvidada: el carácter peculiar de la versión de la civilización de Occidente que encarnan España y Portugal. A diferencia de sus rivales -ingleses, holandeses y franceses-, los españoles y los portugueses estuvieron dominados durante siglos por el Islam. Pero hablar de dominación es engañoso; el esplendor de la civilización hispano-árabe todavía nos sorprende y esos siglos de luchas fueron también de coexistencia íntima. Hasta el siglo XVI convivieron en la Península Ibérica musulmanes, judíos y cristianos. Es imposible comprender la historia de España y de Portugal, así como el carácter en verdad único de su cultura, si se olvida esta circunstancia. La fusión entre lo religioso y lo político, por ejemplo, o la noción de cruzada, aparecen en las actitudes hispánicas con una coloración más intensa y viva que en los otros pueblos europeos. No es exagerado ver en estos rasgos las huellas del Islam y de su visión del mundo y de la historia.

La tercera diferencia ha sido, a mi juicio, determinante. Entre los acontecimientos que inauguraron el mundo moderno se encuentra, con la Reforma y el Renacimiento, la expansión europea en Asia, América y Africa. Este movimiento fue iniciado por los descubrimientos y conquistas de los portugueses y los españoles. Sin embargo, muy poco después, y con la misma violencia, España y Portugal se cerraron y, encerrados en sí mismos, negaron a la naciente modernidad. La expresión más completa, radical y coherente de esa negación fue la Contrarreforma. La Monarquía española se identificó con una fe universal y con una interpretación única de esa fe. El monarca español fue un híbrido de Teodosio el Grande y de Abderramán III, primer califa de Córdoba. Así, mientras los otros Estados europeos tendían más y más a representar a la nación y a defender sus valores particulares, el Estado español confundió su causa con la de una ideología. La evolución general de la sociedad y de los Estados tendía a la afirmación de los intereses particulares de cada nación, es decir, despojaba a la política de su carácter sagrado y la relatividad. La idea de la misión universal del pueblo español, defensor de una doctrina reputada justa y verdadera, era una supervivencia medieval y árabe; injertada en el cuerpo de la Monarquía hispánica, comenzó por inspirar sus acciones, pero acabó por inmovilizarla. Lo más extraño es que esta concepción teológico-política haya reaparecido en nuestros días. Aunque ahora no se identifica con una revelación divina: se presenta con la máscara de una supuesta ciencia universal de la historia y la sociedad. La verdad revelada se ha vuelto "verdad científica" y no encarna ya en una iglesia y un concilio, sino en un partido y un comité.

Un nacimiento de crepúsculo

El siglo XVII es el gran siglo español: Quevedo y Góngora, Lope de Vega y Calderón, Velázquez y Zurbarán, la arquitectura y la neoescolástica. Sin embargo, sería inútil buscar entre esos grandes nombres al de un Descartes, un Hobbes, un Spinoza o un Leibniz. Tampoco al de un Galileo o un Newton. La teología cerró las puertas de España al pensamiento moderno y el siglo de oro de su literatura y de sus artes fue también el de su decadencia intelectual y su ruina política. El claroscuro es aún más violento en América. Desde Montaigne se habla de los horrores de la conquista; habría que recordar también a las creaciones americanas de España y Portugal: fueron admirables. Fundaron sociedades complejas, ricas y originales, hechas a la imagen de las ciudades que construyeron, a un tiempo sólidas y fastuosas. Un doble eje regía a aquellos virreinatos y capitanías generales, uno vertical y otro horizontal. El primero era jerárquico y ordenaba a la sociedad conforme al orden descendente de las clases y grupos sociales: señores, gente del común, indios, esclavos. El segundo, el eje horizontal, a través de la pluralidad de jurisdicciones y estatutos, unía en una intrincada red de obligaciones y derechos a los distintos grupos sociales y étnicos, con sus particularismos. Desigualdad y convivencia: principios opuestos y complementarios. Si aquellas sociedades no eran modernas, tampoco eran bárbaras.

La arquitectura es el espejo de las sociedades. Pero es un espejo que nos presenta imágenes enigmáticas que debemos descifrar. Contrastan la riqueza y el refinamiento de ciudades como México y Puebla, al mediar el siglo XVIII, con la austera simplicidad, rayana en la pobreza, de Boston o de Filadelfia. Esplendor engañoso: lo que en Estados Unidos era amanecer, en la América Hispana era crepúsculo. Los norteamericanos nacieron con la Reforma y la Ilustración, es decir, con el mundo moderno; nosotros, con la Contrarreforma y la neoescolástica, es decir, contra el mundo moderno. No tuvimos ni revolución intelectual ni revolución democrática de la burguesía. El fundamento filosófico de la monarquía católica y absoluta fue el pensamiento de Suárez y sus discípulos de la Compañía de Jesús. Estos teólogos renovaron, con genio, al tomismo y lo convirtieron en una fortaleza filosófica. El historiador Richard Morse ha mostrado con penetración que la función del neotomismo fue doble: por una parte, a veces de un modo explícito y otras implícito, fue la base ideológica de sustentación del imponente edificio político, jurídico y económico que llamamos imperio español; por otra, fue la escuela de nuestra clase intelectual y modeló sus hábitos y sus actitudes. En este sentido -no como filosofía, sino como actitud mental-, su influencia aún pervive entre los intelectuales de América Latina.

Expresiones de modernidad

En su origen, el neotomismo fue un pensamiento destinado a defender a la ortodoxia de las herejías luteranas y calvinistas, que fueron las primeras expresiones de la modernidad. A diferencia de las otras tendencias filosóficas de esa época, no fue un método de exploración de lo desconocido, sino un sistema para defender lo conocido y lo establecido. La Edad Moderna comienza con la crítica de los primeros principios; la neoescolástica se propuso defender esos principios y demostrar su carácter necesario, eterno e intocable. Aunque en el siglo XVIII esta filosofía se desvaneció en el horizonte intelectual de América Latina, las actitudes y los hábitos que le eran consustanciales han persistido hasta nuestros días. Nuestros intelectuales han abrazado sucesivamente el liberalismo, el positivismo y ahora el marxismo-leninismo; sin embargo, en casi todos ellos, sin distinción de filosofías, no es difícil advertir, ocultas pero vivas, las actitudes psicológicas y morales de los antiguos campeones de la neoescolástica. Paradójica modernidad: las ideas son de hoy; las actitudes, de ayer. Sus abuelos juraban en nombre de santo Tomás, ellos en el de Marx, pero para unos y otros la razón es un arma al servicio de una verdad con mayúscula. La misión del intelectual es defenderla. Tiene una idea polémica y combatiente de la cultura y del pensamiento: son cruzados. Así se ha perpetuado en nuestras tierras una tradición intelectual poco respetuosa de la opinión ajena, que prefiere las ideas a la realidad y los sistemas intelectuales a la crítica de los sistemas.

© El País (España) (Mayo de 1982)

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