Por Arturo Pérez-Reverte |
Hay una foto que es mi preferida a la hora de comprender lo
que, en materia de corrupción política, ha venido pasando en España en las
últimas décadas. En ella aparece un ex director general de Trabajo de la Junta
de Andalucía -Javier Guerrero, se llama-, esposado, o así lo parece, camino de
la cárcel entre dos guardias civiles.
La foto recuerda vagamente a aquella
antigua de El Lute atrapado tras su fuga, con el brazo vendado y entre
tricornios, con la notable diferencia de que aquel infeliz robagallinas, elevado
por la prensa de entonces a la categoría de hombre más buscado de España, tenía
una expresión seria, triste, derrotada. Era el final de una escapada, y lo que
el pobre Eleuterio tenía por delante, pintado en el rostro y sobre todo en los
ojos de perro callejero apaleado, eran varios y oscuros años de prisión. La
ruina de quien acaba de caerse con todo el equipo.
Sin embargo, la foto del tal Guerrero refleja algo por
completo distinto. De entrada, los picoletos que lo conducen van tocados uno
con gorra teresiana y otro con boina, y eso da un toque frívolo porque impone
menos; hasta el punto de que uno acaba añorando, en esta clase de asuntos, los
tricornios de charol y los bigotes clásicos para que, al menos en los
periódicos y el telediario, los que hacen el paseíllo -que a veces es la única
pena seria que acaban comiéndose- parezcan que van detenidos de verdad, y no a
sacarse el carnet de identidad o a hacer un trámite cualquiera en el juzgado
antes de regresar, sonrientes, a la puta calle.
Porque ahí está el otro detalle clave: la sonrisa. Que en la
foto del tal Guerrero camino del talego, que comento, no es una sonrisa de
disculpa, ni apesadumbrada, ni de circunstancias, de ésas que uno esboza cuando
está hecho polvo y pretende mantener el tipo. Ni de lejos. La suya, acorde con
el currículum del sujeto, es una sonrisa bajuna, casi regocijada; canalla en el
sentido literal del término, según lo recoge el diccionario de la Real
Academia: Gente baja, ruin. Persona
despreciable y de malos procederes. Una sonrisa descarada de compadre que
dirige a los periodistas como si éstos fueran colegas suyos de toda la vida,
con cuyo trato está familiarizado hasta la desvergüenza.
Porque ahí mismo está el punto. El detalle. En el gesto del
golfo que, a través de las cámaras, sonríe a sus otros compadres, a los
cómplices activos o pasivos, a los compañeros de partido y a los de los otros
partidos, hermanados en la misma mierda. A los que sin distinción de siglas
-eso son chorradas técnicas- sabe que lo comprenden y animan moralmente, igual
que compartieron con él chollo e impunidad durante los diez, veinte o treinta
años en que ejerció su golfería, culminada mediante el mismo sistema que hizo
posible las tarjetas negras que algunos barajaron como naipes, la salida a
bolsa de Bankia y la cínica campanita de Rato, las cacerías de empresarios y
políticos compinchados, los ERE de la Junta, las preferentes que esquilmaron a
miles de infelices, la ignorancia del honorable Artur Mas de que su papá tenía
cuenta en Liechtenstein, las bolsas de basura andorrana de la señora Pujol, los
trincones sindicatos de Toxo y Méndez -esos Pili y Mili del langostino-, el
Jaguar que la ministra Ana Mato ignoraba que estuviera aparcado en su garaje,
el sé fuerte, Pepe, colega -o como lo llamara-, que el presidente Rajoy dirigió
a su entonces compadre Bárcenas. Etcétera.
Y es que sí. En efecto. La foto del director general de
Trabajo -del que tampoco los presidentes Chaves ni Griñán sabían nada- lo
resume todo de maravilla. Éramos chusma, dice su sonrisa desvergonzada. Éramos
pijolinos con dinero que querían vivir aún mejor, o grises funcionarios sin
futuro, o mediocres profesionales, o tiñalpas analfabetos sin otro oficio ni
beneficio que arrimarse a los que mandaban. Y enloquecimos de codicia cuando
nos pusieron delante, por la cara, la caja del dinero abierta y la posibilidad,
nunca antes soñada, de meter la mano dentro. Y entramos a saco, naturalmente:
coches, ropa, viajes, juergas. Era el sistema, era el estilo, eran las reglas.
Era la ocasión de nuestra vida, y quizá nunca fuéramos a vernos en otra
semejante. Bailando sevillanas en la caseta de la feria. Por eso sonríen,
demasiados, como lo hace ese tal Guerrero. Fíjense bien en la foto, porque está
en Internet y merece la pena. Va el tío entre dos guardias civiles, pero se
está acordando de las putas, de la cocaína que mandaba a comprar a su chófer, y
piensa «que me quiten lo bailado». Y encima, al salir de la cárcel, que con
algo de suerte será dentro de poco rato, igual en su pueblo lo reeligen como
alcalde y le ríen los chistes en el bar. No sería la primera vez.
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