Por Guillermo Piro |
El estudio matemático del azar comenzó con el matemático,
filósofo y escritor francés Blas Pascal (1623-1662), quien a los 19 años
inventó la primera máquina de sumar para ayudar en el trabajo a su padre, que
era recaudador de impuestos.
Cuando tenía 20 años, Giacomo Casanova (1725-1798) abandonó
sus estudios eclesiásticos para dedicarse completamente al juego.
Naturalmente, y como todo buen jugador, no confiaba en el azar,
de modo que se dedicó a hacer trampas a todo lo largo y ancho de Europa –además
de haber sido el inventor de la lotería, tal y como hoy la conocemos.
Como él mismo lo cuenta en su Historia de mi vida, eligió el oficio de tahúr porque “en algo
había que ganarse la vida”. Llegó a dominar a la perfección un juego llamado
“faro”. De hecho, en sus memorias, una de las más aburridas narraciones de vida
de la que se tenga noticia en la literatura de Occidente, se toma largos
momentos contando pormenorizadamente extensas partidas de faro y cómo consigue engañar a alguna víctima acaudalada
(esos momentos que recuerdan un poco algún pasaje de Cicatrices, de Juan José
Saer: el tedio en su máximo esplendor).
Ese juego hoy es prácticamente desconocido, aunque estuvo
muy de moda en el Far West norteamericano. Su importancia era tal que, dicen,
se podía encontrar varias mesas en cualquier saloon.
Sus reglas eran sencillas, se jugaba con rapidez, y como las
apuestas se colocaban sobre la mesa, inducía al grupo en una especie de locura
colectiva, convirtiéndolo (como ocurre con el monte) en un juego muy animado,
ruidoso y social.
La culpa de que este juego desapareciera casi por completo
la tuvo en gran parte el cine de la década de 1940, en el que escritores y
cineastas lo obviaron porque en su mayoría lo desconocían, y entonces mostraban
a vaqueros y pistoleros jugando al póquer, cuando en realidad jugaban al faro.
Blas Pascal estableció las reglas que rigen todos los juegos
de azar y que los apostadores pueden usar para definir las estrategias
perfectas para jugar y apostar. Hoy estas reglas tienen aplicaciones en una
amplia serie de situaciones, pero Pascal ya entonces estaba convencido de que
podía usar sus teorías para justificar la existencia de Dios. Según la ley de
Pascal, “el impulso que un apostador siente cuando hace una apuesta es igual a
la cantidad que puede ganar multiplicada por la probabilidad de que
efectivamente la gane”.
Argumentó que el premio de la felicidad eterna tiene un
valor infinito, y que la probabilidad de entrar al cielo habiendo llevado una
vida virtuosa tiene un valor finito. Por lo tanto, de acuerdo con la definición
de Pascal, la religión es un juego de emoción infinita y vale la pena jugarlo,
porque al multiplicar un premio infinito por una probabilidad finita, el
resultado es el infinito.
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