Atrapada en su propio
relato CFK profundiza el desgaste inherente
a todo de fin de ciclo.
Por James Neilson |
La servidumbre le teme. Todos los empleados de Cristina,
desde los miembros del gabinete nacional hasta los ordenanzas de la Casa Rosada
que hacen las tareas de limpieza, saben que la señora los está mirando y que,
si por alguno que otro motivo los sospecha de deslealtad, no vacilará un solo
momento en castigarlos por haberla traicionado. Por razones un tanto distintas,
también le temen los líderes opositores y ciudadanos de a pie que presienten
que al país le aguarda una etapa decididamente truculenta.
Saben que a la
Presidenta no se le ocurriría entrar dócilmente en esa buena noche en que
descansan aquellos políticos cuyo ciclo se ha agotado.
Muchos se han convencido de que la Presidenta, al sentirse
repudiada por un país que, con insolencia apenas soportable, se niega a
agradecerle por el sinnúmero de beneficios con los que lo ha colmado, se ha
propuesto enseñarle que su paciencia tiene límites y que no está dispuesta a
tolerar más desplantes. Habrá llegado, pues, la hora de la venganza, de la
implementación de una estrategia de tierra abrasada cada vez más brutal
destinada a mostrar a sus enemigos, los que según parece ya incluyen en sus
filas a una proporción sustancial del género humano, que la única alternativa
auténtica al “proyecto” kirchnerista es un país sumido en la miseria sin
seguridad de ningún tipo, que todo lo demás es verso neoliberal.
A Cristina le atribuyen una versión sui generis del planteo
tradicional de mandatarios en apuros, yo o el caos, con la diferencia de que en
esta oportunidad, el Gobierno mismo se encargará de hacer del país un
aquelarre. Mientras que los adversarios de Cristina se aferran a la
Constitución, nos aconsejan confiar en su sensatez y rezan para que la
Argentina llegue al 10 de diciembre próximo sin que ocurra nada raro en los
meses que aún la separan de la fecha que, suponen, los librará de la pesadilla
que creen estar viviendo, los kirchneristas insisten en que hay golpistas en
todas partes, que conspiradores al servicio de “poderes concentrados”, o sea,
de la sinarquía de otros tiempos, están esforzándose por desestabilizar el país
con la ayuda de cómplices foráneos ubicados en la CIA yanqui y el Mossad
israelí.
De tomarse en serio la retórica oficial, para los
kirchneristas el que nadie parezca tener el menor interés en fomentar una
rebelión contra el statu quo es evidencia de la astucia satánica de los
resueltos a poner fin cuanto antes a la gestión de Cristina. Puede que algunos
defensores de la señora comprendan muy bien que no existe riesgo alguno de que
haya un golpe, blando o duro, pero así y todo acatan las órdenes que les llegan
desde arriba, razón por la que el pobre Jorge Capitanich profiere un dislate
tras otro y Aníbal Fernández se divierte haciendo estallar las bombas verbales
que tanto le encantan confeccionar.
En opinión de la incansable Elisa Carrió, Cristina y su
aliado castrense, el general César Milani, están procurando “generar un
autogolpe”. ¿Lo están? Si lo que entiende por autogolpe es la metamorfosis de
un gobierno presuntamente democrático en un régimen impúdicamente autocrático,
parece poco probable. Si bien al hablar tanto de la hipotética voluntad de sus
adversarios de pisotear las reglas constitucionales la Presidenta y sus aliados
se han pertrechado con pretextos más que suficientes como para permitirles
emular al amigo venezolano Nicolás Maduro que se ha puesto a encarcelar a
aquellos líderes opositores que cree peligrosos, los kirchneristas parecen más
interesados en provocar al resto de la sociedad para que los eche que en
instalar una dictadura a lo Fujimori. Por lo demás, en vista de que se las han
arreglado para crear un desbarajuste fenomenal con el propósito de entregar a
sus sucesores una crisis inmanejable para que se incineren, extrañaría mucho
que optaran por intentar mantenerse en el poder en nombre de lo que según ellos
es una revolución nacional y popular. La hoguera ya humeante que han preparado
no es para ellos mismos sino para la oposición.
Todos los políticos son egocéntricos, pero pocos lo son
tanto como Cristina que se supone víctima de una confabulación planetaria, de
ahí la autocompasión a la que se entregó al enterarse de la muerte extraña del
fiscal Alberto Nisman. De todos modos, si la Presidenta es víctima de algo es
de su propio relato. Al elegir uno que se basaba en sus recuerdos, debidamente
mejorados, de los emocionantes años setenta del siglo pasado, se condenó desde
el vamos a gobernar un país que ya no existía, en circunstancias
internacionales muy distintas de las imperantes cuando era una joven platense
que soñaba con ser una abogada exitosa. Buena parte de los desastres que
Cristina ha protagonizado, y de los cuales es responsable, puede atribuirse al
intento quijotesco de aplicar recetas que ya habían fracasado varias décadas
atrás con la esperanza, previsiblemente vana, de probar que los rebeldes de
antaño no se habían equivocado. Por un rato, pudo imaginar que sí había
descubierto el equivalente político y económico de la piedra filosofal que le
permitiría transformar basura ideológica en oro, pero sólo se trataba de un
boom de commodities, en especial de la soja, que fue desatado oportunamente por
el resurgimiento de China. Sin el viento de cola así proporcionado que el
Gobierno no supo aprovechar, volvió la triste normalidad y, con ella, una
multitud de problemas que la Casa Rosada había pasado por alto.
A Cristina nunca le ha impresionado demasiado el país real,
tan pluralista, tan veleidoso y, en ocasiones, tan díscolo, el que incluye a
los centenares de miles de personas que, en muchos casos, la habían votado en
las elecciones de octubre de 2011, que marcharon bajo un diluvio tropical para
decirle que debería haber reaccionado de manera radicalmente distinta frente a
la muerte Nisman. Siente que la Argentina que efectivamente existe no está a su
altura, de ahí la negativa de sus habitantes a sacar provecho de las
oportunidades que le dieron para desarrollarse tal y como había previsto.
La frustración que se apodera de ella toda vez que piensa en
la terquedad ajena se ha convertido en el tema principal de aquellas misivas
que difunde a través de las redes sociales y las alocuciones por las que emplea
la cadena nacional. Que nadie me marque la cancha, dice, que nadie me grite o
me golpee la mesa, tengo derecho a opinar de todo, estoy luchando contra una
horda destituyente teledirigida por medios periodísticos y grupos económicos.
En el mundo particular de Cristina, oponérsele es perverso, razón por la que
quisiera liberarse de las limitaciones impuestas por la Constitución, por lo de
la división de poderes que le impide manejar todo, por el ejército en las
sombras de individuos malignos que se resisten a obedecerle.
La sentencia del político decimonónico Lord Acton, según la
que el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente, ha
sido confirmada por enésima vez por el gobierno actual que, a juicio de muchos,
es el más venal de la historia del país, pero los daños causados por el poder
excesivo no han sido meramente pecuniarios. También ha tenido consecuencias
nefastas la propensión de Cristina a sobreestimar su propia capacidad para
manejar los acontecimientos, como hizo aquel día de febrero de 2012 en Rosario
cuando esbozó con los labios las palabras “vamos por todo”. De haber entendido
la Presidenta que en democracia gobernar es una empresa colectiva y que por lo
tanto el poder debería repartirse entre muchos, nos hubiera ahorrado una
cantidad insólita de problemas, pero, rodeada como siempre ha estado por
adulones serviles, entre ellos personajes de ideas más totalitarias que
democráticas, fue de prever que andando el tiempo se refugiaría en un mundo
propio en el que nadie se animaría a advertirle de lo peligroso que le
resultarían ciertas decisiones.
Aunque la hostilidad visceral que siente Cristina hacia “el
Partido Judicial” se debe más al temor a que tarde o temprano tenga que rendir
cuentas, ante jueces que no la quieren, por el crecimiento notable de su
patrimonio familiar en el transcurso de su mandato, que a la ideología
autoritaria que ha improvisado, sabe que le convendría que la gente la imputara
a sus necesidades políticas. De haber iniciado algunos años antes la ofensiva
contra los jueces y fiscales que un día podrían investigar en serio los
negocios dudosos de su familia, pudo haber logrado subordinar el Poder Judicial
a sus designios, pero sólo comenzó a preocuparse luego de darse cuenta de que
no habría posibilidad alguna de una reforma constitucional encaminada a
permitirle eternizarse en la presidencia y que por lo tanto tendría que
prepararse para pasar una temporada en cuarteles de invierno.
Desafortunadamente para ella, pero felizmente para el país,
Cristina tardó en entender que la etapa triunfal de su carrera extraordinaria
había llegado a su fin y que, por mucho que lo lamentara, no le sería dado
desprenderse del pasado. Tampoco le será dado separarse del fantasma de Nisman;
la acompañará no sólo mientras esté con vida sino también después, ya que en
los libros de historia y en otros de ficción o en películas, las circunstancias
de la muerte del fiscal y la manera en que la Presidenta reaccionó ante un
hecho tan luctuoso como imprevisto ocuparán un lugar muy destacado.
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