domingo, 1 de marzo de 2015

La hora de la venganza

Atrapada en su propio relato CFK profundiza el desgaste inherente 
a todo de fin de ciclo.

Por James Neilson
La servidumbre le teme. Todos los empleados de Cristina, desde los miembros del gabinete nacional hasta los ordenanzas de la Casa Rosada que hacen las tareas de limpieza, saben que la señora los está mirando y que, si por alguno que otro motivo los sospecha de deslealtad, no vacilará un solo momento en castigarlos por haberla traicionado. Por razones un tanto distintas, también le temen los líderes opositores y ciudadanos de a pie que presienten que al país le aguarda una etapa decididamente truculenta.

Saben que a la Presidenta no se le ocurriría entrar dócilmente en esa buena noche en que descansan aquellos políticos cuyo ciclo se ha agotado.

Muchos se han convencido de que la Presidenta, al sentirse repudiada por un país que, con insolencia apenas soportable, se niega a agradecerle por el sinnúmero de beneficios con los que lo ha colmado, se ha propuesto enseñarle que su paciencia tiene límites y que no está dispuesta a tolerar más desplantes. Habrá llegado, pues, la hora de la venganza, de la implementación de una estrategia de tierra abrasada cada vez más brutal destinada a mostrar a sus enemigos, los que según parece ya incluyen en sus filas a una proporción sustancial del género humano, que la única alternativa auténtica al “proyecto” kirchnerista es un país sumido en la miseria sin seguridad de ningún tipo, que todo lo demás es verso neoliberal.

A Cristina le atribuyen una versión sui generis del planteo tradicional de mandatarios en apuros, yo o el caos, con la diferencia de que en esta oportunidad, el Gobierno mismo se encargará de hacer del país un aquelarre. Mientras que los adversarios de Cristina se aferran a la Constitución, nos aconsejan confiar en su sensatez y rezan para que la Argentina llegue al 10 de diciembre próximo sin que ocurra nada raro en los meses que aún la separan de la fecha que, suponen, los librará de la pesadilla que creen estar viviendo, los kirchneristas insisten en que hay golpistas en todas partes, que conspiradores al servicio de “poderes concentrados”, o sea, de la sinarquía de otros tiempos, están esforzándose por desestabilizar el país con la ayuda de cómplices foráneos ubicados en la CIA yanqui y el Mossad israelí.

De tomarse en serio la retórica oficial, para los kirchneristas el que nadie parezca tener el menor interés en fomentar una rebelión contra el statu quo es evidencia de la astucia satánica de los resueltos a poner fin cuanto antes a la gestión de Cristina. Puede que algunos defensores de la señora comprendan muy bien que no existe riesgo alguno de que haya un golpe, blando o duro, pero así y todo acatan las órdenes que les llegan desde arriba, razón por la que el pobre Jorge Capitanich profiere un dislate tras otro y Aníbal Fernández se divierte haciendo estallar las bombas verbales que tanto le encantan confeccionar.

En opinión de la incansable Elisa Carrió, Cristina y su aliado castrense, el general César Milani, están procurando “generar un autogolpe”. ¿Lo están? Si lo que entiende por autogolpe es la metamorfosis de un gobierno presuntamente democrático en un régimen impúdicamente autocrático, parece poco probable. Si bien al hablar tanto de la hipotética voluntad de sus adversarios de pisotear las reglas constitucionales la Presidenta y sus aliados se han pertrechado con pretextos más que suficientes como para permitirles emular al amigo venezolano Nicolás Maduro que se ha puesto a encarcelar a aquellos líderes opositores que cree peligrosos, los kirchneristas parecen más interesados en provocar al resto de la sociedad para que los eche que en instalar una dictadura a lo Fujimori. Por lo demás, en vista de que se las han arreglado para crear un desbarajuste fenomenal con el propósito de entregar a sus sucesores una crisis inmanejable para que se incineren, extrañaría mucho que optaran por intentar mantenerse en el poder en nombre de lo que según ellos es una revolución nacional y popular. La hoguera ya humeante que han preparado no es para ellos mismos sino para la oposición.

Todos los políticos son egocéntricos, pero pocos lo son tanto como Cristina que se supone víctima de una confabulación planetaria, de ahí la autocompasión a la que se entregó al enterarse de la muerte extraña del fiscal Alberto Nisman. De todos modos, si la Presidenta es víctima de algo es de su propio relato. Al elegir uno que se basaba en sus recuerdos, debidamente mejorados, de los emocionantes años setenta del siglo pasado, se condenó desde el vamos a gobernar un país que ya no existía, en circunstancias internacionales muy distintas de las imperantes cuando era una joven platense que soñaba con ser una abogada exitosa. Buena parte de los desastres que Cristina ha protagonizado, y de los cuales es responsable, puede atribuirse al intento quijotesco de aplicar recetas que ya habían fracasado varias décadas atrás con la esperanza, previsiblemente vana, de probar que los rebeldes de antaño no se habían equivocado. Por un rato, pudo imaginar que sí había descubierto el equivalente político y económico de la piedra filosofal que le permitiría transformar basura ideológica en oro, pero sólo se trataba de un boom de commodities, en especial de la soja, que fue desatado oportunamente por el resurgimiento de China. Sin el viento de cola así proporcionado que el Gobierno no supo aprovechar, volvió la triste normalidad y, con ella, una multitud de problemas que la Casa Rosada había pasado por alto.

A Cristina nunca le ha impresionado demasiado el país real, tan pluralista, tan veleidoso y, en ocasiones, tan díscolo, el que incluye a los centenares de miles de personas que, en muchos casos, la habían votado en las elecciones de octubre de 2011, que marcharon bajo un diluvio tropical para decirle que debería haber reaccionado de manera radicalmente distinta frente a la muerte Nisman. Siente que la Argentina que efectivamente existe no está a su altura, de ahí la negativa de sus habitantes a sacar provecho de las oportunidades que le dieron para desarrollarse tal y como había previsto.

La frustración que se apodera de ella toda vez que piensa en la terquedad ajena se ha convertido en el tema principal de aquellas misivas que difunde a través de las redes sociales y las alocuciones por las que emplea la cadena nacional. Que nadie me marque la cancha, dice, que nadie me grite o me golpee la mesa, tengo derecho a opinar de todo, estoy luchando contra una horda destituyente teledirigida por medios periodísticos y grupos económicos. En el mundo particular de Cristina, oponérsele es perverso, razón por la que quisiera liberarse de las limitaciones impuestas por la Constitución, por lo de la división de poderes que le impide manejar todo, por el ejército en las sombras de individuos malignos que se resisten a obedecerle.

La sentencia del político decimonónico Lord Acton, según la que el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente, ha sido confirmada por enésima vez por el gobierno actual que, a juicio de muchos, es el más venal de la historia del país, pero los daños causados por el poder excesivo no han sido meramente pecuniarios. También ha tenido consecuencias nefastas la propensión de Cristina a sobreestimar su propia capacidad para manejar los acontecimientos, como hizo aquel día de febrero de 2012 en Rosario cuando esbozó con los labios las palabras “vamos por todo”. De haber entendido la Presidenta que en democracia gobernar es una empresa colectiva y que por lo tanto el poder debería repartirse entre muchos, nos hubiera ahorrado una cantidad insólita de problemas, pero, rodeada como siempre ha estado por adulones serviles, entre ellos personajes de ideas más totalitarias que democráticas, fue de prever que andando el tiempo se refugiaría en un mundo propio en el que nadie se animaría a advertirle de lo peligroso que le resultarían ciertas decisiones.

Aunque la hostilidad visceral que siente Cristina hacia “el Partido Judicial” se debe más al temor a que tarde o temprano tenga que rendir cuentas, ante jueces que no la quieren, por el crecimiento notable de su patrimonio familiar en el transcurso de su mandato, que a la ideología autoritaria que ha improvisado, sabe que le convendría que la gente la imputara a sus necesidades políticas. De haber iniciado algunos años antes la ofensiva contra los jueces y fiscales que un día podrían investigar en serio los negocios dudosos de su familia, pudo haber logrado subordinar el Poder Judicial a sus designios, pero sólo comenzó a preocuparse luego de darse cuenta de que no habría posibilidad alguna de una reforma constitucional encaminada a permitirle eternizarse en la presidencia y que por lo tanto tendría que prepararse para pasar una temporada en cuarteles de invierno.

Desafortunadamente para ella, pero felizmente para el país, Cristina tardó en entender que la etapa triunfal de su carrera extraordinaria había llegado a su fin y que, por mucho que lo lamentara, no le sería dado desprenderse del pasado. Tampoco le será dado separarse del fantasma de Nisman; la acompañará no sólo mientras esté con vida sino también después, ya que en los libros de historia y en otros de ficción o en películas, las circunstancias de la muerte del fiscal y la manera en que la Presidenta reaccionó ante un hecho tan luctuoso como imprevisto ocuparán un lugar muy destacado.

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