De confirmarse el
planteo de Arroyo Salgado, el magnicidio
expresa un sistema inservible.
Por Beatriz Sarlo |
Fue un
homicidio, concluyeron los peritos de parte. Alberto
Nisman agonizó, se desangró y no hubo espasmo cadavérico. No estaba borracho.
Si los peritos de parte (todos ellos celebridades) están en lo cierto, las
conclusiones de Fein fueron “parciales, precipitadas y equívocas”, basadas en
una autopsia ciega al detalle de que el cuerpo había sido movido. Hubo
intrusión en el departamento del fiscal.
No hay que dedicarse a la
interpretación fina para volver a analizar los dichos de Fein cuando no se
encontraron restos de pólvora en las manos de Nisman:
“Desgraciadamente no había restos”. ¿Qué significa este lapsus? Hasta el
momento, significa que la fiscal Fein sigue sosteniendo la hipótesis de
suicidio. La Presidenta, en cambio, la abandonó rápidamente y en dos
días pasó a la de homicidio. Sin embargo, al hacer esa corrección en su segunda
carta, no se hizo cargo de la gravedad de esas palabras lanzadas al viento en
Twitter.
¿Cómo pensar todo esto? Si los peritos de parte han acertado en su
reconstrucción de los hechos y si la Presidenta tenía razón cuando dijo
“homicidio”, un espectro de muerte oscurece la Argentina. Hoy
no podemos medir ni su poder ni su persistencia, pero estuvo acá y su sombra
planeó sobre Puerto Madero.
Durante la dictadura militar, los asesinatos superaron todo lo conocido.
La violencia del siglo XIX, la represión de la Semana Trágica y de las huelgas
de la Patagonia, el bombardeo a civiles en Plaza de Mayo en junio de 1955, se
redimensionaban. Esos hechos, aunque objeto de largas discusiones, encontraron,
sin misterio, sus responsables e instigadores.
La dictadura trajo una forma masiva de la muerte que empleó a fondo las
fuerzas represivas del Estado. Sin embargo, los que sabíamos sobre aquellas
muertes de los años 70 nunca tuvimos dudas sobre un punto esencial: los
militares eran los responsables. Podía discutirse sobre cómo se organizaban los
grupos de tareas, cómo competían por las zonas operativas, pero todos sabíamos
que eran los militares (y antes de ellos, la Triple A de López Rega) los
planificadores y ejecutores. El presente era muy oscuro, pero la lucha y la
voluntad política podían encontrar un camino hacia la justicia. La Conadep
demostró que, en muy pocos meses, fue posible juntar los testimonios que
alimentaron la prueba del fiscal
Strassera en el Juicio a las Juntas. Esas oscuras muertes
eran claras.
Pero hay muertes todavía impenetrables: la de Alfredo Yabrán,
por ejemplo; el asesinato de Cabezas, donde se encontraron culpables que no
fueron los responsables intelectuales; la de Luciano Arruga y otros pibes de
barriadas populares.
Y están los dos atentados: a la Embajada
de Israel y a la AMIA,
sobre los que hoy vuelve a abrirse un gran debate. Quizá la muerte de
Nisman conduzca a nuevas investigaciones; quizá sea posible que se
desclasifiquen los archivos.
Y ahora está el caso de Alberto Nisman, que es un enigma singular. Hasta
que no se demuestre lo contrario (hecho improbable), la muerte de Nisman
es un nudo en la trama de la política, el Poder Judicial y los servicios,
porque la denuncia del fiscal concernía a la Presidenta de la República y al
canciller (además de aportar novedosas escuchas de las conversaciones entre
lumpen-intermediarios como D’Elía y Esteche). Además, Nisman había trabajado
con el hoy famosísimo
Stiuso.
A diferencia de los crímenes de la dictadura, la muerte de Nisman, si
es un homicidio, no tiene explicaciones como aquéllas que describen los métodos
y fines del terrorismo de Estado. La muerte de Nisman, para repetir
las palabras de la Presidenta sobre la AMIA, parece un daño colateral: pagamos
el riesgo de estar ubicados en una zona de peligro. Pero esa zona de peligro no
es sólo lo que la Presidenta sugiere (el enfrentamiento de Israel e Irán), o
más bien es eso y su peripecia local. Nisman estaba actuando en la maraña de
una trama de espionaje, un gobierno que había cambiado de posición sobre el
resultado que quería alcanzar y un atentado de trascendencia internacional.
Desconcertante. Para agravar el desconcierto, la Presidenta
cambió de hipótesis sobre la muerte de Nisman, con la
liviandad de quien lee una novela policial. También cambió de tono para
mencionar al muerto: en su discurso de apertura de sesiones en el Congreso,
pasó de la gélida neutralidad a la vileza y el ensañamiento. Nisman no podía
defenderse. Pero su muerte ofendió a la Presidenta porque provocó la iniciativa
de la marcha del
silencio del 18 de febrero y trajo a primer plano, nuevamente,
el memorándum inútil e inclasificable que ella y su canciller pergeñaron.
La muerte de un fiscal es un magnicidio por dos
razones. La primera es que se trata de una figura que, sea quien sea,
representa el deber de perseguir el delito, un actor fundamental para cumplir
la promesa de seguridad que le da sentido al Estado. La segunda, porque el
Estado y el Gobierno fueron impotentes, ineficaces o malévolos para proteger a
Nisman de una conspiración que puede haber anidado en el submundo de los
servicios.
En estos años se ha dicho muchas veces que el Estado argentino está
carcomido por el automatismo, la burocracia política, la corrupción, la
incapacidad y la inercia: un Estado que ni siquiera puede servir del
todo a los peores objetivos del peor gobernante, ni a los más progresistas del
mejor.
© Perfil
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