El jefe de Gobierno
porteño precisará contar con el apoyo de muchos peronistas
de alma para lograr
sus objetivos políticos.
Por James Neilson |
Si la Argentina fuera aquel mítico “país normal” que casi
todos dicen querer, Mauricio Macri triunfaría con facilidad en las elecciones
presidenciales que, según el cronograma institucional, se celebrarán el 25 de
octubre. Ganaría porque, a diferencia de Daniel Scioli y Sergio Massa, sus
rivales mejor ubicados, representa una alternativa nítida al populismo
peronista que, a su juicio y el de muchos otros, es responsable de la mayor
parte de las calamidades nacionales.
Pero la Argentina aún se encuentra lejos de “la normalidad” tal
y como la entienden quienes viven en democracias consolidadas. Para aprovechar
la convicción de tantos de que al país le convendría dejar atrás el peronismo,
Macri precisará contar con el apoyo de muchos que siguen considerándose
peronistas de alma. Está trabajando en ello. Exageraba al afirmarse partidario
“ciento por ciento” de “las banderas del justicialismo”, pero puesto que, por
tratarse de un movimiento que a través de los años ha colonizado todos los
espacios ideológicos concebibles, a esta altura nadie sabe muy bien cuáles son,
su voluntad de reivindicarlas sólo motivó extrañeza. Con todo, el que Carlos
Reutemann, acaso el peronista más prestigioso, se haya sumado a las huestes
macristas, puede tomarse por evidencia de que su candidatura está cobrando cada
vez más fuerza. Lo que necesita el jefe del gobierno porteño es que se instale
en el imaginario popular la convicción de que su hora está por llegar. En tal
caso, lo único que tendría que hacer es rezar para que no cometa errores
insólitamente graves.
Según algunas encuestas, Macri ya ha comenzado a
distanciarse de Scioli y Massa; otras lo ubican en un lejano tercer lugar. Como
suele suceder a inicios de una campaña electoral, los competidores están
corriendo en medio de una densa niebla de la cual no saldrán hasta acercarse la
parte final del maratón. Sea como fuere, no cabe duda de que los dos peronistas
se sienten preocupados por la cercanía de un hombre que, lo mismo que muchos
progresistas, habían tomado por un mero aficionado que no entendía nada de
política. Quisieran que volviera a ser el gran cuco de los biempensantes, el
“derechista neoliberal” que privatizaría todo para entregar un país virtuoso al
salvajismo capitalista, pero parecería que Macri ha logrado borrar el estigma
que ha afeado su imagen desde que optó por probar suerte en política.
Lo ayudó mucho, muchísimo, Elisa Carrió. Puede que hayan
sido escasos los aportes concretos de la diputada a la coalición que está
construyendo Macri, pero le dio algo mucho más valioso al perdonarle sus
pecados ideológicos. En la Argentina, ser calificado de “derechista”, epíteto
este que se emplea para asustar a la buena gente, se asemeja a una sentencia de
muerte cívica. Aunque la clase política nacional está entre las más
conservadoras, en el sentido recto de la palabra, del mundo entero, aquí casi
todos se proclaman progresistas, cuando no izquierdistas. La ausencia de un
gran partido declaradamente conservador, como los del mundo anglosajón y, con
ciertas variantes, Europa occidental, Chile y otros países latinoamericanos, ha
contribuido mucho a la decadencia nacional. ¿Logrará PRO llenar el hueco que se
produjo luego de la irrupción del populismo militarizado del general Juan
Domingo Perón, o terminará como tantas otras agrupaciones del mismo tipo? La
respuesta a este interrogante podría depender de lo que suceda en los meses
próximos.
De todos modos, tanto Scioli como Massa están procurando
reavivar los ya tradicionales prejuicios en contra de “la derecha” al advertir
a la ciudadanía acerca de lo terriblemente peligroso que sería permitirse
engañar por su representante más reciente. A Massa no le gusta para nada que
muchos radicales se resistan a acompañarlo por encontrar más atractiva la
oferta de PRO; teme que peronistas influyentes también se dejen seducir por el
canto de sirena macrista, lo que frustraría su intento de armar una alianza
nacional. Huelga decir que no lo ayuda la percepción difundida de que sus
propias acciones están en baja, de que, poco a poco, está perdiendo el terreno
que conquistó luego de romper con el kirchnerismo.
Scioli, que ha hecho de la ambigüedad un método político
llamativamente exitoso, comparte con Massa el temor a que siga creciendo la
figura de Macri. Los estrategas del bonaerense creen que Cristina ha decidido
que sería de su interés que triunfara el porteño en las elecciones
presidenciales y que por tal motivo está impulsando la precandidatura del
ministro del Interior y Transporte Florencio Randazzo, un personaje que nunca
deja pasar una oportunidad para manifestar su desprecio por el desempeño de su
comprovinciano. Siempre y cuando Randazzo no mida en las encuestas, mantendrá
el apoyo de Cristina, pero si se transformara en un presidenciable auténtico lo
perdería, ya que como buen peronista, de alzarse con el premio máximo de la
política nacional no vacilaría en traicionarla.
Por motivos personales que son de dominio público, Cristina
no quiere permitir que otro peronista la desplace como jefa absoluta del
populismo nacional. De triunfar Scioli o Massa, su propio futuro sería con toda
seguridad triste. En cambio, con Macri en la Casa Rosada podría asumir el papel
de líder máximo de la oposición. Desde el vamos, atacaría a su sucesor con
furia por el ajuste brutal que se vería constreñido a implementar y atribuiría
una eventual ofensiva en contra de la corrupción que ha sido tan característica
de su propia gestión a la maldad antipopular de un neoliberal, vinculado con el
imperialismo foráneo, resuelto a depauperar todavía más a los ya pobres por
motivos inconfesables. Mientras tanto, continuará procurando provocar más
grietas en el movimiento peronista por entender que corre el riesgo de ser la
próxima víctima del canibalismo que le es congénito.
Macri ha sido beneficiado por los esfuerzos desesperados de
Cristina y sus soldados por someter a sus designios el Poder Judicial. Al hacer
temer que la Argentina estuviera por recaer en el autoritarismo truculento de
otros tiempos, la muerte, en circunstancias que tal vez nunca sean debidamente
aclaradas, del fiscal Alberto Nisman y la reacción del oficialismo ante lo que
había sucedido, sirvieron para que sectores muy amplios de la ciudadanía se
solidarizaran con “el Partido Judicial” que, a pesar de sus muchas
deficiencias, es la única institución que está en condiciones de brindarle
cierta protección contra los atropellos gubernamentales. Con razón o sin ella, muchos
suponen que Macri estaría más dispuesto que sus rivales peronistas a respetar
los límites previstos por la Constitución. Se trata de una ventaja que podría
resultar ser decisiva en un país en que demasiados dirigentes políticos, entre
ellos Cristina, se han acostumbrado a hablar y actuar como si se creyeran por
encima de la ley.
Aunque, gracias a Lilita y radicales como Ernesto Sanz,
Macri ya no es considerado una especie de extremista de la ultraderecha al
servicio de los poderes económicos concentrados de la retórica progre, el que
no forme parte de la gran familia populista podría motivar dudas en cuanto a su
capacidad para garantizar “la gobernabilidad”. En vísperas de elecciones, los
voceros peronistas suelen asegurarnos que, sin ellos en el poder, el país no
tardaría en caer en el caos, como en efecto ha ocurrido con cierta frecuencia.
Es su manera de advertir que, si bien ellos no saben gobernar, son expertos
consumados en el arte de impedir que otros lo hagan. He aquí un motivo por el
que Macri quiere contar con algunas “patas peronistas”, aunque entenderá que,
si hay demasiados, el ciempiés resultante elegiría su propio rumbo para que
todo quedara más o menos igual.
Puesto que, a más de treinta años de la restauración
democrática, la Argentina aún no ha logrado crear partidos políticos genuinos,
ya que los que en teoría son los mayores están tan fragmentados que a menos
parecería que lo que tiene el país es una multitud de agrupaciones
unipersonales, Macri está plenamente ocupado improvisando una coalición, tarea
que no le está resultando nada sencilla ya que se ve obligado a negociar con un
sinnúmero de socios en potencia de ideas y expectativas diferentes. También le
es necesario mantener intacto su propio partido.
En otras latitudes, las internas son rutinarias y por lo
común no plantean amenaza alguna a la unidad de los partidos en los que se
celebran, pero por ser aquí tan frecuentes los cismas irremediables, la
competencia entre Gabriela Michetti y Horacio Rodríguez Larreta por la candidatura
oficialista a la jefatura del gobierno porteño le está ocasionando algunos
dolores de cabeza al brindar la impresión de que carece de autoridad. Mal que
le pese, Macri tendrá que mostrar que, si bien es un líder “fuerte”, nunca
soñaría con ordenar a sus acompañantes obedecerle sin chistar. Para que el
sistema democrático funcione como corresponde, todos los dirigentes políticos
tendrían que habituarse a combinar el respeto por las opiniones y las
aspiraciones ajenas con la autoridad personal necesaria para gobernar, en el
caso de que el electorado les diera la oportunidad, pero, como todos los días
Cristina se encarga de recordarnos, muchos se resisten a abandonar las
modalidades caudillistas que aprendieron cuando la democracia era sólo un ideal
difícilmente alcanzable.
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