Por Gabriela Pousa |
Pareciera por vez primera y después de muchos años
de confusión e impotencia, que la Argentina comienza a desandar los caminos
errados.
La alianza entre Mauricio Macri (PRO), Elisa Carrió
(CC) y Ernesto Sanz (UCR) nacida tras la Convención radical el último domingo,
más allá de conformar o no a unos y otros, ha logrado algo fundamental: que la
sociedad y parte de sus dirigentes empiecen de una buena vez a entenderse.
No solo dentro del gobierno nacional fue demasiado
el tiempo malgastado, insondables las internas en despachos, incalculable la
ambición personal y los egos desmesurados. La dirigencia en su conjunto
estuvo sumida en cuestiones tan ajenas a la gente, que la brecha que las separó
fue insalvable durante años.
El pasado 15 de marzo, sin embargo, el calor del
verano fue alterado por un soplo de aire fresco. Había algo concreto – aunque
haya tenido momentos tensos y desordenados -, que hacía sentir ese halo
democrático ausente desde hace tiempo en lo fáctico.
Se trataba de radicales exponiendo sus disidencias
y sus semejanzas. Se trataba de debate, de diálogo: dos vocablos
cortados de cuajo del castellano que hablamos.
En el microclima donde la política interesa y es
tema cotidiano, se percibía entusiasmo, moderado claro porque la piel está
curtida de tantos traspiés dados. Pero entusiasmo al fin, pues el ocaso
del kirchnerismo y la transición hacia la República pasaron de ser mera esperanza
a tener fundamento en acto y no solo en palabras o en relato.
Hasta entonces veníamos confundiendo deseos y
expectativa personales con pronósticos de futuros escenarios probables.
Fue como si las boinas blancas percudidas,
olvidadas, volvieran a ser agitadas recuperando el espíritu democrático que se
vivió hace 32 años. Es verdad que después todo se ha venido abajo, sin
pausa y con prisa. Se rompió el andamiaje de estructuras políticas, de
liderazgos y militantes apasionados, en lugar de los rentados que hoy vemos
arriados como ganado.
Los de antes eran hombres que, terminada la jornada
laboral, iban a la unidad básica o al comité a defender a ultranza sus
ideas en lugar de negociarlas o rifarlas por un cargo. Sabían que país querían,
aún cuando en ocasiones desconocieran cómo alcanzarlo.
Las generaciones que les siguieron (donde muchos nos
encontramos), están más a la deriva. Puede que sepan qué Argentina no quieren,
pero eso no implica que tengan certezas de la Argentina deseada.
¿Quieren un país que les llene los bolsillos
para despilfarrar y entretenerse sin importar la calidad institucional que
garantice desarrollo sostenido, en lugar de “veranitos” efímeros? ¿O quieren
comprometerse como ciudadanos en la construcción de una nación donde prime el
ser al tener, y el esfuerzo sea necesario?
Sin respuesta a estos interrogantes, no hay ni
habrá cambio alguno aunque varíen Presidentes, ministros y funcionarios.
Por eso, la primera votación debe hacerse hacia
adentro. Después se evaluará cómo actuar dentro del cuarto oscuro. Porque si
solo se busca satisfacer el consumo, viajar los feriados, y dejar deberes y
responsabilidades individuales a resguardo de un Estado benefactor – que nunca
benefició un ápice -, entonces dejemos de monologar sobre democracia y sigamos
perdiendo derechos y libertades.
Si se piensa seguir siendo un pueblo al que, por
ejemplo, el caso Melina, el caso Stefanini, el caso Benedit, el caso Lola, el
caso Nisman, etc., le importa apenas por el morbo de una trama entreverada, en
diciembre – aunque Cristina se vaya -, nada va a cambiar esencialmente. Y lo
superficial es maquillaje que se corre de la noche a la mañana.
Quien observa de afuera lo que pasa de este lado de
la frontera, ve una geografía con seres liliputienses jugando a
descubrir asesinos, aparentando un interés que en rigor no se tiene. Y seguir
así, vaciados de humanidad hasta que un nuevo caso vuelva a conmocionar, es
aceptar vivir en la promiscuidad.
Casi una sociedad infantil, vulnerable por demás,
pero cuya conciencia del bien y del mal se da únicamente en
circunstancias aisladas, vistas siempre como algo que “le pasa a los
demás”. ¿Y si pasara en casa? No debería ser necesario padecer en carne propia
una atrocidad para comprender el desgarro que provoca vivir sin Justicia,
rodeados de indiferencia, y de la mezquindad de quienes solo buscan alimentar
la morbosidad.
Carrió, Macri y Sanz dieron un paso. No salvaron a
la República como algunos andan vociferando, pero sí están intentando volver a
darle forma de sistema democrático a un régimen amorfo, que linda entre lo
totalitario y lo dictatorial. ¿De qué manera?
La metodología no es compleja. Lo que se
busca en provocar un trasvasamiento de votos del candidato opositor que resulte
menos votado, hacia el más votado. No es un juego de palabras, es la clave
para modificar el escenario. Si Mauricio Macri sacara más votos que
Ernesto Sanz y Elisa Carrió, los electores de estos últimos deberían vencer los
mismos prejuicios que vencieron ellos, y en la elección general optar el líder
del PRO.
Es la dialéctica del viejo refrán: “La unión
hace la fuerza”. Y por separado han demostrado ya, excesiva
debilidad para enfrentar un aparato clientelista que lo único que ha hecho fue convertir
a la Argentina en un país subsidiado.
Si los bolsillos no están vacíos es porque los
llenan con limosna que, paradójicamente, sacan del bolsillo del otro lado. Caridad
con dinero de otro. En realidad, lo que te dan es lo que antes te han quitado.
Ahora bien, ¿hasta qué punto hay que tener un
líder que acompañe al rebaño? Si es imprescindible partir desde un
liderazgo, este podría ser el de la misma sociedad asumiendo de una buena vez
su carácter soberano. Hoy la posibilidad de que eso suceda es apostando,
no por el menos malo, sino por el que mejor pueda oponerse al populismo
siniestro y desmesurado.
De ese modo, uno gobernará pero 40 millones
estarán para custodiarlo. Hasta ahora uno reina, y el resto se distrae
porque es más fácil sumirse en la cultura del ocio, del espectáculo, y vivir
una farsa donde hasta a la muerte se la maquilla y se la disfraza.
Esto que sucede con la democracia, se evidencia de
igual manera en la causa AMIA. Alberto Nisman es, a esta altura,
un rehén de intereses creados, de conveniencias políticas, y de
estrategias de poder de uno y otro lado. Se lo mató y se lo seguirá matando
hasta que, aburrida la sociedad con más de lo mismo, decida cambiar de teatro
para ver como tiran otro cadáver que desafíe a descubrir qué le ha
pasado.
Seguramente serán otros los protagonistas, los
elencos y la escenografía, pero la mecánica y el destino no será muy distinto.
Al tiempo, empezarán los bostezos y volverán a dormir al pueblo. ¿Cuántas
veces vimos frente a un acto delictivo atacar a la víctima y defender al
victimario?
Nada ha cambiado todavía aunque comience a
vislumbrarse voluntad para lograrlo.
Confundir posibilidad con el acto consumado es un
desacierto que nos ha costado caro. El kirchnerismo está más cercado pero aún
es gobierno y está en posesión del mando; no importa si desesperado, confundido o
desequilibrado. Los adjetivos corren por cuenta de quien los dice pero lo que
gravita, en definitiva, es el sustantivo liso y llano.
El mayor error de los argentinos ha sido
subestimarlos. Volver a cometer esa torpeza sería como perder ese faro que tanto
costó hallarlo. La gente está comprendiendo que si se ataca al fiscal
muerto es porque la magnitud de su denuncia supera lo esperado.
Sintetizando, se podrá conocer de qué trata toda
esta interna de abogados, fiscales, jueces, y funcionarios que pretenden
blindar a la jefe de Estado, cuando alguno se anime a romper el
silencio, fruto del temor que han inculcado.
Su grito tendrá eco como lo tuviera, en la fábula
de Hans Andersen, el del chiquito en brazos que osó gritarle al rey su
desnudez. Acá no hay rey es cierto, pero hay reina aunque sola se haya coronado. Si
todavía no está desnuda, paciencia, porque no hay duda que se está desnudando.
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