Por Claudio Fantini
“Si trabajaras para el rey no tendrías que comer lentejas”,
le dijo Aristipo a Diógenes, quien sin levantar los ojos de su humilde plato
respondió: “si comieras lentejas no tendrías que trabajar para el rey”.
Con este diálogo entre el fundador de la escuela cirenaica y
el gran filósofo cínico, inicio un capítulo en mi libro “La Gravedad del
Silencio”.
La razón de uno u otro depende de cuál es el servicio que el
pensador presta al gobernante. Aristóteles aportaba ideas además de transmitir
valores y conocimiento al rey de Macedonia, mientras que Aristipo buscaba
favores y poder adulando a los gobernantes.
En el kirchnerismo hay quienes actúan como el filósofo de
Estagira con Alejandro Magno; pero el gobierno valora más a sus muchos
Aristipos, o sea los que obtienen favores a cambio de aportar letra al discurso
oficialista, justificar con coartadas ideológicas todo lo que el liderazgo hace
sin consultarlos, y crear anatemas para descalificar a opositores y críticos.
Por cierto, también en la vereda opuesta hay intelectuales
que buscan el favor de poderosos, sosteniendo con vehemencia lo que éstos
quieren escuchar, y que mantienen presencia en los medios opositores
sintonizándose con la línea editorial del periodismo opositor.
En ambos casos se produce una traición a la versión política
de lo que, en el terreno de las ciencias, describe el concepto alemán
“wertfreiheit”: la necesaria neutralidad axiológica; ergo, la imprescindible
libertad que debe tener la argumentación lógica respecto a los valores éticos.
Los liderazgos de matriz autoritaria necesitan quienes
inventen una legitimidad histórica y una coartada moral. Quienes se prestan
acríticamente a ese rol, son los intelectuales orgánicos. Rosa Montero los
describe como presuntuosos “mandarines que asumen el papel tripudo del gran
Buda”, un rol que se paga “en creatividad y enjundia”.
Precisamente por eso es que asumen una pose de superioridad
moral, desde la que juzgan y condenan a quienes eligen no apartarse del
pensamiento crítico.
Desde un progresismo de matriz liberal, la escritora
española denuncia el moralismo de los intelectuales que posan de puros, porque
desde esa supuesta pureza “nacen los linchadores, los inquisidores, los
fanáticos”.
Iván Turgueniev llamaba “hombres superfluos” a quienes se
fanatizan por posiciones ideológicas de matriz cultural autoritaria, y llamaba
“nuevos hombres progresistas” a quienes, con más nihilismo que veleidades
épicas, propician una evolución hacia la igualdad, sin resignar libertades
públicas e individuales.
La idea de progresismo de aquel escritor ruso del siglo XIX
está emparentada al “socialismo liberal” de Aleksandr Herzen, pensador también
ruso y decimonónico que propició la rebelión campesina contra la servidumbre y
el zarismo, pero sin perder de vista la importancia y el valor de las
libertades y derechos de la sociedad abierta.
Esos aspectos esenciales de un genuino progresismo fueron
dejados de lado por la legión de intelectuales que abrazó totalitarismos en el
siglo XX; algunos el nazismo, como Heidegger, y otros muchos el estalinismo, el
maoísmo etc. A ellos se refirió Raymond Aron en “El Opio de los Intelectuales”,
explicando que apoyar a la URSS después de 1945 era “un acto de ceguera moral”
más entendible por el “deseo de construirse a sí mismos como personajes, que
por una visión de la historia”.
Desde un progresismo genuino, que no tenga mirada selectiva
sobre los derechos humanos ni devalúe la idea de libertad, no pueden más que
doler la “Oda a Stalin” que mancha la obra de Neruda, y el sufriente poema con
que Rafael Alberti lloró la muerte del brutal genocida caucásico.
En una dimensión sin exterminios ni campos de concentración,
Argentina vive su debate sobre el intelectual y la política. En la vereda kirchnerista
hay intelectuales orgánicos, además de oportunistas que, como los primeros,
actúan de sicarios del pensamiento y se justifican a sí mismos con coartadas
morales y poses puristas.
Pero también hay quienes defienden con lucidez y honestidad
intelectual a los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner. Son los que no
atacan con anatemas y descalificaciones a los críticos, ni reducen la realidad
a dos polos totalizadores: izquierda y derecha.
De todos modos, también ellos tienen como deuda ciertos silencios
inaceptables. Sin traicionar la wertfreiheit, se puede defender la política
económica y hasta sostener que la corrupción kirchnerista es, en alguna medida,
invención de poderosos intereses enfrentados al gobierno. Pero no hay manera de
justificar el silencio, por ejemplo, ante el uso de la ex SIDE y del aparato de
inteligencia militar para presionar a la Justicia y hacer espionaje interno.
Tampoco es justificable la utilización del Estado y las
arcas públicas en la construcción de un culto personalista sintonizado con la
egolatría de la presidenta.
En ambos casos asoman vicios señalados por Raymond Aron en
“El Opio de los Intelectuales”: la idolatría y la pasión por la utopía.
Lo segundo es aún más grave. La historia está colmada de
ejemplos que prueban que la utopía se parece al “Pájaro de bello encanto” del
cuento tradicional nicaragüense que habla de un ave bellísima que, cuando
alguien logra alcanzarla, se convierte en excremento.
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